La Europa necesaria es federal y social: el debate sobre el futuro de Europa y la propuesta del Parlamento Europeo

AutorIgor Filibi
Páginas223-239

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1. El proceso constituyente europeo inicial

Desde que en el siglo XIX surgiesen colosos económicos y políticos como EEUU o Rusia, además del inmenso imperio británico, los países europeos ya comenzaron a cuestionarse su propia escala como insuficiente. Esa insuficiencia forzaba a las potencias a ampliar sus mercados y recursos naturales, a menudo por la fuerza. Sobre todo Alemania e Italia, que al unificarse a finales del siglo XIX llegaron tarde al reparto de las colonias. Ante esa necesidad estructural, la diplomacia no era capaz de evitar la guerra.

En el primer tercio del siglo XX la tendencia declinante europea era obvia, y se mostraba sobre todo en dos cuestiones: la imposibilidad de asegurar la paz, sobre todo después de la Gran Guerra de 1914, y de construir la escala adecuada (Filibi 2007). Fue el gobierno francés, encabezado por Aristide Briand, el primero que consideró que la unificación europea era una necesidad, y elaboró una propuesta concreta (Memorándum Briand, 1930) que daba respuesta a ambas cuestiones. Sólo en una Europa unida,

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sin fronteras económicas interiores, dejarían los Estados de competir por ampliar sus mercados y así se acabaría con las recurrentes guerras. Además, la escala de ese mercado europeo sería capaz de competir con los mercados norteamericano, británico o ruso. Era la primera vez que la integración europea pasaba del ámbito de las ideas a ser una propuesta concreta defendida por un gobierno (Mascherpa, 2011).

La respuesta de los demás gobiernos europeos fue muy positiva. Todos eran conscientes, desde 1929, cuando escucharon la propuesta de Briand en la asamblea de la Liga de las Naciones, que la escala adecuada era la europea. La cuestión ahora era decidir la forma concreta de articular esa Europa unida.

Por un lado, la propuesta francesa consistía en una unión de estados europeos soberanos unidos mediante algún lazo federal. Sólo después de la Segunda Guerra Mundial, otro gobierno francés propondría una unión europea basada en la renuncia a los derechos de soberanía absoluta. Éste sería el modelo que triunfó.

Por otro lado, en el periodo de entreguerras se produjo un enorme debate sobre la forma más adecuada de organizar las sociedades europeas. Las ideas liberales, socialistas y fascistas se enfrentaban en los periódicos y en las calles. La expansión e influencia de las ideas socialistas, sobre todo desde la Revolución de 1917, se vio contrarrestada con el auge de los fascismos. En 1922 Mussolini alcanzó el poder en Italia y su discurso político se extendió por toda Europa e incluso más allá. Es significativo que unos meses más tarde el conde Koudenhove-Kalergi publicaba el libro Paneuropa (1923) y el año siguiente la revista y la organización política del mismo nombre, con sede en Viena. Su objetivo era la creación de una unión política permanente de todas las democracias europeas (con la excepción del Imperio británico y la URSS) (Aldecoa, 2017:22).

En 1933, Hitler accede al poder en Alemania y convierte al nazismo en una alternativa real para organizar la política europea. En los años posteriores y hasta el final de la Segunda Guerra Mundial (1933-1945) se dirimió la primera y más importante cuestión –sobre qué valores construir Europa–, y la victoria militar determinó que serían los valores liberales y democráticos, al menos en Europa occidental, con la amenaza ahora del autoritarismo soviético con Stalin.

Desaparecidos los fascismos como alternativas políticas viables en la posguerra, el debate se centraba entre las visiones liberales y socialistas. Europa occidental optó por construir un modelo de bienestar con potentes políticas sociales, tomando elementos nucleares tanto del programa liberal como del socialista. Este es el germen del modelo social europeo que inspiró las reformas constitucionales en Francia (1946), Italia (1947), Luxemburgo (1948) y República Federal de Alemania (1949).

Además, estas constituciones contemplaban explícitamente la posibilidad de ceder a instancias supranacionales la soberanía necesaria para asegurar la paz.

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Así, en Europa occidental se produce un verdadero proceso constituyente después de la Segunda Guerra Mundial en el que una serie de reformas constitucionales, mediante procedimientos estatales pero coordinados entre sí (Brunkhorst 2016), sientan unas bases comunes: un modelo social basado en los derechos humanos y en la democracia liberal, y la escala europea como complemento de las democracias nacionales.

Europa debía unirse. Quedaba por decidir si sería en un único momento constituyente, como se hizo para crear los Estados Unidos de América, o en un proceso que, mediante tratados internacionales, fuese creando y ampliando el alcance de las instituciones europeas. En 1948, en el Congreso de Europa, celebrado en La Haya, se decidió que el modelo de integración se desarrollaría por pasos, tal y como recogería dos años después la declaración de Robert Schuman: “Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho”.

Y quedaba por dirimir también la cuestión de la soberanía. La propuesta francesa, a diferencia de la de 1930, optó claramente por un modelo basado en la cesión de soberanía y la creación de una autoridad supranacional. Hubo grandes debates y finalmente seis Estados (Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) aceptaron estos términos, una innovación política de primera magnitud, mientras que los británicos se negaron. Este fue el proyecto europeo que arrancó el 9 de mayo de 1950, tras la Declaración de Robert Schuman, y la firma de los tratados que establecieron las Comunidades Europeas en 1951 y 1957.

Ha habido otros modelos de integración, como el de la EFTA (Asociación Europea de Libre Comercio), impulsado por el imperio británico en 1960, pero fracasó ya que el propio Reino Unido se incorporó poco después a las Comunidades Europeas.

Merece la pena observar las diferencias entre ambos modelos, porque el actual debate sobre la integración europea parece haber retornado a cuestiones que ya se debatieron entonces, principalmente si la integración europea debe avanzar hacia algún tipo de federación a través de la paulatina renuncia de derechos soberanos, o bastaría con un mercado y una institucionalización ligera.

La respuesta a este dilema viene, no por el lado de los intereses, sino de los valores. Es muy significativo que en la EFTA británica fuesen admitidos Estados autoritarios, como Portugal en 1960.1Por el contrario, las comunidades europeas nunca han admitido países que no sean democráticos, puesto que la Unión Europea constituye una comunidad de valores y no sólo de intereses.2

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En definitiva, se trata de recordar esto, y de perfeccionar el modelo político y social de la existente UE, no de cuestionar el modelo y pervertirlo para acercarlo a la fracasada EFTA, ni de refugiarse en el Estado, porque fue precisamente su fracaso el que explica la innovación de la integración comunitaria en 1950.

2. La deriva de la integración y el brexit

Después de unos años prodigiosos en los que se construyeron y desarrollaron las primeras instituciones comunes, la integración europea entró en una fase más tranquila y finalmente, en un contexto de crisis económica y geopolítica, se ralentizó. En 1984 el Parlamento Europeo, el primero elegido directamente por la ciudadanía, aprobó una declaración relativa al Proyecto de Tratado por el que se constituye la Unión Europea que reactivó el proyecto de integración este relanzamiento culminó con la Conferencia Intergubernamental que en diciembre de 1991 acordaría el Tratado de Maastricht y crearía la Unión Europea.

En aquella ocasión hubo un gran debate sobre la arquitectura y naturaleza de las instituciones (Andréany, 2002). En particular se discutieron dos puntos. El primero fue si las nuevas competencias políticas compartidas entre los Estados y la UE (política exterior y seguridad interna) deberían ser ejercidas dentro del marco de las instituciones comunitarias o mediante una estructura separada. El segundo debate se refería a la naturaleza última del proyecto europeo, si debería ser federal o no. En estas dos discusiones centrales Francia, el país impulsor de la integración, tuvo un papel ciertamente ambiguo. El primer debate concluyó con la conocida estructura de tres pilares (a pesar del artículo C del TUE que establecía un marco institucional único), lo que inclinaba de forma obvia la integración hacia una Europa de Estados-nación. Sin embargo, pese a que el gobierno francés defendió en el segundo debate la ‘finalidad federal’, perdió la batalla contra el Reino Unido, y el texto final mencionaba como objetivo de la Unión una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa, copiando la expresión del preámbulo del Tratado de Roma.

Así, el Tratado de Maastricht, a la vez que creaba una unión política de vocación federal implícita, lo cual constituía un salto político cualitativo, abrió sin embargo la puerta a un mayor intergubernamentalismo en la construcción europea. Y lo peor de todo, el campo federalista, pese a seguir siendo una fuerza relevante y lograr activar proyectos federales como el euro, dejó de defender públicamente la idea federal y la naturaleza política del proyecto europeo. Ello “dejó el campo abierto al pragmatismo intergubernamentalista que debilitaba el debate y trivializaba la construcción de Europa”. El federalismo europeo se centró en dos ideas: creer que impulsar el euro como mecanismo federal podría forzar avances en otras áreas, y pensar que en una Unión

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ampliada y por tanto más diluida, sería necesaria la creación de un núcleo...

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