La experiencia del defensor del menor de Andalucía ante los conflictos en el ámbito familiar

AutorMaria Teresa Salces Rodrigo
Cargo del AutorAsesora Responsable del Defensor del Pueblo Andaluz. Defensor del Menor de Andalucía.
Páginas91-103

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1. Introducción

Cuando se analizan los problemas sobre violencia y conflictividad de la infancia, adolescencia o la juventud, es inevitable que acudan a nuestra mente imágenes de jóvenes delincuentes robando, golpeando o atemorizando a indefensos ciudadanos. Nos acordamos de inmediato de esas pandillas de adolescentes que van imponiendo su ley en los barrios. Pensamos en esos gamberros de 12 ó 13 años que en más de una ocasión hemos visto destrozando papeleras o quemando contenedores.

Recordamos los problemas de indisciplina y convivencia de los centros escolares. Y resulta difícil no pensar en el debate social al que en estos tiempos asistimos, ampliamente tratado por los medios de comunicación social, respecto del comportamiento inadaptado de la juventud que nos evoca estas situaciones.

De una forma casi inconsciente, al asociar menores y violencia, otorgamos de inmediato a niños, niñas y jóvenes el papel de protagonistas de la violencia, el rol exclusivo de agresores. Y ello puede ser un error porque aunque las personas menores sean ciertamente y con frecuencia protagonistas de la violencia, en ocasiones, en muchas ocasiones, en vez de ejercer el papel de verdugos les toca asumir el de víctimas.

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Los diversos estudios realizados vienen a corroborar el incremento significativo de la violencia juvenil. Es evidente que vivimos en una sociedad violenta y que las personas menores reflejan con su modo de ser y de comportarse a la sociedad de su época. Analizaré desde aquí la intervención en uno de los escenarios en que se genera y se manifiesta esa relación cada vez más estrecha entre menores y violencia: El ámbito familiar, siempre desde la experiencia de la Institución del Defensor del Pueblo Andaluz, también Defensor del Menor de Andalucía.

2. Conflictividad en el ámbito familiar

Sin duda alguna, la violencia en el seno del propio núcleo familiar es la más reprobable, tanto por sus terribles consecuencias para la integridad emocional y el desarrollo futuro del propio menor, como por las dificultades que existen para desvelarla y combatirla.

Durante siglos la violencia intrafamiliar ha sido una realidad oculta e ignorada por una sociedad que prefería considerar lo que ocurría dentro de los hogares como una mera cuestión privada, exenta de cualquier tipo de control y amparada siempre por el sacrosanto e ilimitado derecho a la educación y las correcciones paternas.

En concreto, el abuso sexual dentro de las familias durante generaciones ha constituido el secreto mejor guardado por quienes lo sufrían. Unos hechos despreciables desde el punto de vista social, cuya difusión y conocimiento público manchaba indeleblemente la reputación, no sólo de quién lo ejercía, sino también del resto de la familia y, por supuesto, del propio menor víctima. Un trapo sucio que debía mantenerse oculto y lavarse en la intimidad del hogar sin que nunca trascendiese fuera de las estrictas paredes del domicilio familiar.

Pero actualmente la realidad es bien distinta y no sólo se reconoce este tipo de violencia sino que, además, se ha dotado de unos instrumentos jurídicos para perseguir y sancionar dichas conductas, aun cuando se persiste en minimizar, ocultar e incluso disculpar como

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meros excesos sin trascendencia, algunas actuaciones supuestamente enmarcadas dentro del deber educativo de los padres y que claramente son constitutivas de violencia física o psicológica hacia los menores. Incluso se viene utilizando para describirla un término más suave como es el del maltrato.

El número de denuncias por malos tratos intrafamiliares se ha disparado en nuestro país en los últimos años y no cesa de crecer. Si tomamos en consideración que, según los estudios realizados, sólo un pequeño porcentaje de los malos tratos intrafamiliares se llega alguna vez a denunciar, produce vértigo pensar cuanto horror permanece oculto entre las paredes de los hogares, sin que nadie lo conozca y pueda ponerle freno.

Pero si el maltrato hacia menores en el ámbito familiar comienza a abandonar el reino de las sombras, existe otra forma de violencia hacia los menores que aun permanece oculta, no sólo por escapar al control de los estadísticos de la violencia, sino porque incluso se trata de una conducta todavía no asumida como una forma de maltrato por la sociedad en general y por quienes la practican en particular.

Nos referimos a esa modalidad del maltrato emocional hacia niños y niñas en el ámbito familiar que no se manifiesta activamente mediante el insulto, la humillación o el desprecio, sino que se ejerce pasivamente por omisión del deber de educación y corrección hacia un menor en pleno proceso de formación de su personalidad. Estamos hablando de esa nueva plaga de la sociedad moderna representada por los progenitores permisivos, incapaces de fijar límites a la conducta de sus hijos, consentidores con sus caprichos, complacientes con sus defectos e impotentes para poner freno a sus desmanes.

No existen estadísticas, ni cifras, ni estudios, menos aun investigaciones serias y rigurosas sobre este fenómeno -o al menos no las conocemos- que parece llamado a convertirse en unos de los principales flagelos de la sociedad moderna. Y sin embargo, cuando analizamos esa realidad constituida por menores que maltratan a sus propios padres, sorprende comprobar que en un número importante de casos no se

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trata jóvenes maltratados activamente en su infancia o que sufrieron penurias o privaciones.

Al contrario, muchos de estos menores maltratadores pertenecen a familias normalizadas y reconocen abiertamente haber...

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