Actividad laboral femenina en España e igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres

AutorLarrañaga Sarriegui y Carmen Echebarría Miguel
Páginas65-82

Introducción

En las últimas décadas hemos asistido a cambios laborales y sociales espectaculares entre los que destaca la masiva incorporación de las mujeres al mercado de trabajo y la consiguiente feminización del colectivo asalariado. Pero esta feminización, aunque real, es inacabada e incompleta porque ha tenido lugar bajo un telón de fondo de desigualdad y de precariedad. Los enormes avances en la formación de las mujeres -de acuerdo con un reciente informe de la Comisión, las mujeres son más numerosas que los hombres en la enseñanza superior en muchos países de la UE15- y en su interés por participar de manera continuada en el mercado podían hacer pensar en una pronta desaparición de las tradicionales desigualdades laborales entre mujeres y hombres, pero lo cierto es que no ha ocurrido así. Es decir, la espectacular transformación de la oferta laboral femenina no se ha traducido en una mejora equivalente del lugar que ocupan dentro del mercado. Es cierto que si se miran uno a uno los diferentes indicadores de la desigualdad, se observa que la situación ha evolucionado, aunque las diferencias persisten. Y estas desigualdades parecen hoy más injustas que ayer, precisamente por el enorme esfuerzo que han realizado las mujeres y también, aunque en una medida incomparablemente menor, por el esfuerzo de las Administraciones Públicas en materia de igualdad.

El objetivo de este artículo es doble. Se trata, por un lado, de analizar los cambios en la situación laboral de las mujeres españolas en los últimos años. Esto nos permitirá trazar un esquema del camino recorrido, pero también del que queda aún por recorrer. Nos centraremos en las diferencias en la actividad, paro, salarios y precariedad. Dejaremos, pues a un lado, aspectos tan interesantes como el de la segregación horizontal y vertical, el desigual acceso a los puestos de responsabilidad y dirección tanto en la Administración Pública como en la empresa privada, etc. En segundo lugar, trataremos de reflexionar sobre las medidas promovidas desde las instancias públicas para fomentar la igualdad entre mujeres y hombres. No dudamos de la necesidad de las políticas públicas de igualdad, pero aunque útiles se han mostrado insuficientes, por lo menos hasta ahora, para lograr la igualdad real entre los sexos. Finalmente, la persistencia de las desigualdades entre mujeres y hombres y el excesivamente lento avance en la consecución de la igualdad real ha impulsado la búsqueda de nuevas iniciativas para acelerar el camino, iniciativas entre las que destacamos la elaboración de presupuestos con perspectiva de género.

Mujeres y mercado laboral

Antes de adentrarnos en el análisis del mercado de trabajo nos gustaría hacer algunos comentarios. Nuestro objetivo es analizar la relación de las mujeres con el trabajo de mercado y creemos sinceramente que reflexionar, hacer visibles e insistir en las desigualdades laborales es muy importante sobre todo en un momento en el que constatamos una gran tolerancia o, cuando menos, indiferencia social hacia estas desigualdades. Además, es innegable que el empleo confiere al individuo coordenadas de referencia en la sociedad; permite la interacción con los otros; otorga un status y autoestima, sancionados por una remuneración y una identidad social; estructura y da sentido a la vida del individuo que ocupa el empleo; permite la participación en la vida pública, a través de instituciones u organizaciones de más amplio carácter -empresa, sindicato, etc.-. Por el contrario, allí donde el trabajo de un individuo no está sancionado socialmente bajo la forma de empleo, se está en presencia de la denominada economía informal (Méda, 1998). En estos casos, la significación social y política que un empleo lleva aparejado no se da en absoluto, con la consiguiente dependencia y subordinación respecto a quien en cada caso ejerce como agente económico de cara al mercado. Esta dependencia convierte a las personas sin empleo en seres especialmente vulnerables, en excluidas potenciales de la sociedad en la medida en que se hallan totalmente desprotegidas en el caso de que se rompa el vínculo que mantienen con la persona «económicamente activa».

La mayor parte del trabajo que realizan las mujeres es trabajo no mercantil que se desarrolla en el ámbito familiar y por el que es posible que reciban reconocimiento privado y satisfacción personal pero es seguro que reciben muy poca consideración social y nula compensación económica directa. Es cierto que en el último siglo, y principalmente en su segunda mitad, se ha producido un cambio de valores y un cambio cultural que ha impulsado a las mujeres a entrar en el mercado de trabajo dando lugar a lo que se conoce como la «revolución silenciosa» de las mujeres (Camps, 1998). Parece que con la incorporación masiva de las nuevas generaciones de mujeres al mercado laboral la figura del ama de casa a jornada completa acabará por desaparecer, aunque no está de más recordar que todavía hay en España más de cinco millones de mujeres que declaran dedicarse en exclusiva a las tareas del hogar frente a setenta y dos mil hombres. Pero, evidentemente, la desaparición de las «inactivas totales» no implica la desaparición del trabajo necesario para la reproducción, que sigue recayendo mayoritariamente sobre las mujeres.

El trabajo reproductivo y el trabajo mercantil son dos de las actividades que más contribuyen al mantenimiento del nivel de vida y de bienestar de las personas (Kergoat, 1998). De ahí, que exista un amplio consenso en torno a la necesidad de estimar monetariamente el trabajo doméstico porque, en economía, aquello que no tiene un valor monetario, sencillamente no existe. Hacerlo sería un paso importante pero seguramente insuficiente porque el que estas actividades adquieran la importancia social, política y económica que a nuestro juicio se merecen, exige un cambio de valores, poderes y prestigios y esta transformación no se producirá a medio plazo por mucho que se generalice la elaboración de las Cuentas Satélite de Producción Doméstica. Es injusto despreciar y no valorar debidamente el tiempo de la reproducción, y dar a ese tiempo el reconocimiento adecuado implica asimismo adecuar el otro tiempo, el tiempo productivo, a las exigencias del primero. Porque no hay que olvidar que, en las sociedades industriales, la esfera de la producción ha sido organizada de forma separada de lo doméstico y concebida, en consecuencia, para un modelo de trabajador masculino. En la organización de los tiempos de trabajo, de los horarios de las ciudades, de las vacaciones escolares y del tiempo a lo largo de la vida no se contempla la complejidad del sujeto femenino contemporáneo. Se sigue funcionando bajo el supuesto de que «hay alguien en casa«, lo cual es bastante incompatible con el trabajo asalariado de los dos miembros de la pareja.

Tras estas primeras reflexiones y adentrándonos ya en el análisis laboral propiamente dicho, nos gustaría resaltar que la actividad fuera del hogar se ha ido convirtiendo en la norma en todos los países occidentales y hoy es mayoritaria la voluntad de las mujeres de obtener un empleo mercantil. Muchos y muy diversos han sido los cambios culturales, sociales y económicos que han impulsado la participación de las mujeres en el mercado. A modo de ejemplo, podemos señalar que el compromiso laboral de las mujeres se vio fortalecido por los cambios en la estructura del empleo, con la creación de muchos puestos de trabajo «femeninos« en los servicios. Especialmente positivo fue también el papel que desempeñó la construcción y el desarrollo del Estado de Bienestar. En los años 70 y 80, por vez primera en la Historia, las mujeres invadieron el mercado de trabajo en período de paro y de penuria de empleo. En esa época, la gente esperaba los primeros síntomas de la vuelta al hogar de las mujeres. Sin embargo, y contra todo pronóstico, la actividad laboral de las mujeres no dejó de crecer.

Es verdad que, sobre todo en los momentos en los que el paro ha azotado con mayor dureza a nuestras sociedades, se han suscitado de manera más o menos velada algunas reflexiones contra las «ladronas de empleos« que pudiendo elegir «no trabajar« y quedarse tranquilamente en el hogar, persisten en mantener sus puestos de trabajo en lugar de abandonarlos a favor de los varones. Pero estas reflexiones no han tenido, afortunadamente, ningún impacto sobre la voluntad de las mujeres.

La masiva entrada de las mujeres al mercado ha hecho que las curvas de actividad femeninas se hayan ido inflando progresivamente aunque en ningún caso hayan alcanzado aún en altura a las masculinas. Y eso a pesar de que las curvas de los hombres han bajado ligerísimamente, sobre todo en las edades extremas del ciclo vital. Además, tal y como se ve en los gráficos adjuntos elaborados a partir de los datos de la Encuesta de Población Activa (EPA), en algunos países como España continúa siendo visible una punta máxima en torno a los 25-29 años. Esto refleja que en el caso de las mujeres los cambios en la vida familiar siguen condicionando su participación laboral, cosa que no sucede en el caso de los hombres. También se aprecia claramente que la edad de máxima actividad femenina se ha ido retrasando en consonancia, principalmente, con el retraso en la edad en que se tiene el primer hijo. De hecho, las mujeres españolas han retrasado la edad de su primera maternidad hasta los 29 años, situándose así entre las madres más tardías de toda la UE.

[NO INCLUYE GRAFICOS]

Pero aunque el mercado de trabajo se ha ido feminizando con el paso del tiempo, conviene recordar que, siendo aproximadamente la mitad de la población, en ningún país, ni siquiera en aquellos en los que la incorporación de las mujeres al mercado fue más temprana, constituyen aún la mitad de la población activa. En el conjunto de la Unión Europea en el año 2000, las mujeres constituían el 51,7 por 100 de la población de más de 15 años pero tan solo el 43,5 por 100 de la población activa. , de tal forma que las estadísticas nos muestran grandes desigualdades entre mujeres y hombres en el ámbito laboral. Así, la tasa de actividad femenina es inferior a la masculina incluso en aquellos países en los que la incorporación de las mujeres a la esfera pública ha sido más temprana. De acuerdo con los últimos datos proporcionados por el INE, en el cuarto trimestre de 2002, la tasa de actividad de las mujeres era del 42,3 por 100 mientras que la de los hombres era del 67 por 100. Además, una vez que el varón entra al mercado de trabajo no sale de él hasta su jubilación, mientras que en el caso de la mujer no sorprende el hecho de que entre y salga a lo largo del período de vida laboral normal, estando estas entradas y salidas directamente relacionadas con los cambios que tienen lugar en su vida familiar. Precisamente, las relaciones entre trabajo y familia aparecen como aspecto central del análisis del empleo femenino. Pero precisamente cuando las mujeres empezaron a incorporarse y a competir en el mercado laboral éste entró en una profunda crisis, una de cuyas manifestaciones más dolorosas es la persistencia de elevadas tasas de paro. Esta coincidencia no parece casual y, sin duda, el trabajo asalariado de las mujeres es una de las causas de la impotencia del mercado laboral para satisfacer a todas las personas. Y dentro de esta zona de paro masivo en que se convirtió la Unión Europea, España alcanzó en los años ochenta la cifra más alta de desempleo femenino. Así, de acuerdo con los últimos datos disponibles correspondientes a agosto de 2002, la tasa de paro en la UE15 fue del 7,7 por 100 siendo la de España con una tasa de 11,3 por 100 la más elevada.

La distribución del paro entre la población activa es muy desigual y el problema del desempleo afecta de manera especial a las personas más jóvenes y a las mujeres. En el conjunto de la UE15 en el año 2002, la tasa de paro de los hombres fue del 6,9 por 100, mientras que la de las mujeres fue del 8,7 por 100. Tal y como se ve en el gráfico adjunto, en algunos países como Grecia, España e Italia el diferencial entre las tasas de desempleo de mujeres y hombres es muy relevante. Lo que también se observa analizando las series temporales es que el grupo de países en los que la tasa de paro de las mujeres no supera a la de los hombres se está ampliando. Hace apenas cinco años este grupo estaba formado por Suecia y Reino Unido mientras que hoy en día se ha ampliado hasta cinco países: Dinamarca, Irlanda, Finlandia, Suecia y Reino Unido. La experiencia y los datos futuros nos indicarán si se trata de una tendencia permanente o si, por ejemplo, se debe al cambio en la definición del desempleo.

Lo cierto es que entre el paro por desánimo, el subempleo y la inactividad forzosa, numerosas mujeres se mueven en situaciones de no-empleo. Más o menos visible, más o menos mesurable, es preciso interpretar y comprender el paro femenino -y el paro en general- más allá de las tasas y los instrumentos de medida establecidos. Lo que desde luego resulta bastante evidente es que existe, como dice Teresa Torns (2000), una gran tolerancia social hacia el problema del desempleo femenino tal vez porque todavía persiste la idea de que para las mujeres participar en el mercado laboral es una opción, tan válida como la de dedicarse en exclusiva al cuidado de la familia. Es decir, aún se piensa que la ocupación de ama de casa es normal para la mujer. De ahí que, si bien nadie se atreve a discutir la importancia estadística del problema del desempleo femenino, sí que hay voces que consideran que, socialmente es menos importante que el desempleo de los hombres. Estas opiniones están enfrentadas con la idea de la universalidad del derecho al trabajo y anulan cualquier proyecto de emancipación de las mujeres. Algunas pensamos que sería deseable, en pro de la igualdad, que todos los trabajadores, incluidos los masculinos de mediana edad, deberían también poder disfrutar de la opción de no participar en el mercado laboral.

Según la última Encuesta de Salarios en la Industria y en los Servicios publicada -ha sido sustituida desde 2001 por el Índice de Costes Laborales-, el salario medio mensual de los hombres ascendía en el año 2000 a las 219.949 pesetas mientras que el de las mujeres era de 167.112 pesetas. Por lo tanto, el salario medio mensual de las mujeres era un 24 por 100 inferior al de los hombres. En un reciente informe elaborado por la Dirección General de Empleo y Asuntos Sociales de la Comisión Europea, se afirma que en la UE15, en el año 1998, tanto en el sector público como en el privado, los hombres ganaban más que las mujeres. Las únicas excepciones serían el sector público portugués -en el que las ganancias de las mujeres representaban el 108 por 100 de la de los hombres- y el italiano y danés -donde las ganancias de unas y otros eran prácticamente idénticas-. En el mismo documento, los datos relativos a España señalaban que, el sueldo bruto medio por hora de las mujeres en el sector público representaba el 93 por 100 del masculino y en el privado este porcentaje era del 83 por 100.

Por lo tanto, constatamos que, a pesar de las numerosas iniciativas legales en las que se reclama la igualdad salarial para mujeres y hombres, las desigualdades siguen existiendo. Sucede que si las mujeres no perciben el mismo salario es en parte porque no ocupan los mismos empleos, por la persistencia de la segregación ocupacional tanto vertical como horizontal. Es decir, cuando se habla de diferencias salariales entre mujeres y hombres siempre surge la misma pregunta ¿son salarios menores por el mismo trabajo? No, por el mismo trabajo no, pero es que mujeres y hombres no hacen los mismos trabajos ni en casa ni fuera de casa. Es decir, las diferencias salariales pueden ser el resultado de la distinta importancia institucional y social que se concede a las diferentes actividades. De ahí, que en la legislación laboral haya pasado de reclamarse salarios iguales por el mismo trabajo a salarios iguales por trabajos de igual valor y, en la actualidad, a iguales retribuciones por trabajos de igual valor. No está de más apuntar que el concepto de cualificación es un concepto social íntimamente unido al de la división sexual del trabajo.

Es un hecho conocido, que las mujeres se concentran fundamentalmente en los servicios -a finales de 2002 el 81,2 por 100 de las mujeres y el 52,2 por 100 de los hombres se ocupaban en el sector terciario-. Pues bien, los empleos de servicios aparecen contrapuestos a los empleos industriales por el hecho de que los primeros ponen en juego, junto a unas competencias técnicas, competencias personales difíciles de medir. Mientras que el dominio de una técnica y, por lo tanto, la eficacia del operador se puede evaluar a partir de las cantidades producidas, en la calidad del servicio prestado intervienen capacidades de contacto, de comunicación, de diplomacia, difíciles de evaluar y que se adquieren más a través de la experiencia y la socialización que como resultado de una formación estructurada. Los empresarios, y a menudo también las propias empleadas perciben dichas competencias adquiridas en el ámbito privado de la familia y, sobre todo, en las tareas de atención a los demás, como cualidades que forman parte de su identidad personal y femenina. Es decir, se considera que dichas competencias no se adquieren como resultado de un esfuerzo de aprendizaje o de la experiencia sino que corresponden a «cualidades femeninas innatas«. Dado que su adquisición no se considera fruto de un esfuerzo o una formación, se supone que no merecen una remuneración específica en el mercado de trabajo. Por supuesto, la existencia de esas cualidades femeninas innatas está aún por demostrar. Lo que sí parece demostrado es que la transferencia de esas competencias a un trabajo remunerado transforma las condiciones en que se ejercen y la calidad de los servicios ofrecidos.

Las mujeres suelen estar representadas desproporcionadamente en el empleo flexible probablemente porque se sigue considerando que su responsabilidad primera sigue siendo ocuparse del bienestar de la familia. A las mujeres se las considera por tanto más aptas que a los hombres para moverse dentro y fuera de la economía formal en una serie de trabajos temporales o eventuales, para aceptar horarios reducidos o trabajos intermitentes, y para trabajar en el hogar. Y se las asocia menos con el contrato estándar a tiempo completo a partir del cual se han construido la regulación del mercado laboral y las normas sociales. Los economistas neoclásicos plantean que las mujeres optan por trabajar a tiempo parcial y dar prioridad al trabajo informal de cuidado dentro de la familia. Sin embargo, en estas circunstancias, resulta difícil comprender por qué son muchas más las mujeres británicas que «eligen« trabajar a tiempo parcial que, por ejemplo, las mujeres francesas (Lewis, 2000).

En la actualidad, el empleo a tiempo parcial sigue siendo un empleo fundamentalmente femenino. En la Unión Europea, en el año 2002, el 6`3 por 100 de los hombres trabajaba a tiempo parcial mientras que el porcentaje de las mujeres ascendía al 33,7 por 100 (en Holanda llegaba al 72,8 por 100), donde aproximadamente el 80 por 100 del empleo a tiempo parcial europeo es empleo femenino -de todas maneras la consideración de un trabajo como parcial varía mucho de unos países a otros-. Otro dato que puede servirnos para evidenciar la importancia del empleo parcial para las mujeres es observar las tasas de empleo a tiempo parcial de hombres y mujeres. En España, los datos confirman que el empleo a tiempo parcial tiene una importancia mucho menor que en la mayoría de los países europeos, pero también aquí el trabajo a tiempo parcial tiene más incidencia en las mujeres. Así, son contratos a tiempo parcial el 2,5 por 100 de los contratos masculinos y el 16,6 por 100 de los femeninos. A la vista de estos datos no puede extrañarnos que el 80 por 100 de los trabajadores a tiempo parcial sean precisamente mujeres. Una de las cuestiones más importantes relativas al trabajo a tiempo parcial consiste en determinar si es voluntario o si se acepta por la imposibilidad de encontrar un trabajo a tiempo completo. Con todo, aunque el trabajo a tiempo parcial sea voluntario y represente una preferencia expresa de la mujer, hay que plantearse la pregunta de si es realmente ventajoso para ellas o si por el contrario refuerza su situación desventajosa en el mercado de trabajo, perpetuando su posición económica subordinada en el hogar.

En algunos países, especialmente los del Sur de Europa, se ha extendido mucho la modalidad del empleo temporal. El trabajo temporal siempre ha existido pero se convierte en problema si no se da en la proporción adecuada. En España, en el año 2002, el 30`7 por 100 de los asalariados tenían contratos temporales y los datos señalan que la temporalidad afecta al 33`7 por 100 de las mujeres y al 28`7 por 100 de los hombres. En general, la mano de obra femenina en contratos temporales tiende a ser más joven que la masculina. La incidencia del empleo temporal está en relación también con la etapa de la vida y en concreto con la incorporación al mercado de trabajo. Así, en todos los países, se produce una alta incidencia de contratos temporales entre los jóvenes, ya sea porque el empleo temporal sirve de puente hacia el empleo fijo o porque, dados los altos niveles de desempleo de los jóvenes, no hay más remedio que aceptar los contratos temporales aunque tengan pocas posibilidades de desembocar en contratos fijos. Por desgracia, el trabajo temporal no se puede considerar como una simple etapa por la que todo el mundo tiene que pasar y muchas personas continuarán probablemente alternando el empleo temporal y el desempleo sin encontrar el camino hacia un trabajo más estable y seguro.

El largo camino hacia la igualdad

Tras la Segunda Guerra Mundial, se aprobaron la Carta Magna (1945) y la Declaración Universal de los Derechos Humanos ratificada por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1948. La Carta de Naciones Unidas fue el primer instrumento internacional en establecer el principio de igualdad para mujeres y hombres al «reafirmar la fe en los derechos fundamentales de las personas, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres» (artículo primero). Pero, sin duda, uno de los principales logros de Naciones Unidas en esta materia fue la Declaración Universal de Derechos Humanos que en su artículo primero establece que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos» y en el artículo segundo explicita que toda persona podrá gozar de los derechos humanos y las libertades «sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional, nacimiento o cualquier otra condición».

Pero la genérica declaración de Derechos del Hombre no bastaba. Hacía falta una declaración más específica y así en el año 1946 se constituyó la Comisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer en la ONU, una de cuyas misiones fue la elaboración de una serie de documentos que hacen pública declaración de los derechos políticos y sociales de la mujer. Tras esta declaración explícita y hasta prácticamente los años setenta la opinión generalizada en el mundo occidental sostenía que la igualdad entre los sexos ya se había conseguido. Pero, ya lo hemos visto a lo largo de este texto, las sociedades actuales se siguen caracterizando por la desigualdad entre las mujeres y los hombres, desigualdad que se manifiesta tanto en la esfera privada como en la pública. La paulatina constatación de que el objetivo de la igualdad entre los sexos se hallaba lejos de ser alcanzado contribuyó a que se generalizara la doble concepción del término igualdad: por un lado, la igualdad formal y, por otro lado, la igualdad esencial o real (Gardiner, 1997). Estas dos acepciones de la igualdad vienen ya recogidas en la legislación de los Estados Sociales de Derecho y de ellas se deriva que los poderes públicos estarán obligados a tratar «igual a los iguales«, pero también a tratar «desigual a los desiguales«, de manera que tan contrario a la ley sería tratar desigualmente a dos ciudadanos iguales como tratar de forma igual a aquellos ciudadanos que la realidad demuestra como desiguales. Y es que la igualdad estricta de derecho y el hecho de aplicarla ciegamente a algunos casos por naturaleza no comparables corren el riesgo de ser injustas. Porque hacer justicia no significa igualitarismo, sino dar un tratamiento específico a los diferentes. Las desigualdades son aceptables siempre que favorezcan a las personas más desfavorecidas. Este principio, es el soporte teórico de las políticas de discriminación positiva pensadas para favorecer a los colectivos discriminados (Michel, 1990).

La persistencia de las desigualdades reales contribuyó también a que comenzara a extenderse el concepto de igualdad de oportunidades. Con la igualdad de oportunidades se busca contrarrestar los efectos indeseables de la estratificación social y lograr así el asentamiento de la igualdad de condiciones del punto de partida, a fin de que cada individuo tenga la oportunidad de acceder a los derechos que la ley le concede. De esta manera se revolucionaron definitivamente las ideas dominantes hasta entonces acerca de la suficiencia del reconocimiento formal de la igualdad en las Constituciones y las leyes para su consecución práctica. Las políticas de igualdad de oportunidades persiguen el objetivo de la igualdad entre los sexos, es decir, que mujeres y hombres tengan los mismos derechos y puedan ejercerlos en la práctica (Lovendusky, 1997). De lo que se trata en este caso es de dar a los dos sexos las mismas oportunidades de participación en el ámbito público y en sus principales actividades, es decir, el trabajo remunerado, la cultura, la política y la vida social.

Aunque, habitualmente, se utiliza el término de acciones positivas, nos estamos refiriendo en realidad a discriminaciones positivas puesto que con el planteamiento de las acciones positivas se rebasa el marco de la prohibición de discriminaciones y se consideran como lícitas y necesarias temporalmente ciertas medidas destinadas preferentemente a grupos especiales a fin de remediar las desigualdades que de hecho afectan a sus oportunidades en distintos campos. La acción positiva para las mujeres consiste, pues, en un tratamiento normativo y formalmente desigual, favorable para la mujer, y que tiene por objeto establecer la igualdad de oportunidades (Vogel-Polsky, 1988). Cuando de acciones positivas se trata, resulta obligada la referencia a la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Mujeres (CEDAW), aprobada por la ONU en 1979 y puesta en práctica en 1981. Este documento representó, sin ningún género de dudas, un hito en la historia jurídica de la mujer hacia la igualdad. La universalidad constituye un rasgo fundamental de esta Convención, ya que abarca todos los ámbitos en los que pueda existir discriminación, el político, el social, el económico y el cultural. De hecho, la CEDAW puede describirse como una carta de derechos internacionales para las mujeres.

Tras la celebración en Pekín, en el año 1995, de la IV Conferencia Mundial de Naciones Unidas sobre la Mujer comenzó a divulgarse el concepto de mainstreaming. La transversalidad se definió como el fomento por parte de las instituciones públicas y privadas de una política activa y visible de integración de la perspectiva de género en todas las políticas y programas de los Estados. Siguiendo las recomendaciones de Pekín, diferentes planes de igualdad como el Cuarto Programa de Acción Comunitaria para la Igualdad de Oportunidades entre Mujeres y Hombres o el Tercer Plan para la Igualdad de Oportunidades entre Hombres y Mujeres puesto en marcha por el Instituto de la Mujer marcaron como uno de sus objetivos generales el integrar la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres en el conjunto de las políticas y acciones comunitarias y estatales.

Posteriormente, el Tratado de Amsterdam que entró en vigor el 1 de mayo de 1999, aunque no supuso ninguna revolución, sí que confirmó la importancia de la igualdad de oportunidades, así como de los derechos humanos en el proceso de integración. Un ejemplo de ello es que el artículo 2 que consagra los objetivos de la Comunidad, menciona la promoción de la igualdad entre esos objetivos. Además, el artículo 3 asigna a la Comunidad la tarea de eliminar desigualdades y promover la igualdad en todas sus actividades. De este modo, se inclina por un claro enfoque de integración de la perspectiva de género en todas las actividades comunitarias incorporando así el principio de transversalidad.

En lo que se refiere a los logros de las políticas de igualdad de oportunidades, existe diversidad de opiniones. Iniciado el siglo XXI, después de varias conferencias internacionales de la mujer, después de cientos de planes de igualdad y a pesar de todas las directivas, reglamentaciones, convenios y recomendaciones adoptadas siguen existiendo profundas desigualdades en todos los niveles y, cómo no, también en el acceso a los recursos económicos. Por ello sólo es posible hablar, como mucho, de logros parciales. Además, aunque ha habido avances indiscutibles, éstos han sido muy desiguales entre las mujeres dependiendo de la clase social, de la raza y de la nacionalidad, y para muchas de ellas, sobre todo para las mujeres pobres, los avances han sido mínimos si es que los ha habido. Hay que destacar, eso es incuestionable, un avance importante en la sensibilización de la opinión pública respecto a la situación de discriminación de las mujeres, aunque después de haberse elaborado muchos informes y organizado un gran número de conferencias centradas en resaltar el papel y la posición de las mujeres en el ámbito socioeconómico.

Una primera reflexión sobre las medidas contempladas en los distintos planes de acción nos lleva a constatar que, en general, éstas se dirigen al papel de las mujeres en el mundo social y el mercado de trabajo y se fijan casi exclusivamente en objetivos económicos como el de incorporar a más mujeres al trabajo remunerado. Continúa sin plantearse con la fuerza necesaria la desigualdad de roles en el hogar que da origen a una parte importante de las discriminaciones sociales. Expresado de otra manera, las políticas de igualdad de oportunidades desarrolladas hasta ahora se han articulado principalmente desde la esfera de la producción en detrimento de la esfera reproductiva. El resultado es que no han permitido eliminar las barreras que continúan discriminando y subordinando a las mujeres.

Con la igualdad en el ámbito legal, aparecen discriminaciones más sutiles no sólo en el ámbito propiamente laboral, sino también en la esfera privada. Teniendo en cuenta que las responsabilidades de tipo doméstico y las actividades vinculadas al cuidado de las personas recaen en la mayoría de los casos en la población femenina, existe un acuerdo general de que las políticas de empleo necesitan ser correspondidas con otra serie de medidas que faciliten el acceso de las mujeres al mercado laboral. Hablamos de medidas para fomentar la corresponsabilidad de mujeres y hombres en el ámbito privado pero hablamos también de la necesidad de unos permisos parentales adecuados, de unos buenos servicios sociocomunitarios y, sobre todo, de mayores prestaciones para el cuidado de la infancia y de la tercera edad. Las evaluaciones de los programas puestos en marcha coinciden en destacar la especial dificultad de incidir en el ámbito de la corresponsabilidad porque requieren un cambio profundo en las actitudes y comportamientos personales y colectivos. A modo de ejemplo citamos que en el último informe del Grupo de Especialistas sobre acciones positivas en el campo de la igualdad entre hombres y mujeres (Instituto de la Mujer, 2001) se recomienda la puesta en marcha de acciones positivas para los hombres con el objetivo de aumentar su presencia en actividades mercantiles donde su representación es escasa y, sobre todo, en el área de las actividades domésticas. Se menciona explícitamente el permiso parental diseñado para los hombres.

Quizás falte, todavía, un mayor reconocimiento de la importancia de todos estos temas que no habían formado parte de la agenda política hasta hace poco y que en su mayoría habían sido relegados al ámbito privado. Aunque se puede hablar de un cierto reconocimiento de su importancia en los últimos años, la cuestión femenina sigue ocupando puestos muy bajos en las listas de prioridades. Los organismos creados específicamente para promover la igualdad entre las mujeres y los hombres, aun siendo muy importantes, han sido calificados, a menudo, de instituciones de corte simbólico, acusados de obedecer a operaciones de marketing de los gobiernos y de carecer de la infraestructura suficiente, el personal necesario y los recursos o las competencias que serían deseables para poner en marcha políticas de igualdad efectivas. La actual situación económica internacional, no parece la más favorable para este tipo de políticas y, por ejemplo, en Europa, a pesar del impulso que el Tratado de Amsterdam ha supuesto en materia de igualdad, se teme que la próxima entrada de Estados menos ricos en la UE provoque un desvío de fondos estructurales que, se sospecha, pueda repercutir en un menor apoyo para las políticas de igualdad.

Además se vienen escuchando con una cierta regularidad voces que insisten en la necesidad de reforzar el papel y la responsabilidad de la familia en un momento en que el problema de la dependencia de la gente muy mayor se está convirtiendo en un reto para los sistemas de protección social. Lo que traducido, significa que las mujeres deberán aumentar su implicación en la función reproductora y cuidadora. El papel de la familia ha sido y sigue siendo crucial, eso nadie lo discute. Su intervención, rápida y sin condiciones, es básica en aquellos momentos de la vida en los que, bien por su corta o por su avanzada edad, bien por problemas de salud o discapacitación, bien por insuficiencia de ingresos, algunos de sus miembros se encuentran en situación de dependencia. Si la familia continúa manteniendo un elevado protagonismo en el sistema de bienestar se debe en gran medida a la responsabilidad que siente por la felicidad de sus miembros (Villac, 1998). Con los cambios culturales y también con la masiva incorporación de la mujer al mercado de trabajo, esta solidaridad familiar parece debilitarse. Resulta curioso, que justo en el momento en que la salida de las mujeres al mercado ha empezado a poner en peligro la cobertura de los servicios que ellas prestaban en silencio, se haya empezado a reivindicar con fuerza el papel de la familia en la provisión de bienestar.

Nuevas iniciativas para avanzar en el progreso de las mujeres

Las múltiples declaraciones institucionales a favor de la igualdad de género muestran que aún queda mucho por hacer. Así, en una de las iniciativas recientes de mayor relevancia a nivel mundial, los jefes de estado y de gobierno reunidos en Nueva York en septiembre de 2000 en el marco de Naciones Unidas aprobaron una serie de objetivos, denominados objetivos del milenio, para alcanzar el desarrollo global, para que «la globalización se convierta en una fuerza que beneficie a todos los habitantes del planeta» (Naciones Unidas, 2000). El tercero de los objetivos del milenio se refiere precisamente a la igualdad entre mujeres y hombres. Pero para alcanzar esta meta es indispensable que haya implementación y seguimiento y dada la tendencia a que los compromisos contraídos con las mujeres se tambaleen se están buscado constantemente nuevas maneras de impulsar la igualdad.

Somos muchas las personas que nos preguntamos por qué los avances no son mayores y más rápidos, por qué se producen fenómenos recientes como la feminización de la pobreza y, sobre todo, qué se puede hacer desde los poderes públicos. Desde hace unos años crece la preocupación por el sesgo de género de las políticas económicas y, principalmente, por la ignorancia y falta de conciencia sobre la existencia de dicho sesgo así como sobre el impacto en las mujeres de la mayoría de las medidas, incluso de las más bienintencionadas. De esta reflexión sobre cómo las políticas económicas pueden contribuir a reducir o a ampliar las desigualdades entre mujeres y hombres en un amplio espectro de áreas políticas como la salud, la educación, el bienestar y el desarrollo han surgido la teoría y la práctica de la preparación de presupuestos de género. La persistencia de las desigualdades entre mujeres y hombres ha hecho, en efecto, brotar la inquietud y una cierta mirada crítica en torno a las estructuras económicas, la distribución del gasto público, los sistemas de recaudación o las alegaciones de neutralidad de las políticas presupuestarias. Diferentes foros internacionales como Naciones Unidas en su Informe sobre los Derechos de la Mujer (1985), la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Social de Copenhague (1995) o la IV Conferencia Mundial de Naciones Unidas sobre la Mujer de Pekín (1995) se han ido haciendo eco de esta inquietud.

Los presupuestos nacionales pueden parecer instrumentos de políticas neutrales al género porque se refieren a conglomerados financieros, gastos y recaudaciones, excedentes o déficits en lugar de referirse a la gente. Sin embargo, quienes dictan la política no deberían suponer que los gastos y recaudaciones del gobierno impactarán de igual manera sobre los hombres y sobre las mujeres. Al contrario, dado que mujeres y hombres ocupan generalmente puestos sociales y económicos distintos, es previsible que los presupuestos les afecten de manera muy desigual. Así pues, ignorar el impacto asociado al género provocado por la política no puede considerarse neutralidad hacia el género sino indiferencia hacia el género (UNIFEM, 2000) y un presupuesto indiferente al género no tendrá los mismos efectos sobre hombres y mujeres, sobre niños y niñas.

Uno de los obstáculos que existen a la hora de lograr que los presupuestos tengan en cuenta a las mujeres es el hecho de que las estadísticas y los marcos conceptuales utilizados para preparar los presupuestos nacionales son en sí mismos indiferentes al género y subestiman la contribución de las mujeres al no valorar el trabajo reproductivo y no tener en cuenta sus relaciones con el trabajo mercantil. Es importante que los gobiernos tengan en cuenta esa esfera económica «no remunerada«, no sólo por motivos de igualdad sino porque los cálculos que se han realizado hasta ahora demuestran que vale tanto como la economía de mercado y porque es vital para la cohesión social. Hay cada vez mayor conciencia de que la inequidad de género es costosa no sólo para las mujeres sino para el conjunto de la sociedad.

Las iniciativas de presupuesto de género persiguen tres metas clave. Intentan, en primer lugar, introducir los temas de género de manera generalizada dentro de las políticas gubernamentales. Tratan, en segundo término, de fomentar una mayor responsabilidad institucional con los compromisos alcanzados por los gobiernos en la igualdad de género y, por último, buscan cambiar los presupuestos y las políticas (Sahrp y Broomhill, 2002). La defensa de los presupuestos sensibles al género se puede hacer argumentando tanto razones de eficiencia como de equidad. Cabría decir, siguiendo a Himmelweit (2002), que benefician a la sociedad porque reducen las desigualdades de género y también porque garantizan un uso mejor y más eficiente de los recursos con lo cual se mejora los resultados obtenidos por las políticas. De todas maneras, conviene advertir contra la expectativa de resultados rápidos.

Este concepto de presupuesto sensible al género está ganando adeptos en todo el mundo y son ya más de 50 los países en los que se han llevado a cabo iniciativas de este tipo bien a nivel nacional, regional o local. El primer enfoque de los presupuestos de género se lanzó en Australia en el año 1984, cuando el gobierno federal ofreció una evaluación del impacto del presupuesto sobre las mujeres, experiencia que se prolongó hasta 1996 en que se abandonó tras un cambio de gobierno. Y es que cuando la presión para la reducción del gasto público comenzó a dominar cada vez más la agenda política, las defensoras de la equidad de género perdieron su importancia política (Sharp y Broomhill, 1998). Los enunciados presupuestarios de las mujeres australianas inspiraron, entre otras, a las mujeres de Suráfrica a analizar el presupuesto de su propio gobierno.

Una iniciativa de presupuestos con enfoque de género no tiende a producir presupuestos separados para las mujeres o a incrementar la cantidad de dinero gastada en programas específicos para las mujeres, cantidades que por otra parte suelen significar no más de una mínima fracción en los presupuestos públicos. Se trata básicamente de analizar cualquier tipo de gasto público, o método de recaudar dinero público, desde una perspectiva de género, identificando las consecuencias e impactos sobre las mujeres y sobre los hombres. Y es que el hecho de que la mayor parte del gasto público no esté orientado de forma específica a hombres y a mujeres no significa que el impacto de género en el gasto sea neutral, ni tampoco que lo sean los métodos de recaudación. Simel Esim (2000) explica que el gasto de cada departamento del gobierno se puede agrupar bajo tres categorías fundamentales:

  1. Gastos enfocados hacia grupos específicos de hombres o mujeres, niños o niñas (ejemplo: programas de salud para mujeres).

  2. Gastos para promover oportunidades equitativas dentro del sector público. Ejecutados por las agencias gubernamentales se dirigen fundamentalmente a sus empleados y empleadas (ejemplo: guarderías para los hijos de los empleados y empleadas).

  3. Gastos presupuestarios generales que ponen los bienes y servicios a disposición de toda la comunidad.

Pues bien, los estudios presupuestarios prueban que más del 95 por 100 de los gastos públicos se clasifican bajo el tercer epígrafe. La mayoría de los gastos públicos no se dirigen a un sexo u otro en particular, pero aun así carecen de neutralidad al género. Tampoco las políticas impositivas, y por las mismas razones, afectan de igual forma a unos y a otras. Se puede decir que la introducción de la perspectiva de género en los presupuestos pone de manifiesto el sesgo de género de la mayor parte de las políticas. Este sesgo implica un coste social que se produce en forma de desigualdad entre mujeres y hombres, resultados ineficientes de las políticas, menor desarrollo de las capacidades de las personas, menor tiempo libre o menor bienestar tanto para hombres como para mujeres.

Muchas investigadoras (Sharp, 1998; Elson, 1999; Budlender, 1999; Valiente, 2001; Moltó y Ramos, 2000), han hecho valiosas contribuciones diseñando herramientas metodológicas y acometiendo experiencias prácticas que han servido para ilustrar de forma innegable la indiferencia al género de gran parte de las políticas y para cuestionar la creencia de que la desigualdad manifiesta entre hombres y mujeres no tiene conexión alguna con las medidas presupuestarias. Pero como los presupuestos de género constituyen un concepto relativamente nuevo, los instrumentos y técnicas utilizados para aplicar la teoría están en proceso de elaboración y mejora. Además, como es obvio, la metodología debería variar de un lugar a otro al adaptarse al contexto nacional, regional e incluso local. Se han identificado también una serie de indicadores que pueden resultar útiles para un proceso de control de las asignaciones de recursos y la vinculación de éstos a los compromisos y políticas del gobierno (Elson, 1999). Entre ellos se incluyen:

- La proporción del gasto destinado a la equidad de género

- Servicios públicos con prioridad para las mujeres

- Sistemas de gestión de género en el gobierno

- Transferencias de ingresos con prioridad para las mujeres

- Equilibrio de género en el empleo del sector público

- Equilibrio de género en el apoyo empresarial

- Equilibrio de género en los contratos del sector público

- Tasa de reducción de la desigualdad de género

La mayoría de los gobiernos ha expresado su compromiso de incorporar la transversalidad de género, pero, a menudo, entre las declaraciones políticas y las prácticas diarias se extiende un abismo que parece insalvable. Pues bien, iniciativas como la que exponemos pueden ayudar a producir más coherencia entre los objetivos sociales y económicos, pueden ser una de las maneras por las que los gobiernos cumplan de una forma efectiva sus compromisos nacionales e internacionales para el progreso de las mujeres. Es posible que existan algunas reticencias porque, generalmente, en los Ministerios encargados de cuestiones económicas, el número de mujeres tiende a ser tan pequeño como grande es la confianza que tienen en los análisis económicos convencionales en los que las cuestiones de género no tienen cabida. Pero, sin lugar a dudas, los presupuestos sensibles al género son un mecanismo crucial para favorecer la igualdad en una amplia gama de actividades gubernamentales. Son, pues, muy apropiados desde la perspectiva de transversalidad porque como el proceso de elaborar el presupuesto implica a todos los Ministerios del gobierno, el compromiso con los presupuestos de género fomenta la toma de conciencia sobre la naturaleza real de las desigualdades entre mujeres y hombres en las estructuras, instituciones y prácticas del gobierno.

CONCLUSIONES

Cuando hablamos de las desigualdades de género en campos como la política, la cultura, la educación, el mercado de trabajo en general o el mundo de la empresa en particular tomamos siempre como referencia y punto de llegada la situación de los hombres. Con ello, implícitamente, estamos suponiendo que son las mujeres las que tienen que modificar su comportamiento para adentrarse en ámbitos tradicionalmente masculinos. Es más, todos los indicadores parecen señalar que los cambios en este sentido, aunque más lentamente de lo que a muchas nos gustaría, se están produciendo en las últimas décadas. Sin embargo, apenas se habla de los cambios que es necesario que lleven a cabo los hombres en sus actitudes y comportamientos para introducirse en campos considerados como femeninos, tanto en empleos de mujeres como, sobre todo, en el ámbito familiar, principalmente en los trabajos de cuidado de las personas dependientes. Mientras esta mayor implicación de los hombres no se produzca va a ser muy difícil, por no decir imposible, eliminar las desigualdades entre mujeres y hombres y conseguir, así, la igualdad real porque la mayor implicación de las mujeres en el ámbito privado seguirá condicionando su participación en la esfera pública. Es decir, para acelerar el ritmo del camino a la igualdad de género también se requiere una diversificación en las ocupaciones privadas y públicas de los hombres.

A pesar de los innegables esfuerzos y avances de las mujeres en materia de educación -en la mayoría de los países desarrollados las mujeres ya han igualado a los hombres en educación, por lo menos en número- y de la voluntad mayoritaria de participar ininterrumpidamente en el mercado laboral, lo cierto es que las desigualdades de género en el mundo del trabajo mercantil siguen siendo una realidad: la tasa de actividad laboral de las mujeres es inferior a la de los hombres, están sobrerrepresentadas en las filas del paro y en el empleo flexible, sobre todo en el empleo a tiempo parcial, y los salarios de las mujeres son menores que los de los hombres: Y ello a pesar de las numerosas iniciativas legales y múltiples planes de igualdad que se han puesto en práctica para lograr la igualdad entre mujeres y hombres. No dudamos ni de la eficacia, ni de la necesidad de las medidas implementadas hasta ahora pero creemos que ya va siendo hora de explorar la búsqueda de vías nuevas que contribuyan al logro de la igualdad real entre mujeres y hombres en todos los ámbitos y en el menor tiempo posible. Pensamos que la elaboración y aplicación de presupuestos con perspectiva de género en los diferentes ámbitos territoriales puede ser una experiencia interesante y positiva.

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