Extranjeros en el paraíso Europeo. El colectivo inmigrante en el mercado laboral

AutorOscar Vellisca
CargoConsultoría Jurídica para Inmigrantes Colegio de Abogados de Bizkaia
Páginas03

Vaya a Birmania, a la India o a los estados malayos, había sugerido Johnny. Consiga mano de obra joven y no calificada y entrénelos usted mismo, con un contrato de aprendizaje a cambio de servicios. En otras palabras, descuente de los salarios el coste de los pasajes.

Phillip K. Dick. Lo que dicen los muertos.

Las políticas europeas: de la inmigración cero a la necesidad de inmigrantes para trabajar

El debate sobre la inmigración en el Estado Español, aunque relativamente reciente, ha venido ocupando cada vez más espacio en los medios de comunicación, y ocupa un lugar cada vez más preponderante entre los diferentes partidos políticos y la sociedad.

Ello es consecuencia, aparte de otros muchos factores que vamos a ir citando en este artículo, de la experiencia migratoria en la dimensión numérica en que la conocemos hoy en día, y de que en el entorno europeo han aparecido varios partidos políticos de carácter claramente xenófobo.

El número de inmigrantes ha venido aumentando de forma significativa en los últimos cuatro o cinco años, y ha cobrado en el mundo laboral una importancia nada desdeñable. Así, y siguiendo el estudio del colectivo IOE, desde diciembre de 1999 hasta marzo 2002 el número de extranjeros trabajadores creció un 112%.

No vamos a compartir la consideración de la inmigración como un problema, a diferencia de una definición que es usual en los medios oficiales, sino como un elemento siempre presente en la historia humana; complejo, pero enriquecedor e inevitable en las sociedades actuales.

Haciendo un poco de historia, diremos que durante años las políticas europeas asumieron la teoría de la inmigración cero, es decir, el imponer una fuerte restricción a la entrada de personas inmigrantes. Era una política vinculada a las altas tasas de desempleo, a una profunda crisis económica, que abarcó desde la segunda mitad de los años setenta hasta bien entrados los noventa.

Con la recuperación económica posterior, el hecho migratorio ha pasado a ser visto desde otra perspectiva, y se ha vinculado fundamentalmente a la necesidad de aceptar inmigrantes en virtud de las condiciones económicas y de la situación de mercado de trabajo, por un lado; y para garantizar problemas tan dispares, pero entrelazados, como el rejuvenecimiento de la población y el mantenimiento del actual sistema de pensiones, por otro. En suma, se necesitan inmigrantes para que desempeñen las actividades labores abandonadas por el ciudadano europeo, que ayuden a la caja de la seguridad social con sus cotizaciones, y que, a la vez, por su natalidad más alta, ayuden a invertir la pirámide poblacional.

Esta concepción de la «necesidad« de los países más desarrollados, es objeto de críticas, pues reduce cualquier política migratoria a la utilidad que aporten los inmigrantes en el país de destino, sin considerar los factores que obligan a las personas a abandonar sus países. (Martinello, 2001).

Desde que la entidad bancaria BBVA alertaba en 1999 sobre el futuro de las pensiones, y planteaba como uno de los remedios el incremento de los cupos de trabajadores extranjeros, se han alzado más voces que ven la inmigración como solución a déficit que las sociedades de acogida poseen. También Naciones Unidas y la Comisión Europea han alertado en sus informes sobre el envejecimiento de la población.

Aunque cada Estado de la Unión Europea ha mantenido, y mantiene, posturas muchas veces no coincidentes frente a la inmigración, vinculadas a sus propias condiciones laborales y económicas, es común a todos ellos la existencia de un mercado de trabajo incapaz de cubrir determinados puestos laborales. En unos casos porque se trata de ocupaciones poco atractivas para el colectivo de trabajadores autóctonos, que éste no está dispuesto a desempeñar en las condiciones en que se ofrecen, ya sean salariales, de horario, de penosidad,… en otras ocasiones, porque se trata de puestos muy especializados en el terreno de la informática o de alta tecnología, que no se pueden atender en las sociedades del norte económico. La importancia numérica de estos últimos es significativa, en el caso de Alemania algunos empresarios los cifraron en un millón y medio de operarios.

De esta forma, la «causa» que justifica que el ciudadano extranjero (y nos referimos exclusivamente a los extracomunitarios) pueda entrar y residir en nuestro territorio, a los ojos de la política oficial, es su aportación inmediata y directa a la sociedad de acogida, su condición de inmigrante-trabajador. Esta no sólo conforma su una justificación económica, sino que engloba también la social de cara a la población del país en el que puede residir.

A esta necesidad de trabajadores extranjeros, y la sugerencia de que es deseable un significativo aumento del número de inmigrantes, se contrapone otra política más restrictiva en materia de inmigración. Siguiendo esta concepción, los criterios de orden público son los que deben dirigir cualquier política respecto a los flujos migratorios, y son prevalentes ante cualquier otra consideración. Por lo que las medidas contra la inmigración ilegal, las políticas de visados, el control de las fronteras, el endurecimiento de las sanciones, las políticas penales para los extranjeros, la vinculación de la inmigración ilegal con fenómenos delictivos… pasan a ser los pilares básicos, que han cobrado especial incidencia tras los desgraciados sucesos del 11 de septiembre.

En el Estado Español hemos asistido también a los debates sobre que concepción ha de imponerse en la política de extranjería. Existía, y existe, una perspectiva más humanista, que busca vías de integración para los inmigrantes; o por el contrario una política restrictiva que pone el acento en las medidas de orden público. A finales de los 90, la Ley de Extranjería promulgada en 1985 en el Estado Español se reveló a para todos los sectores sociales y para todas las gamas políticas como un modelo ya agotado, y que no era otro que el que se movía en los parámetros de la denominada «inmigración cero».

Fruto de esas discusiones, y con una tramitación parlamentaria ciertamente compleja, en la que la posición última del gobierno resultó derrotada, vio la luz la ley 4/2000. En todo el debate, y en las propias filas del partido gobernante se vislumbraron estas dos líneas claramente antagónicas. La primera de ellas, defendida en su momento por el entonces ministro de trabajo, Manuel Pimentel, y apoyada por algunas asociaciones y sindicatos, incidía más sobre los aspectos de integración de los extranjeros, sobre la necesidad de dotarles de derechos fundamentales, de partir de una visión más humanista de la ley.

Sobre la base de tales concepciones, la ley significó un soplo de aire fresco, y amplió derechos a los inmigrantes, estuvieran en situación regular o irregular, suavizó los motivos sancionadores (desapareciendo como motivo de expulsión el hecho de no poseer el permiso de residencia), elevó a derecho la reagrupación familiar, recogió la posibilidad de un proceso de regularización permanente, y abrió otro puntual y de gran magnitud, aunque la experiencia del año posterior reveló que era insuficiente.

La otra concepción, y que acabó siendo mayoritaria en el seno del gobierno, siempre se ha basado en entender la inmigración como un problema, y la solución al mismo desde una perspectiva de orden público, de control de las fronteras. El entonces Ministro de Interior, Mayor Oreja encabezó esta concepción.

En virtud de este esquema, la entrada y estancia de extranjeros en los estados europeos se hacía dependen de explicaciones sobre la seguridad pública, y sobre la capacidad de acogida, limitada siempre a estos parámetros. La inmediata reforma posterior (la Ley 8/2000), en el mismo año de promulgación de la ley, dio la victoria a tales argumentos, y se recortaron derechos de la anterior normativa, se cambió el período para acceder a la regularización permanente (de dos a cinco años), se endureció el régimen sancionador, y sobre todo se arguyó, más mediáticamente que con argumentos o experiencias, la posibilidad de invasión, el denominado efecto llamada, de la proliferación de mafias, de la limitación de los recursos sociales, etc.

Recientemente, la campaña gubernamental sobre la inseguridad ciudadana, y el aumento de delitos, y la innegable relación, que según los gobernantes, tenían y tienen con los inmigrantes, refuerzan aún más el polo restrictivo y represivo que han adquirido las legislaciones sobre los derechos y deberes de los extranjeros.

La concepción del trabajo

Para explicar el cambio de las políticas europeas, del abandono de la inmigración cero a la posibilidad de que acudan personas de otros países a ocupar determinados puestos de trabajo, es necesario antes que nada analizar el papel que el trabajo tiene en las sociedades modernas. Con lo que evitaremos simplificar, y no circunscribiremos el trabajo a una mera fórmula de garantizar la supervivencia, al mero intercambio de servicios por un salario; sino que consideraremos al trabajo como un conglomerado de características que van más allá.

Como bien reflejaba el editorialista de la revista Mientras Tanto en el número de otoño del 2002, «la actividad laboral es una experiencia compleja en la que intervienen numerosos factores de todo tipo en la medida que es nuestra experiencia vital la que está en juego». De entre los factores que dicho editorialista nombra (el esfuerzo físico y mental, la calidad y penosidad del ambiente de trabajo, las relaciones que en él se establecen,…), merece la pena destacarse uno: el prestigio social asociado. Es decir, el trabajo entendido como un factor que refleja un determinado estatus social, que permite al menos la mejora de tal status; o que se adecua a las aspiraciones de un sector de la población determinado.

De tal forma, el acceso al trabajo establecerá una importante perspectiva. Si el mismo está vinculado a los estudios realizados, será capaz de colmar nuestras aspiraciones, y pasará a tener un...

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