La familia humana y otros animales

AutorDe Lora, Pablo
CargoUniversidad Autónoma de Madrid
Páginas17-30

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1. Introducción

La preocupación por cómo debemos tratarnos entre nosotros -por lo que «nos debemos» unos a otros en la terminología de scanlon- es la manifestación de una elevada capacidad cognitiva, lo que resumimos normalmente bajo la etiqueta de «agencia moral». Esa capacidad nos permite, y nos ha permitido, extender el círculo de seres que cuentan con estatuto moral no sólo a quienes son «uno de los nuestros», esto es, seres dotados de sentido de la justicia, sino más allá. «agente moral» y «sujeto de derechos básicos»; o «ser digno de consideración moral», o «ente con estatuto moral» no son términos coextensivos.

Hace ya muchos años, Bernard Williams nos advertía de que cuando lo que nos planteamos es la ampliación de esa preocupación allen-de las lindes de la propia especie, expresamos nuestra condición humana (los tigres no son franciscanos, no parecen preocuparse mucho por las gacelas1), y que ese aspecto tan propio de la vida humana sólo puede ser adquirido, cultivado y enseñado «... A partir de la comprensión de nosotros mismos»2. En definitiva, quienes postulan ciertas restricciones en nuestro comportamiento con los animales no humanos lo hacen a partir de una doble consideración que puede resultar a primera vista -pero sólo a primera vista- paradójica: que hay algún aspecto en el que los animales no humanos son suficientemente similares a nosotros, característica que les haría merecedores de la condición de paciencia moral, y que nosotros -los agentes morales- no somos como ellos, es decir, que somos capaces de restringir nuestros impulsos mediante el ejercicio de la razón práctica.

Algunos años después, poco antes de morir, Bernard Williams tuvo ocasión de profundizar en esta suerte de «intrínseco antropocentrismo ético» que nos acompaña. En El prejuicio humano, publicado póstumamente a partir de una conferencia que dictó en Princeton en el año 20023, Williams defiende el hecho de que tengamos una consideración especial para nuestros congéneres, que los seres humanos seamos lo más importante, no sub specie aeternitatis, sino para nosotros mismos, y que no precisemos de una razón ulterior a la de pertenecer a la misma especie para justificar dicha discriminación moral.

Este «prejuicio humano» resulta, según Williams, estructuralmente diferente a otros prejuicios históricos afortunadamente desterrados o en trance de serlo -el sexismo o el racismo-, y, desde esa perspectiva, es muy desatinada la indicación de la barrera de la especie como la siguiente frontera moral por derribar, o como un muro equivalente al

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del género, la raza o la etnia. Las mujeres o los miembros de otras razas, en su día, no pretendieron ni pretenden hoy «ser dejados en paz», sino formar parte de una comunidad de iguales, de la «gran familia humana». ¿De qué forma podrían los animales no humanos, o, mejor dicho, los seres humanos encargados de defender sus intereses, aspirar a algo remotamente similar? La pregunta relevante con respecto a los seres humanos discriminados por su raza o sexo, no es «cómo debemos tratarles». Sin embargo, esa sí parece ser la pregunta pertinente cuando inquirimos acerca de qué consideración moral merecen los animales no humanos4.

En lo que sigue me propongo discutir esta defensa del especieísmo que hace Williams, y lo haré a partir del (probablemente mal) llamado «argumento de los casos marginales», el razonamiento estrella en la argumentación de quienes abogan por conferir derechos (algunos al menos), o estatuto moral (alguno al menos), a los animales no humanos (a algunos al menos).

2. El vano intento de cuadrar el círculo de la moralidad

¿Existe alguna característica intrínseca moralmente significativa que permita distinguir entre todos los seres humanos frente a todos los animales no humanos? este es el desafío de coherencia que se plantea a quienes asumen que los seres humanos, sólo por el hecho de serlo, y sólo ellos, son merecedores de consideración moral plena o de titularidad en derechos básicos, independientemente de sus circunstancias. El reto se lanza para poner de manifiesto cómo el ser humano más cognitivamente incapacitado que podamos imaginar, tiene prerrogativas con respecto a cómo podemos tratarle a las que ni en sus mejores sueños puede aspirar el más capaz de los grandes simios. Pero el reto se revuelve como un boomerang contra algunas de nuestras intuiciones cuando, una vez asumido que debemos ser coherentes, nos preguntamos si estaríamos dispuestos entonces a sacrificar a un ser humano con síndrome de down para salvar a un chimpancé si no podemos salvar a ambos5.

No voy a hacer un repaso exhaustivo a todos los intentos de cuadrar el círculo de la moralidad (las apelaciones tradicionales a la capacidad lingüística, uso de la primera persona, racionalidad moral, sentido del futuro, forma humana, conciencia de la propia muerte, potencialidad, etc.,) o las más recientes y sofisticadas como las de la

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estructura emocional que nos hace aptos para el cuidado (care) de los demás6, o una «base genética» para la agencia moral que está presente en todos los seres humanos, por muy discapacitados que sean, y sólo en ellos7 -ninguno de esos intentos logra, a mi juicio, sortear el escollo de los casos marginales8-, sino que me detendré en las dos grandes estrategias que disuelven el problema negando la mayor, es decir, reivindicando el especieísmo (como hace Williams): la conocida como «justificación basada en lo que es normal de la especie» (species norm account) y la relación especial que supondría pertenecer a la misma

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especie. Veremos cómo en cada caso el precio a pagar es alto en términos de sacrificio de principios éticos muy plausibles: el individualismo moral y la imparcialidad.

3. Lo normal de la especie

Está en la naturaleza humana la capacidad para la agencia moral, eso es lo «normal», y, por lo tanto, el trato que demos a los individuos humanos con severas discapacidades cognitivas ha de estar guiado por el hecho de su pertenencia a una especie donde aquello es lo normal9.

Nuestra retórica ordinaria cuando nos referimos a esos individuos revela lo pertinente de esta «justificación basada en lo que es normal de la especie»10: baby OT quien, debido a un raro trastorno metabólico, padecía un daño cerebral mayúsculo, es un «ser humano que ha sufrido una desgracia»11. Lo que nos vincula a quienes somos agentes morales con seres humanos que padecen el síndrome de down, o trastornos aún más graves como el de baby OT, es la común posibilidad de que nos acaezca una tragedia semejante12. ¿Diríamos que un animal no humano ha sufrido una desgracia dada su incapacidad para ser consciente de sí mismo, o de quejarse por haber sido tratado injustamente, o para preocuparse por el resto de los animales, o siquiera para ser consciente del tiempo futuro13? ¿Diríamos que un perro tratado mediante ingeniería genética para ser autoconsciente, apreciar la música y debatir sobre filosofía del derecho es afortunado, o más bien un monstruo14?

Imaginemos que un chimpancé ha sufrido ese proceso y tiene las capacidades de un niño humano normal de unos diez años. Es un «superchimpancé». Posteriormente, se le devuelve al rango normal de capacidades cognitivas de los chimpancés -se revierte de alguna manera la ingeniería genética practicada. ¿No diríamos, en ese caso, que ha sufrido un infortunio? Y si lo decimos ¿No minamos así la justificación basada en lo que es normal de la especie? supongamos que al superchimpancé no se le ha devuelto a su estado anterior, sino que la alteración genética se ha practicado en la línea germinal y por tanto se ha heredado en sus descendientes. Hasta tal punto que los super-

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chimpancés han llegado a ser más en número que los chimpancés. De acuerdo con la justificación basada en lo que es normal de la especie, esos chimpancés sufren una desgracia por no tener las capacidades cognitivas de los superchimpancés. ¿No es esa una conclusión también absurda que forzaría a abandonar la justificación basada en lo normal de la especie? Una salida podría ser la de apuntar a que los superchimpancés constituyen una «nueva especie» pues esa desviación de la esencia chimpancesca es suficientemente profunda. Pero si eso es así, nos veríamos obligados a colegir que los seres humanos con capacidades cognitivas severamente limitadas son «otra especie», que no son «humanos»15.

La forma de evitar estas conclusiones tan contraintuitivas es fijar el estándar no ya en la normalidad de la especie, sino en las capacidades potenciales para el individuo congénitamente adquiridas16. El problema es que algunas incapacidades son intrínsecas del individuo, esto es, que tales potencialidades son congénitamente inexistentes, que de haberse presentado inicialmente -para ser perdidas luego por un even-to externo- hablaríamos de un individuo distinto del que estamos hablando. ¿Y si nuevamente recurrimos a la especulación de una modificación genética que haga posible, en principio, que todos los seres humanos cognitivamente discapacitados hubieran podido llegar a vivir con capacidades normales? La dificultad que nos sale al paso ahora es que esa alteración cabría extenderse a los miembros de otras especies, que, por esa misma razón, podrían ser concebidos también como «seres humanos desafortunados»17. En definitiva: «el error de la justificación basada en lo normal de la especie es suponer que lo que cuenta como desarrollo de un individuo está determinado por la naturaleza de su clase»18. En general, el error del especieísmo radica en el error de abandonar el individualismo moral, en suponer que cómo debamos tratar a un individuo está determinado exclusivamente por su pertenencia a un grupo y no por sus...

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