La familia en la edad moderna como factor de estabilidad social

AutorPilar Arregui Zamorano/Inmaculada Alva Rodríguez/Madalena Tavares D'Oliveira
Páginas51-79

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Buenos dias y muchas gracias a la universidad de Navarra por su amable invitación.

I Introducción

Sin perder de vista la importancia de la perspectiva patrimonial y el establecimiento de alianzas que para el estudio de la Historia de la familia han sido fundamentales hasta hace bien poco, entiende ahora la historiografía que no pueden excluirse otros puntos de vista que están irrumpiendo de forma sistemática en los últimos años y que van en la línea de lo que muchos escritores de época Moderna pensaron: no se puede pretender una sociedad mejor que las familias que la componen.

Porque ya desde la Edad Media en la Europa cristiana comienza a cobrar carta de naturaleza la noción del «matrimonio como unión de dos almas, fundación de una casa que más que patrimonio, será hogar y semillero de virtudes morales. La Iglesia abogaba por estas cuestiones, y, dada su relevancia, a través de sus escritores y confesores podía influir poderosamente en el desarrollo de las mentalidades»1.

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Se percibe, por tanto, la necesidad de profundizar no exclusivamente en las variables económicas y políticas, sino también en los modos de pensar y en los sentimientos: la honra, el valor de la palabra dada, los matrimonios clandestinos, la educación, el amor, los sentimientos paternofiliales, la ilegitimidad, etc. En definitiva, temas cuya presencia es cada vez más apreciable, aun no siendo novedosa.

Así pues, para analizar el tema de la historia de la familia y su importancia para la estabilidad social, quiero fijarme hoy en dos tipos de escritores: aquellos que incidieron en el aspecto moral y educativo de la familia y aquellos otros, llamados arbitristas que, preocupados por la sociedad española en general, advirtieron que los problemas de ésta empezaban en su célula más pequeña: la familia, y pidieron para ella atención política.

Algo inicial que une a ambos grupos y que es la tesis central de este trabajo, es que leyeron la identidad de la persona y de sus relaciones según la diferencia sexual. Incluso cuando postulan la igualdad lo están haciendo desde la diferencia, nunca desde una superficial homogeneización como puede suceder ahora. Se hace familia de modo diferente según se es varón o mujer y esto es precisamente lo que garantiza la estabilidad social.

II Nuevos criterios historiográficos

¿Estamos, como defiende Donald Kelly, ante un verdadero «giro cultural» en los estudios históricos? ¿Se puede entender, como sugiere Burke, la historia cultural como una forma de historia total? Estas y otras preguntas se hacían en 1996 algunos historiadores reunidos en El Escorial. También nos las planteamos otros que no estuvimos allí, porque está claro que en los estudios históricos de los últimos años se está gestando un decisivo cambio. Si en los cincuenta los campos historiográficos más atractivos para los historiadores fueron la historia económica y la historia demográfica, y ocurrió lo mismo en los sesenta y setenta con la historia social, durante los últimos quince años la historia cultural (en el sentido más amplio del

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término) es el territorio si no más cultivado, sí más influyente de nuestra disciplina, que ambiciona —y consigue según la opinión de muchos historiadores— eso tan querido y perseguido por nuestra disciplina académica: la globalidad. Globalidad perdida a causa, en gran medida, por el complejo de inferioridad padecido ante el empuje imparable de las ciencias experimentales, que lleva a muchos a tratar de copiar sus métodos.

Una de las soluciones ofrecidas por la Modernidad para afrontar la atomización del conocimiento científico fueron los planteamientos estructurales. O lo que es igual, la sustitución del individualismo por el universalismo. Los trabajos de varios sociólogos alemanes de la Gestalt —Volkalt, Wertheimer, Koffka, Köhler—, y sobre todo la aparición en 1916 de Course de Linguistique générale, de Ferdinand de Saussure2, suelen tomarse como punto de partida. En realidad, mucho antes Marx ya había desarrollado la noción de estructura en economía —Ökonomische Struktur—3. Spencer había hecho lo propio en sociología. Y hablando en términos amplios, ciertas claves metodológicas de los planteamientos estructurales también residían en el estudio de las constantes humanas preconizado por Rousseau, en las investigaciones comparadas de Humboldt o en la filosofía natural de Goethe.

Frente a las explicaciones historicistas, para Saussure el lenguaje era concebido como un sistema de signos basado en la relación de éstos entre sí. Aunque nunca empleó el término, a partir de él la lingüística comenzó a estudiar el lenguaje como un conjunto de elementos interrelacionados que constituían —ahora sí— una estructura4. El concepto no tardaría en llegar a una historiografía que reclamaba su papel de ciencia social

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en el juego lentamente fraguado desde la Ilustración. Los objetos de investigación se concibieron entonces como estructuras, formadas por elementos cuyas partes eran funciones unas de otras, sin que existiera independencia entre ellas5. Sería desatinado negar que se hayan logrado algunos resultados metodológicos, pero la generalización y la búsqueda de terminología común para realidades muy distintas acabaron por transformar el método en una filosofía de perfil borroso y no exenta de contradicciones.

Sólo interesaba como relevante para el estudio aquello que cupiera ceñir a leyes objetivas. Lo demás era cuerpo de indiferencia, en el mejor de los casos, por cuanto constituían juicios subjetivos —contenidos filosóficos, morales, intelectuales, estéticos y un largo etcétera—. Opino que es innecesario profundizar en cómo esta orientación teórica presupone pensar al ser humano y sus acciones desprovistos de mente y corazón. Quizás hubiera convenido advertir entonces que tras aquel tipo de aseveraciones, después de todo, había un componente subjetivo como punto de partida intrínseco, y que sólo podrían ser plausibles o convincentes en la medida en que también pudieran penetrar las barreras de la subjetividad de los demás. Los métodos estructurales pretendían tener ante todo el carácter de «científicos» por excelencia. Las relaciones sociales sólo eran la base para la construcción de modelos, a partir de los cuales quedaría manifiesta la estructura social existente.

Las categorías del pensamiento, puestas de manifiesto metodológicamente, se identificaban con los diversos niveles racionales de la realidad, ya que el modelo se convertía en el instrumento del investigador para traducir la realidad en estructura. Previamente era necesario explicitar las reglas precisas para una interpretación teóricamente válida, dada la posibilidad de elaborar múltiples modelos6. La fragilidad del plan-

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teamiento es evidente con sólo una primera reflexión sobre toda esta «ontología estructuralista»: la noción de estructura social no está referida a la realidad, sino a los modelos construidos a partir de ella. Para el caso, tanta desconfianza suscita la postura «empirista», que buscaría las raíces del razonamiento concreta y exclusivamente en el objeto observado, como otra «idealista» que de antemano sólo viera estructura en la construcción misma de los modelos. El objeto de la historia como ciencia sería la dinámica de las sociedades humanas. Incluso cuando la aplicación sistémica de la noción estructura en las ciencias sociales hubo declinado, la utilidad del concepto -aunque tras una reformulación dudosa- sería restringida, precisamente, al tratarse de la materia histórica7.

Todo modelo debía reunir unas propiedades formales compatibles con un tratamiento matemático —«galileano», prefiere Carlo Ginzburg8—. La cuantificación de los fenómenos, la construcción de series y el empleo de estadísticas permitían formular rigurosamente las relaciones estructurales, que eran objeto mismo de una historia consagrada a establecer sus leyes9. Como consecuencia más inmediata se produjo el deterioro y abandono de las formas narrativas tradicionales. Al negar la historia tradicional de los acontecimientos en favor de una historia estructural y cuantificada, sus cultivadores pensaron que habían acabado con las falsas apariencias de la narración y con la proximidad, grande y dudosa, entre historia y fábula. Interpretaciones posteriores han demostrado cuán ilusoria era esta proclamada cesura10. En cualquier caso, el golpe

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de gracia para la historia tradicional estaba dado, aunque no faltaron historiadores que inteligentemente dudaron que esta nueva historia de turno fuese la panacea universal —Geoffrey Elton en Inglaterra, Jack Hexter en Estados Unidos, Konrad Repgen y Klaus Hildebrand en Alemania, entre otros—11 y siguieron cultivando la historia tradicional.

Hacia la década de los sesenta comienzan a producirse las primeras transformaciones con lo que ha venido en llamarse nouvelle histoire, New History, nueva historia12. El escenario original, en principio metodológico, fue precisamente aquella histoire des mentalités afectada por un estructuralismo tal vez aligerado y difuso, pero evidente13. Buena parte de la histoire des mentalités —Duby, Le Goff, Mandrou, Ariès, etc. entre los más nombrados— fue durante muchos años una aplicación clionométrica, compartida con la economía, la sociología e incluso la historia «teórica» alemana, en el estudio social del pensamiento y los sentimientos, entendidos éstos como algo colectivo y no individual. Frente a la historia intelectual clásica, seguida paralelamente por historiadores anglosajones y alemanes, el objeto

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de estudio para los «annalistas» pasa a ser la mentalidad, una construcción siempre colectiva y social, impuesta desde fuera, involuntaria e inconsciente. Lo mental —lo automático y colectivo—...

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