Exposición de motivos de la Ley de 30 de diciembre de 1944 sobre la reforma de la Ley Hipotecaria

AutorManuel Amorós Guardiola...[et al.]

EXPOSICIÓN DE MOTIVOS DE LA LEY DE 30 DE DICIEMBRE DE 1944 SOBRE REFORMA DE LA LEY HIPOTECARIA

En la Exposición de Motivos del Real Decreto de septiembre de 1855 se consignó que «pocas reformas en el orden civil y económico son de más interés y urgencia que las Leyes hipotecarias».

Las actuales -se decía- se hallan condenadas por la ciencia y por la opinión, porque ni garantizan suficientemente la propiedad, ni ejercen saludable influencia en la prosperidad pública, ni asientan en sólidas bases el crédito territorial, ni dan actividad a la circulación de la riqueza, ni moderan el interés del dinero, ni facilitan su adquisición a los dueños de la propiedad inmueble, ni dan la debida seguridad a los que sobre aquella garantía prestan sus capitales.

Su reforma fue considerada urgente e indispensable «para dar certidumbre al dominio y a los demás derechos en la cosa, para poner límites a la mala fe y para libertar al propietario del yugo de usureros despiadados».

Coincidiendo con este criterio y reproduciendo precisamente tan expresivas palabras, afirmaban los expositores de la Ley Hipotecaria de 8 febrero 1861 que se imponía una radical reforma de nuestro sistema inmobiliario, «para que pudiera satisfacer las condiciones que echa de menos en ella la sociedad activa de nuestros días».

El referido texto legal significó un cambio profundo en nuestro ordenamiento hipotecario; pero, a pesar de sus indudables aciertos, no ha logrado dar al sistema vigente toda la eficacia que de él se esperaba. De ahí que sus reformadores del año 1909 pudieran alegar que, si bien continuaba «mereciendo aquella ley el elevado concepto con que universalmente fue acogida, no cabe, sin embargo, desconocer que sus resultados han sido relativamente escasos en lo que se refiere a la vida económica de la Nación».

A los dieciséis lustros de la promulgación de la más fundamental de nuestras leyes hipotecarias, todavía se halla sin inscribir más del 60 por 100 de la propiedad, se ha iniciado una corriente desinscribitoria y, paulatinamente, se retrocede, en amplios sectores de la vida nacional, a un régimen de clandestinidad vencido en muchos países, y para cuya desaparición se dictó en nuestra Patria una de las leyes «más científicas entre las nacionales».

La reforma que ahora se introduce, corolario de atento e imparcial estudio, obedece al propósito inquebrantable de acometer, con las mayores probabilidades de éxito, la ya inaplazable solución que reclaman los problemas referidos, constantemente experimentados, y, además, con reiteración advertidos desde distintos y hasta opuestos campos.

La repetida Ley de 1861, si bien atendida la fecha no muy remota de su aparición, constituyó un positivo avance, no pudo desenvolver su propio sistema porque, como reconocieron sus ilustres expositores, no se había pronunciado todavía la última palabra con aquella rigurosidad científica que hubiera sido de anhelar. Pero los principios tímidamente invocados o de modo fragmentario acogidos por los autores de aquel texto legislativo, sobre marear una plausible directriz, abrieron holgado cauce para una progresiva orientación, de forma que sin quebranto del sistema imperante, pueden y deben ser desenvueltos con la necesaria amplitud y en forma más orgánica, en armonía con las enseñanzas de la doctrina y las exigencias de la realidad. Si bajo el influjo de principios completamente divorciados de los tradicionales no faltó quien propusiera en pretéritos tiempos una radical modificación de nuestro ordenamiento jurídico, en cambio, hoy día, la generalidad de los autores están persuadidos de que el sistema vigente, más que una profunda y total reforma, necesita desarrollar y aplicar sus principios en toda su integridad y extensión.

Nuestro Registro inmobiliario, fundado esencialmente en los principios de publicidad y legalidad, ha de superar la inicial y pasiva fase de protección para otorgar a los titulares aquellas ventajas de derecho material y procesal que, lógicamente, cabe esperar de una situación legitimada y protegida por la fe del Registro y liberar a éste de las innúmeras cargas prescritas que abruman sus libros. Ello contribuirá a definir y aclarar de modo diáfano la realidad jurídica de muchas fincas y derechos reales; concederá a los titulares ágiles y eficaces medios para la defensa de sus derechos, e insensiblemente fomentará la inscripción de no pocos inmuebles hasta el presente alejados de la vida registral.

Si a tales medidas coadyuvan otras no menos trascendentes que tutelen debidamente la pequeña propiedad, tan acreedora a una eficiente regulación, y que otorguen a los titulares inscritos los beneficios fiscales que la menor posibilidad de ocultación y defraudación aconsejan, podrá gradualmente llegarse a la deseada normalización de nuestro todavía confuso sistema inmobiliario y a dotarlo del vigor que demanda su endeble reglamentación.

No se desconoce que la gran transformación operada sobre el concepto y función de la propiedad inmueble ha alterado profundamente los fines que, hasta el presente, se reputaron característicos de la legislación inmobiliaria.

Por carácter de época, los sistemas hipotecarios aspiraban casi exclusivamente a mercantilizar la tierra y a someterla totalmente a la ley de la oferta y la demanda. El nuestro centraba también su objeto en garantizar la propiedad y asentar sobre firmes bases el crédito territorial, con el fin de procurar una mayor circulación de la riqueza inmobiliaria. Pero al amparo de indeclinables deberes sociales, se considera hoy necesario vincular gran parte de la propiedad inmueble a la familia como vital base de su sostenimiento y del debido desarrollo de los valores permanentes en la humana personalidad. De ahí la creación de los patrimonios familiares, las nuevas e importantes limitaciones en los derechos dominicales y las sucesivas medidas en favor de los colonos y arrendatarios encaminadas a consolidar su permanencia en la tierra y conseguir, en definitiva, el mejor cumplimiento de aquellos superiores objetivos.

Mas, a pesar de que la función social generalmente atribuida a la riqueza inmobiliaria implica una piofunda transformación de su régimen jurídico, no se estima indispensable una honda innovación en nuestros cardinales principios hipotecarios.

Y es que el fin económico y social de la propiedad se desenvuelve con independencia casi completa de las normas hipotecarias.

Éstas, más que el contenido de las relaciones reales sobre inmuebles, se enderezan, preferentemente, a regular lo concerniente a la titularidad de las mismas. La fides publica, base y fundamento de todo sistema hipotecario, lo mismo sirve para dar una mayor movilidad a la tierra que para vincularla, en lo menester, al cumplimiento de los fines mencionados.

No obstante, fieles a la concepción social aludida y consecuentes, además, con básicos principios de la moderna ciencia jurídica, se excluyen de la fe pública registral las limitaciones legales de la propiedad.

Las más relevantes características de la presente reforma pueden así sintetizarse: una más acusada protección a los derechos inmobiliarios inscritos, una creciente flexibilidad en el régimen hipotecario y una mayor facilidad para mantener el adecuado paralelismo entre la realidad jurídica y el Registro, expurgando a éste de numerosas cargas, virtualmente prescritas, que tanto entorpecen la contratación.

No ha prevalecido la vigorosa corriente científica que patrocinaba el reconocimiento del contrato real. Se ha estimado que su admisión, como elemento indispensable para el nacimiento de toda relación inmobiliaria, no reportaría al sistema beneficio alguno y hasta podría ser perturbadora.

Tampoco se ha considerado oportuno elevar la inscripción a requisito inexcusable para la constitución de aquellas relaciones inmobiliarias que emanen de un negocio jurídico.

No se desconocen, ni de subvalorar son, las importantes razones que la casi totalidad de los tratadistas españoles aducen en defensa de la inscripción constitutiva. Pero, a pesar de reconocerse plenamente que las relaciones jurídicas inmobiliarias son, por su singular naturaleza, de derecho necesario y que exigen una publicidad y forma notorias, es incuestionable que si -conforme se ha dicho- más del 60 por 100 de la propiedad no ha ingresado en el Registro, de ningún modo puede ser aceptado el referido principio. No sólo porque quedaría de hecho inoperante, con el natural desprestigio para la norma legislativa, sino porque la inscripción constitutiva no haría más...

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