Ética pública-ética privada

AutorGregorio Peces-Barba Martínez
CargoUniversidad Carlos III
Páginas531-544

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  1. El 23 de enero de 1897 se presentó, por once alumnos de la Facultad de Derecho de Salamanca, una denuncia contra el catedrático de Derecho Penal don Pedro Dorado Montero, «.. apenados por las doctrinas erróneas y contrarias a la religión católica expuestas en dicha cátedra». Consideran los denunciantes que esas opiniones obedecen «.. a un sistema, desarrollando y exponiendo doctrinas perniciosas en sus conferencias..». Se refieren al positivismo y al materialismo y la denuncia se tramita ante el obispo, que condenará las explicaciones del maestro del Derecho Penal, pidiendo a la autoridad secular que inicie un expediente al catedrático, desconociendo la libertad de cátedra. La resolución ministerial supondrá una suspensión del catedrático en sus funciones, aunque felizmente breve en el tiempo.

    Unos siglos atrás, el traductor al castellano de la «Institución de la Religión Cristiana» de Calvino, Cipriano de Valera, escribe el prólogo de la edición de 1597, publicada en Holanda, y dirigido «.. a todos los fie les de la Nazión Española»,«.. sea que aún gimanso el yugo de la Inquisición, o que sean esparcidos y desterrados por tierras ajenas..». Casi tres siglos más tarde, en 1858, otro heterodoxo, el cuáquero Luis de Usoz y Río, vuelve a poner en circulación la vieja traducción de Valera, y tampoco puede hacerlo en España. La reedición se publicará igualmente en Holanda.

    Estos ejemplos que se podrían multiplicar en nuestro país desde la modernidad, y especialmente en los siglos XIX y XX, durante el franquismo, expresan una determinada mentalidad y se sitúan en el núcleo de laPage 532 reflexión que pretendo desarrollar en este trabajo: la distinción entre la ética pública y la ética privada.

    En otra sociedad, como la de los Estados Unidos de América, de indiscutible religiosidad, principalmente vinculada a puritanos, cuáqueros, metodistas y otras sectas menores, además de creyentes de la.Iglesia de Inglaterra, y de una minoría de católicos, la tradición es sin embargo diferente; y desde los padres fundadores y desde la primera enmienda y luego la enmienda catorce, se combina la libertad religiosa con la separación entre la Iglesia y el Estado. En un tema también muy vivo y de actualidad en nuestro país, la enseñanza religiosa en las escuelas, hay una postura concluyente que se expresa por primera vez en el caso Mac Collum v. Board of Education, en Illinois en 1948. La señora Mac Collum recurrió contra un programa mancomunado de las religiones católica, judía y protestante que impartía enseñanza religiosa a aquellos alumnos cuyos padres así lo solicitaran a la escuela. Las clases se desarrollaban una vez a la semana con una duración de treinta minutos para los alumnos de los cursos inferiores y cuarenta y cinco para los alumnos de los últimos cursos y tenían lugar en aulas de la escuela pública. Los profesores no recibían remuneración alguna por parte del centro, y los estudiantes que no quisieran asistir a las clases de religión se dedicaban a otras actividades voluntarias o a estudiar sus asignaturas. El recurso de la Sra. Mac Collum, con hijos que asistían a una escuela pública, se fundaba en que el programa distribuía fondos públicos para fines contrarios a la Constitución del Estado de Illinois, a la vez que fomentaba la segregación de los alumnos por motivos religiosos. Tanto el Tribunal del Distrito como el Tribunal Supremo de Illinois desestimaron la demanda, pero la estimó el Tribunal Supremo Federal que revocó las sentencias anteriores. La argumentación en la que se basó el fallo se fundamentaba: primero, en que el programa utilizaba propiedades públicas para la instrucción religiosa; segundo, en que se propiciaba una cooperación excesiva entre las autoridades estatales y las religiosas; tercero, que ese programa favorecía una presencia de profesores de religión en centros públicos; y, finalmente, que suponía que los alumnos eran clasificados y distribuidos en función de sus creencias religiosas. Esos razonamientos conducían al Tribunal a pensar que el mantenimiento de ese modelo supondría la desaparición del sistema de educación pública, inspirado en la separación entre la Iglesia y el Estado. La religión no es una asignatura que deba impartirse en las escuelas públicas, debido a su contenido privado, por lo que representaba una violación directa de la «establishment clause». La mayoría del Tribunal se inspiró en la idea de Jefferson del muro de separación entre Iglesia y Estado y la calificó como «the great american principle of eternal separa-tion», en el sentido de que «... el muro de separación implica justo eso; un muro, y no una delgada línea que pueda ser fácilmente traspasada...». Recientemente, en el caso Board of Education of Westside Community Schools v. Mergens (1990) se matiza esta doctrina y se establecen las líneas básicas que permiten la existencia de grupos de reunión religiosaPage 533 en las escuelas públicas, siempre que coexistan con grupos seculares que se puedan igualmente reunir, que no sean promovidos por el centro y que se celebren fuera del horario escolar1.

    Con todos los matices, parece evidente que los ejemplos que señalo obedecen a culturas distintas, aunque ambas de inspiración y de origen religioso. Probablemente si incorporásemos las posiciones más laicas y secularizadas de otros países el contraste sería aun mayor. A mi juicio las razones de estas diferencias estriban en posiciones contradictorias respecto a la relación entre ética pública y ética privada, por lo que ese problema suscita desde hace años mi interés.

  2. La primera aproximación la hice en 1993 en mi discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas que titulé Ética Pública y Derecho 2, y posteriormente lo amplié en un pequeño libro «Ética, poder y Derecho»,2, publicado por el Centro de Estudios Constitucionales en 1995 3. Después, con algunas conferencias y con algún artículo en la prensa diaria, ha continuado mi reflexión que hoy perfilo, con un paso más, en este trabajo.

    El tema se incluye en el ámbito de la reflexión de la Teoría de la Justicia, y parte de la superación del debate tradicional y clásico en la filosofía del Derecho, positivismo frente a iusnaturalismo. A mi juicio, el núcleo esencial que hoy permanece y que acerca a posiciones iusnaturalistas templadas y a las positivistas del mismo signo, es una doble afirmación que se enfrenta con las posturas radicales de ambos bandos:

    Por una parte, no parece posible mantener la definición de lo jurídico sólo desde el propio Derecho, con los criterios formales del órgano competente y del procedimiento establecido para identificar la pertenencia al ordenamiento, sino que se incorporan a la definición del Derecho las dimensiones de moralidad, que denomino ética pública, y que se podría identificar con el concepto clásico de justicia.

    Por otra parte, esa moralidad no es directamente jurídica por sus contenidos, sino que debe seguir el iter normal de producción normativa, establecido en la norma de identificación de normas.

    Es decir, que esa moralidad sólo es Derecho si incorpora su espíritu al cuerpo de una norma creada con los criterios que establecen el órgano y el procedimiento que dan vida a cada tipo de normas (Constitución, Ley, Jurisprudencia, etc.).

    En esta posición integradora se intenta hacer compatible la exigencia formal del positivismo: incorporación al Derecho por las vías regladas,Page 534 respondiendo a las preguntas ¿quién manda? y ¿cómo se manda?, con la aceptación de que el Derecho tiene unos objetivos a alcanzar y que suponen los contenidos de moralidad o de justicia. Se positivizan por esa vía, pero son previos, como expresión de las aportaciones de la razón humana en la historia que constituyen la cultura política y jurídica que responde a la pregunta ¿qué se manda? Si se analizan los últimos doscientos años, desde la aparición del Estado liberal, con las revoluciones americana y francesa, se constataría que la realidad constitucional y, en general, de los ordenamientos jurídicos, refleja esa orientación, con el proceso de positi-vación de los derechos fundamentales. Por otra parte, esa tendencia ya aparecía en el iusnaturalismo racionalista, donde las justificaciones pactis-tas explicaban el paso del Estado de Naturaleza al Estado de sociedad, por la voluntad de convertir en eficaces a los derechos naturales, amparados y garantizados por el poder que surgía del pacto y por un Derecho positivo. Creo, finalmente, que la importancia del debate hoy sobre principios y normas, o sobre normas-regla y normas-principio, se inserta en este punto de vista, al menos en aquellos sectores de la doctrina que no aceptan una concepción iusnaturalista de los principios contrapuesta a una visión positivista de las normas. En nuestro país, es especialmente significativo, en ese sentido, el esfuerzo de nuestro anfitrión el profesor Luis Prieto 4.

    En ese contexto aparece la distinción entre ética pública y ética privada que propongo y que pretende esclarecer qué contenidos de moralidad deben incorporarse al Derecho, y si ese concepto se debe o no distinguir de la moralidad individual que conduce a la persona que lo asume hacia metas de salvación, de virtud, de bien o de felicidad. Mi punto de partida es que uno de los rasgos más estables que identifican a la modernidad es, precisamente, esta distinción. En efecto, el fin a alcanzar, o el objetivo de la ética pública, moralidad del Derecho o justicia, como tradicionalmente se le denomina, es orientar la organización de la sociedad para que cada persona pueda alcanzar el desarrollo máximo de las dimensiones de su dignidad: capacidad de eligir, capacidad de razonar y de construir conceptos generales, capacidad de dialogar y de comunicarse, y capacidad para decidir libremente sobre su camino para buscar la salvación, el bien, la virtud o la felicidad. Este último aspecto es el que directamente se refiere a la ética privada.

    Esta distinción sólo se puede...

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