Ética y códigos de conducta: cuestiones actuales en la función pública británica

AutorAnne Stevens
CargoEscuela de Idiomas y de Estudios Europeos de la Universidad de Aston
Páginas65-72

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El ritmo de cambio en la función pública británica ha sido muy rápido durante los dos últimos decenios. A consecuencia de ello se ha producido una profunda transformación tanto en cuanto se refiere a la aproximación y al discurso relativo al papel del cuerpo de funcionarios del Estado, como en cuanto a su tamaño y organización. En este breve artículo se intentará considerar algunos aspectos de las implicaciones de dicha transformación en cuanto a la ética y los códigos de conducta que se esperan de los funcionarios del Estado. Tras describir sucintamente cómo ha evolucionado la situación entre la Primera Guerra Mundial y los años setenta, pasaremos a analizar los cambios más recientes.

El presente estudio trata principalmente de la función pública estatal. En la actualidad, el cuerpo de funcionarios está formado por medio millón de personas; sin embargo, en 1979 lo componían aproximadamente setecientas cincuenta mil personas. En él están incluidos los funcionarios responsables de la administración del sistema de la Seguridad Social, pero no la plantilla de la propia Seguridad Social (alrededor de un millón de personas) ni los funcionarios locales (más de dos millones). Muchos profesores1 y la mayoría de miembros de las fuerzas policiales son funcionarios locales. Sin embargo, conviene destacar que criterios no muy distintos a los aplicables a los funcionarios del Estado rigen también para las entidades locales y que la integridad, en cuanto a conducta personal y administración de fondos, parece ser requisito indispensable en el sector de los servicios públicos (respecto a la Seguridad Social, véase Sheaffy West, 1997). Así, el rector de la Universidad Caledoniana de Glasgow ha sido recientemente cesado a causa de su comportamiento (relacionado, entre otros asuntos, con el uso de un coche con chófer para uso personal), lo cual tal vez habría carecido de importancia tratándose del director de una empresa privada {Times Higher Educarían Supplement, 24 de abril de 1998).

Antes de 1979

Tradicionalmente, la discusión sobre la ética de la función pública en el Reino Unido se ha centrado en dos aspectos: el primero, la neutralidad política y, el segundo, la honestidad y rectitud general y, en particular, económica.

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La neutralidad política

El concepto de neutralidad política de la función pública estatal se desarrolló, en el Reino Unido, en el contexto de un emergente sistema bipartidista y en un momento de creciente crispación política. Desde finales del siglo XVIII, los cambios de gobierno no trajeron consigo únicamente la sustitución de un reducido número de ministros sino el relevo completo de un equipo por otro. En el siglo XIX se asistió al desarrollo de la identidad, ideología y organización de partidos concretos. Las exigencias parlamentarias en cuanto a dedicación y esfuerzos de los ministros, combinadas con la creciente magnitud y tecnicismo de las tareas administrativas, pusieron de relieve la necesaria distinción entre las tareas políticas y administrativas. En tales circunstancias, se produjo un aumento en la plantilla fija de los ministerios, mientras que los sucesivos cambios de gobierno trajeron consigo que los funcionarios del Estado estuvieran dispuestos a prestar servicios a gobiernos de cualquier tendencia política, al objeto de preservar su capacidad y desarrollar su carrera profesional. Ello se vio facilitado por el carácter evolutivo de la política británica y por un alto grado de consenso, al menos en comparación con otros países europeos, respecto a los pilares y la naturaleza del régimen político.

Así pues, la neutralidad política implicó en esencia un concepto «de subordinación a intereses superiores» {«upward looking»), orientado hacia el servicio a los ministros. Ello se vio reforzado, en primer lugar, por el hecho de que los funcionarios del Estado estaban {y están) explícitamente al servicio de la corona es decir, del monarca como autoridad pública cuyos poderes eran ejercidos por los ministros y, en segundo lugar, por la doctrina de la responsabilidad ministerial ante el Parlamento.

Pues eran los ministros, no los funcionarios, quienes respondían ante el Parlamento de las decisiones y actuaciones del personal a su servicio. Pese a que sólo el Parlamento, que representa al pueblo desde 1928, a todos los mayores de edad, actúa como freno sobre el poder ministerial, se trata de una considerable restricción. En este modelo de monarquía democrática no existe, ni puede existir, ningún concepto de lealtad hacia el Estado por encima o más allá del gobierno de turno, ni indicio alguno de que la Administración pueda servir de freno o de contrapeso a los políticos. El carácter de la política británica desde el siglo XVIII, relativamente evolutiva y consensuada, hizo que la idea de imparcialidad y neutralidad política de orientación «descendente» o «exterior» que implicaba igualdad de trato para todos los ciudadanos cuyas circunstancias fueran idénticas se diera en gran parte por supuesta.

A mediados del siglo XX, las consecuencias prácticas de este concepto de neutralidad política se sancionaron en las normas relativas a las condiciones de servicio de los funcionarios del Estado. Dichas normas basadas en una prerrogativa de la corona, no en las disposiciones del Parlamento establecieron el tipo de comportamiento que se requería para dar confianza, tanto a los políticos como al pueblo, en la gestión y actuación de la Administración. Se fundamentaban en la idea de que si a los funcionarios del Estado no les eran imputables opiniones políticas no habiendo modo de saber lo que pensaban, sus acciones y consejos podían ser juzgados estrictamente por sus méritos sin que pudiera demostrarse ningún tipo dePage 67intención política oculta. Todo ello iba acompañado de un profundo sentido ético, inherente a la función pública, que recalcaba la obligación de proporcionar el mejor asesoramiento posible a los ministros respetando sus prioridades políticas y de acceder con rapidez y diligencia a sus peticiones, al objeto de formular y aplicar las políticas que deseaban. Así, sin intervenir en el desarrollo o la defensa de los programas de partido, los funcionarios del Pistado deben poseer el instinto político necesario para plasmar las políticas a fin de adaptarlas al programa del gobierno en el poder y desplegar esa habilidad al servicio de cualquier gobierno. Deben ser capaces de proporcionar a los ministros la información y las herramientas con las cuales defender tales políticas y ayudarles a exponer el programa político del gobierno. Estas cualidades se consideraban elementos primordiales de la capacidad profesional de los funcionarios del Estado: «El papel de la élite de los mandarines [...] era el de camaleón político [...]. Los valores más apreciados eran la honradez, la imparcialidad, la flexibilidad, la habilidad para precisar las opciones políticas, la capacidad para trabajar en equipó, la integridad y la ausencia de intereses personales» (Gree-naway, 1995, pág. 358). La línea que separa la actividad del gobierno de la actividad de los partidos es inevitablemente vaga y difusa y, como veremos más adelante, ha originado alguno de los problemas actuales.

La rectitud e integridad moral

Siempre han sido consideradas obligaciones ineludibles de los altos funcionarios del Estado la integridad moral y el trabajo esmerado y diligente. Como afirmaba un documento del gobierno de 1928, «la ciudadanía espera de ellos un grado de integridad y de rectitud en su comportamiento no sólo inflexible sino muy exigente» (Cmnd 3037, 1928, párrafo 59, citado en Greenaway, 1995, pág. 357). Es posible que los funcionarios del Estado fuesen considerados los administradores de los recursos que gestionaban, y desde los tiempos de la reforma económica y las críticas de Burke a la Administración de fines del siglo XVIII las presiones para reducir la pesada carga que soportaban los contribuyentes debido al coste del funcionariado fueron constantes. Se exigía integridad moral, esmero y diligencia porque los ministros eran los responsables del quehacer de los funcionarios del Estado; lo contrario (trabajo negligente y falta de atención) podía causar dificultades a los ministros, hasta el punto de verse obligados a afrontar mociones o interpelaciones en el Parlamento. Era preciso realizar un minucioso registro que garantizase un programa político formulado y ejecutado de forma consistente, así como para demostrar que cualquier acción debía ser defendida antes de ponerla en duda. ¦

Como contrapartida, durante buena parte del siglo XX, los sucesivos gobiernos procuraron ejercer de buenos patronos. Ello supuso un reconocimiento de los derechos de consulta, participación y negociación de los sindicatos superior al que se daba en gran parte del sector privado. En efecto, el sistema llamado «Whitley» en referencia a su autor de consulta entre empresarios y trabajadores, introducido en la Administración del Estado en 1919, fue propuesto originariamente como medio para fomentar la paz laboral en el sector privado, aunque de hecho sólo fue adoptado a gran escala en la función pública. El plan de pensiones del mismo figuraba entre los más generosos, ya que ofrecía una pensión actualizada alPage 68coste de vida (protegida contra la inflación) de la mitad del salario tras cuarenta años de servicio. No obstante, también se consideraba conveniente una cierta austeridad. Los salarios se fijaban a través de un mecanismo de comparación con indicadores del sector privado, con pensiones que tenían en cuenta canto la naturaleza del plan de pensiones como la supuesta seguridad de empleo. Como servidores de la corona, los funcionarios del Estados eran empleados a voluntad del monarca y por consiguiente su destitución instantánea o inmediata podía instarse sin motivos; pero ni el despido ni la destitución eran habituales, por lo que el empleo en la Administración del Estado podía considerarse una carrera estable y segura para toda la vida. Los centros de trabajo, nunca espléndidos y a menudo bastante deteriorados, son un reflejo de que los ciudadanos no aceptarían excesivos gastos en comodidad física ni mucho menos en opulencia u ostentación. El transporte oficial se limita a una flota de coches bastante escasa, de la que se benefician los ministros y un número muy reducido de funcionarios que ocupan los cargos más altos, aunque otros de rango importante pueden utilizar ocasionalmente este servicio cuando razones de peso así lo justifiquen. La reciente ola de protestas en la prensa por los gastos realizados en la restauración de las dependencias oficiales de lord Chancellor (ministro de Justicia) en la Cámara de los Lores, pese a tratarse de la reforma de un edificio de indiscutible valor arquitectónico e histórico, revela que la prensa y los ciudadanos siguen siendo muy críticos hacia lo que se consideran gastos destinados a la ostentación personal.

Los desafíos de los ochenta y noventa

En los últimos años el tema de la integridad moral y de la rectitud en la vida pública ha adquirido mucha importancia. Ello dio como resultado !a creación de la Comisión para ia Integridad en la Vida Pública (Commission on Standards in Public Life) presidida inicialmente por lord Nolan y en la actualidad por lord Neil y desempeñó un destacado papel en las elecciones de 1997. No obstante, la mayor, aunque no toda, la inquietud se cierne sobre el comportamiento de los políticos, bien por su conducta sexual lo que condujo a la dimisión a ministros como David Mellor y Tim Yeo, bien por sus negocios u operaciones financieras, incluyendo el escándalo de venta de información que provocó la caída del ministro Neil Hamilton y los diversos pleitos que han suscitado los negocios de Jonathan Aitken. Otra causa de inquietud ha sido el mecenazgo ejercido por parte del gobierno en el nombramiento de gran número de juntas directivas, delegaciones y «quangos» (organismos no gubernamentales casi autónomos) que en la actualidad proporcionan buena parte de los servicios públicos. Sin embargo, el presente artículo trata sobre aquellos aspectos de comportamiento específicamente relacionados con la función pública estatal. En este punto aparecen tres cuestiones importantes: politización y neutralidad política, responsabilidad y el impacto de los valores propios de la actividad económica privada. La manifestación de tales cuestiones puede deberse a varias razones. En primer lugar, la longevidad en el poder del Partido Conservador (desde 1979 hasta 1997) y particularmente de Margaret Thatcher (desde 1979 hasta 1990) determinó que el abandono de viejos hábitos yPage 69la adopción de nuevas prácticas calara en profundidad ya que el proceso no se veía amenazado por ningún cambio inminente, y la selección de personal para puestos específicos de alto nivel, incluidos los ministros y el primer ministro, estuvo durante largo tiempo en manos de un gobierno estable y de firmes convicciones (Richards, 1996); lo cual permitió que proliferara un estilo y unos modos de actuar determinados. En segundo lugar, el impacto de la «nueva gestión pública» fue decisivo. Esta expresión sirve para resumir los ingentes cambios llevados a cabo desde 1979 en la función pública estatal, inspirados en el deseo de despojar de privilegios a la función pública, reducir la carga que representaba para los contribuyentes y hacerla más eficiente y eficaz. «El primer paso fue el establecimiento en 1979 de la Unidad de Eficiencia [Efficiency Unit] bajo el mando de lord Rayner. El segundo fue la Iniciativa de Gestión Financiera [Financial Management Initiative] de 1982, que introdujo sistemas efectivos para exigir una gestión responsable por parte de los funcionarios del Estado tema éste fundamental tratado en el informe Fulton catorce años antes. La tercera fase consistió en la creación de organismos ejecutivos con cierto grado de independencia («Executive Agencies») * mediante la iniciativa Próximos Pasos [Next StepsJ a partir de 1988. La cuarta fue el Libro blanco Compitiendo por la calidad [Competing for Quality White Paper]» (Maor y Stevens, 1997). Se pretendía impulsar con ello la evaluación sistemática de gran parte de las actividades gubernamentales a fin de determinar si debían tener continuidad y, en este caso, si era mejor realizarlas privatizando los servicios inherentes a la actividad, traspasando la prestación del servicio a contratistas privados o seguir realizándola «en casa». La quinta etapa fue el Libro blanco «Avanzando en la continuidad y el cambio» {Taking Forward Continuity and Change). En 1996 se instituyó un nuevo cuerpo de nivel superior, que comprende un máximo de 3.000 altos funcionarios. Para ello debieron eliminarse las antiguas estructuras por niveles, pero previamente los altos cargos directivos de cada departamento fueron objeto de un profundo control y reconsideración que ocasionó cambios considerables en la estructura de gestión y la pérdida de un 23 % de los puestos de altos cargos (Mountfield, 1997, pág. 309-310) aunque el número de éstos ha aumentado desde entonces ligeramente. La llegada del nuevo gobierno en 1997 no ha supuesto ninguna rectificación de estos cambios.

Problemas actuales: politización y neutralidad política

Durante* la prolongada estancia en el poder de los conservadores se produjeron repetidas acusaciones de que la tradicional neutralidad de ia función pública se estaba abandonando. Por un lado, tales acusaciones insinuaban que los ministros hacían uso de su poder para intervenir en el nombramiento de los cargos importantes y asegurarse de que los puestos clave eran ocupados por personas cuyo apoyo al gobierno alcanzaba el convencimiento personal por encima de su celo profesional. La otra cara de la moneda era la constatación de que los altos funcionarios delPage 70Estado se excedían en su tarea al actuar como defensores no sólo de los programas políticos sino también de los propios políticos, así como de que aumentaban las expectativas ministeriales de que así lo hicieran.

El proceso para nombrar a la mayoría de altos cargos, especialmente los de nivel de secretario permanente, tal como se había desarrollado en el período de la posguerra, había operado «de tal forma que se adaptaba a las necesidades de la élite [administrativa] al tiempo que la perpetuaba. Este proceso se lleva a cabo progresivamente [...] si los intrusos {«outsiders») implicados en el mismo, en particular el primer ministro, respetan sus reglas [...]. Se puede considerar que Margaret Thatcher, como primera ministra, optó por una superior injerencia en el proceso de selección y designación de los altos cargos» (Richards, 1996, pág. 675-676). Ello trajo consigo el nombramiento de aquellos funcionarios que le causaron una impresión favorable y el fomento de una forma de actuar, en la alta función pública, más comprometida con las opciones políticas del Gobierno y con los valores propios de la gestión empresarial. Sería erróneo interpretar este hecho como una abierta politización en el sentido de designación exclusiva de funcionarios conocidos por sus simpatías por el Partido Conservador. Las normas que impiden a prácticamente todos los funcionarios participar en la mayoría de actividades políticas partidistas siguen plenamente en vigor. Aunque pueden afiliarse a un partido político, a los funcionarios no se les permite hablar, escribir o hacer campaña para el mismo ni hacer pública su afiliación y, en el caso de que quieran presentarse como candidatos a unas elecciones, locales o nacionales, deben renunciar a su cargo oficial en el momento en que su candidatura se haga pública. Como carecen del derecho a reintegrarse en su puesto, el hecho de ser candidatos les obliga a buscar otra profesión. Ello contribuye a explicar por qué son tan pocos los ex funcionarios que han llegado a ser miembros del Parlamento. Estas normas son aplicables tanto a los que poseen muchos años de antigüedad como a los que puedan ser nombrados como resultado de oposiciones, que en la actualidad se convocan para cubrir gran parte de los puestos más importantes. Aunque los ministros tienen voz y voto en Ja elección final de los candidatos, las oposiciones son supervisadas por un organismo independiente, la Comisión de la función pública.

La otra cuestión preocupante son las acusaciones de que se exige a los funcionarios que se excedan en sus careas en defensa no sólo de los programas políticos, sino de la política del partido en el poder. Los límites son acusadamente vagos por lo que se refiere a ios funcionarios que ocupan puestos en la prensa o en los medios informativos. Sir Bernard Ingham, portavoz de prensa de Margaret Thatcher y que ocupaba un puesto en la Administración civil del Estado, a menudo fue acusado de actuar como portavoz del Partido Conservador. Para evitar tales acusaciones, Alistair Campbell, portavoz de prensa de Tony Blair, ha sido objeto de un contrato especial que le confiere el rango de asesor especial, un cargo de carácter temporal que en términos funcionariales le coloca en una posición similar a la «comisión de servicios», pero que le proporciona un control ejecutivo explícito sobre los demás funcionarios del gabinete de prensa del primer ministro. Mayor importancia tienen los problemas que surgen cuando los funcionarios, salvo los específicamente ocupados en medios de comunicación, creen que se les pide realizar tareas que consideran de partido. El sindicato de funcionarios indicaba en un informe redactado en el verano de 1996Page 71que había recibido más de veinte quejas y peticiones de asesoramiento de funcionarios que consideraban que los ministros les pedían cosas que excedían el terreno de sus obligaciones políticamente neutras. Entre otras, incluían la preparación de material para manifiestos electorales e informes para actos en conferencias de partidos políticos. En una época en que la imagen y la aparición en los medios de comunicación parecen primordiales y en que «el 'gobierno en el poder (...) está mucho más politizado de lo que solía y los programas políticos son cada vez más partidistas» (The Economist, 16 de noviembre de 1996, pág. 44), este tipo de tensiones pueden llegar a ser interminables. Como respuesta parcial a ello, se ha hecho hincapié en lo previsto en la Cuestiones de Procedimiento para Ministros (Questions of Procedure for Ministers), que se proporcionan a los nuevos ministros y formulan las pautas generales del comportamiento que se espera de ellos. No obstante, sus disposiciones al respecto se limitan a indicar, de forma bastante inútil, que no se pida a los funcionarios cosas que no deberían hacer en palabras de Bogdanor, «se trata de una tautología disfrazada de directriz» (Bogdanor, 1996, pág. 609). Una segunda respuesta fue la promulgación, en 1996, de un código de conducta para el funcionariado que esencialmente realizaba una mejor formulación y resumía las posiciones existentes desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, este código no define de forma clara dónde se encuentra la frontera que separa lo que son tareas de aplicación de la política del gobierno de lo que son asuntos políticos de partido (Bogdanor, 1996, pág. 609). The Economist concluía con pesimismo en 1996 que los «toques de atención y los códigos» no podrán resolver tales conflictos.

No obstante, el nuevo código sí contiene previsiones que permiten a los funcionarios que creen sentirse obligados a hacer lo que no les corresponde, y no encuentran solución dentro de su departamento, reclamar directamente ante el responsable de la Comisión de la función Pública («First Commissiom). Tal disposición fue introducida porque se consideraba que los acuerdos anteriores que permitían recurrir, en su caso, al director de la función pública podían calificarse como intimidatorios e injustos. En realidad, se estaba invitando a los funcionarios del Estado a reclamar contra lo que probablemente eran instrucciones dirigidas a sus superiores y que éstos, a su vez, les transmitían; es posible que esta razón explique por qué tales reclamaciones fueran prácticamente inexistentes. S¡n embargo, en tales casos, así como en aquellos en los que puede instarse a los funcionarios a proporcionar informaciones falsas al público o al Parlamento, se les sigue exigiendo que en primer lugar intenten resolver los problemas dentro de sus propios departamentos, y no está claro que el nuevo procedimiento haya introducido mejora alguna. Tal y como señala Bogdanor, se ignora si el funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth Mark Higson que dimitió en 1990 debido a que, en parte, creía verse obligado a proporcionar falsas explicaciones sobre la política comercial con Irak intentó hacer uso de los mecanismos establecidos para negarse a hacerlo, así como qué repercusiones hubiera tenido caso de haberlo hecho o de haber existido en aquel momento estas nuevas medidas. (Bogdanor, 1996, pág. 608.)

La cuestión sobre el alcance y los límites de la lealtad y obediencia a los ministros, que está en el núcleo de este debate, surge también en relación con la responsabilidad.

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Un problema actual: la responsabilidad y la exigencia de responsabilidades

La respuesta tradicional a cualquier pregunta respecto a quién debe lealtad un funcionario del Estado de quién debe obedecer órdenes y a quiénes debe dar cuenta de sus acciones era muy simple: los funcionarios del Estado están al servicio de la Corona. El gobierno en el poder, formado por el partido cuyos miembros ostentan la mayoría en la Cámara de los Comunes de acuerdo con el resultado de unas elecciones democráticas, ejerce los poderes de la Corona.* El gobierno en el poder tiene, por lo tanto, un doble derecho a exigir o requerir los servicios del funciónariado. Este punto de vista fue sucintamente expresado por el memorándum Armstrong de 1985 una relación de las obligaciones y responsabilidades que incumbían a los funcionarios del Estado que se repartió entre los mismos con motivo del caso Clive Ponting, quien se defendió con éxito en un juicio en el que se le acusaba de haber transmitido información a un partido no autorizado, basándose en que su deber de pasar información fidedigna al Parlamento anulaba la obligación de obedecer al ministro. Éste intentaba, según Ponting, engañar al Parlamento contraviniendo el compromiso constitucional que no permite tal comportamiento. El informe Armstrong así llamado por quien era entonces director de la función pública del Estado, sir Robert Armstrong declaraba que «los funcionarios del Estado tienen el deber de servir con lealtad y confidencialidad a la Corona [...]. A efectos prácticos, este deber es asumido ante el gobierno en el poder».

Este convincente argumento sigue dejando preguntas sin respuesta. Los funcionarios del Estado se ven constantemente enfrentados con decisiones prácticas sobre hasta qué punto los ministros, quienes son formal y directamente responsables ante el Parlamento de la actividad que realizan los funcionarios, necesitan estar informados e involucrados en los asuntos que pasan por sus despachos. Generalmente, los ministros se hallan muy ocupados en trabajos parlamentarios y de departamento. El desarrollo de la sensibilidad necesaria para identificar las cuestiones que, por razones administrativas o, sobre todo, políticas, deben merecer la atención de los ministros respectivos, es parte del aprendizaje imprescindible de cualquier funcionario que quiera hacer una carrera brillante. En 1998, el clamor que suscitó el descubrimiento de que los funcionarios sabían que Maria Bell, culpable de asesinato cuando era niña, estaba colaborando en la redacción de un libro autobiográfico y cobraba por ello, sin haber informado de este hecho a los ministros, demuestra las consecuencias de los fracasos en este terreno.

La** visión tradicional se ha visto sometida, además, a una creciente presión: en primer lugar, el caso Ponting y el ulterior memorándum Armstrong no resolvieron los problemas relativos a los deberes del Estado para con el Parlamento. Actualmente estos problemas se clasifican en dos categorías. Sigue existiendo el que hace referencia a hasta qué punto pueden exigir las comisiones parlamentarias a los funcionarios rendir cuentas de su actividad. Las denominadas normas OsmotherlyPage 73deben su nombre al funcionario encargado de redactarlas obligan a los funcionarios a comparecer ante las comisiones e insisten en que «los funcionarios que comparecen ante las comisiones de investigación [Select Committees] lo hacen en nombre de los ministros [...]. Los ministros son, al fin y al cabo, los responsables de decidir qué información debe darse y de defender sus decisiones cuando sea necesario».2 Los ministros, de acuerdo con la doctrina constitucional, no deberían dar instrucciones a sabiendas de que pueden inducir al error y cualquier funcionario que reciba tal instrucción debería tener derecho, actualmente, a apelar al responsable de la Comisión de la Función Pública («First Commissioner») Tal y como hemos visto, este derecho podría no ser de gran utilidad. Éste sigue siendo un terreno pantanoso y puede dar lugar fácilmente a acusaciones tales como las formuladas por el diputado liberal-demócrata Robert Macleland en 1994, refutadas con indignación por el sindicato de funcionarios del Estado de que «los funcionarios del Estado a veces mienten por sus patronos políticos» («Weeding out the truth», 1994).

En segundo lugar, la creación de «administraciones independientes» («Executi-ve Agencies») ha originado problemas relativos a la responsabilidad del Parlamento. Estos organismos fueron establecidos como nuevos instrumentos para la prestación de servicios públicos, forman parte de la Administración central del Estado y su plantilla continúa estando compuesta por funcionarios estatales de hecho, en la actualidad un 75 % de los mismos trabaja en organismos de esta índole. Los servicios que deben prestar, la integridad moral con que deben hacerlo, así como la naturaleza y el tipo de recursos que deban emplear para conseguirlo se fundamentan en una serie de criterios organizativos, en el marco de los cuales las «administraciones independientes» gozan de amplia libertad en cuanto a organización, gestión y formas de alcanzar los objetivos que se proponen. En tales circunstancias, resulta claro que los ministros no pueden responder ante el Parlamento sobre los detalles de la actividad. La preocupación de que el resultado fuese la imposibilidad de control se saldó con el acuerdo de que los directores de las «administraciones independientes» respondieran por escrito a las preguntas formuladas al respecto por el Parlamento.

No obstante, se trata de un grave problema. Tal vez nunca haya sido muy realista suponer que los ministros serían capaces de responsabilizarse de todas las acciones de los funcionarios; de hecho, la visión del gobierno es que los ministros son esencialmente responsables de las decisiones políticas estratégicas y de la efectiva organización de sus departamentos para hacer posible llevar a cabo los programas políticos (Bogdanor, 1996, pág. 603). Sin embargo, la agria discusión acerca de Derek Lewis que fue reclutado del sector privado para ocupar el puesto de jefe del Servicio de Prisiones y, posteriormente, de secretario de Estado del MinisterioPage 74del Interior, tras su destitución a causa de la fuga de varios reclusos dejó patente que Lewis {que consiguió una sustancial indemnización al demandar al gobierno por su destitución) tenía la impresión de que se había restringido su libertad de acción debido a las constantes interferencias en la gestión diaria del servicio por parte del ministro, mientras que éste creía que Lewis era el único responsable de lo sucedido. Tal y como señalan Campbell y Wilson (Campbeil & Wilson, 1995, pág. 285): «Es inevitable que los ministros que dirigen enormes organizaciones burocráticas rechacen ser los culpables de acciones que desconocían [...] pero los funcionarios también tienen derecho a creer que si ellos asumen responsabilidades deberían poder tomar decisiones acerca de las políticas a seguir [...]. Uno de nuestros encuestados tenía la impresión de que los funcionarios habían entrado en una situación 'imposible' en la que ya no se encontraban amparados por ia doctrina de la responsabilidad ministerial contra cualquier ataque y en la que tampoco les era posible defenderse con dignidad.»

En tales circunstancias, los funcionarios del Estado pueden verse enfrentados a verdaderos dilemas respecto a cuál debe ser la conducta correcta, por lo que los comentarios de Bogdanor (citado por Greenaway, 1995, pág. 365) en el sentido de que el gobierno parece estar buscando «tenerlo todo» renunciar a la responsabilidad cuando las cosas no van bien y reclamar buena reputación cuando van bien parecerían justificados.

Asimismo, la naturaleza de (as tareas de los funcionarios del Estado se está cuestionando por la presión proveniente de la insistencia en la prestación de servicios destinados a un público cada vez más exigente. Este hecho queda demostrado por la proliferación de «cartas» del ciudadano que hacen referencia a una serie de áreas de prestación de servicios públicos, principalmente aquellas en que la competencia de otros proveedores se considera insuficiente para garantizar el incremento del nivel de calidad en la prestación del servicio. Establecer objetivos es un elemento crucial; como tales pueden considerarse los fijados en documentos-marco y «cartas del servicio», que establecen el derecho de los ciudadanos a obtener una indemnización cuando los servicios no alcanzan un nivel aceptable. Es posible crear objetivos destinados a los funcionarios individualmente considerados, en el transcurso de los controles de actuación anuales efectuados por directivos o por el propio organismo o «administración independiente». El grado de consecución de tales objetivos es susceptible de tener un efecto directo sobre la remuneración. El funcionario se siente inevitablemente presionado por tener que actuar principalmente en busca de los objetivos cuantificables que hayan sido establecidos. En tales circunstancias, los funcionarios se enfrentan a decisiones difíciles sobre su comportamiento, puesto que no está claro si los elementos no cuantificables de interés público se encuentran realmente incluidos en los documentos [fijando los derechos de los. ciudadanos]» (Greenaway, 1995, pág. 36).

Un claro ejemplo de ello se produjo en los comienzos de la Agencia de Apoyo a la Infancia {«Child Support Agency»), que fue creada con la evidente intención de proporcionar mecanismos que garantizasen que ¡os padres separados de su cónyuge e hijos contribuirían de forma justa y adecuada a la manutención de los niños. Sin embargo, el Gobierno le fijó a este organismo un objetivo cuantificable, consistente en la reducción del coste total del subsidio público pagado a los padresPage 75o madres que se hacían cargo de los niños. La búsqueda de esta finalidad provocó que la Agencia persiguiera a los padres ausentes para que pagasen, los cuales no deberían haber sido, en otro caso, el objetivo prioritario de la nueva entidad; ello produjo una pérdida considerable de la buena voluntad y, por supuesto, críticas virulentas respecto a una operación cuyos objetivos parecían haberse distorsionado.

La simplicidad de las manifestaciones del gobierno acerca de dónde se sustentan la lealtad y los deberes de los funcionarios probablemente nunca ha tenido del todo en cuenta la complejidad de las relaciones político-administrativas, pero en los dos últimos decenios la situación se ha complicado mucho más. En palabras de Greenaway (1995, pág. 363), «actualmente los funcionarios tal vez tengan que hacer malabarismos con una quíntuple lealtad: hacia los ministros y el gobierno en el poder; hacia la ciudadanía en general; hacia el grupo o persona a cuyos intereses sirven; hacia el organismo o departamento concreto en el que trabajan; hacia sus expectativas personales de futuro». En algunos de estos ámbitos, tal y como hemos visto, pueden verse implicadas presiones económicas y en torno a la rectitud e integridad en cuestiones económicas y al impacto de los valores empresariales versa la parte final del presente artículo.

El impacto de los valores empresariales, los beneficios personales y la rectitud e integridad en cuestiones económicas

Las normas relacionadas con los criterios de conducta en materia económica que deben observar los funcionarios del Estado permanecen inalteradas: «El funcionario no sólo tiene que actuar con. honradez, sino que no debe permitir que recaiga sobre él sospecha alguna de deshonestidad» {Civil Service Pay and Condi-tions Code [Código de condiciones laborales de la Función Pública] citado en Hen-nessy, 1989, pág. 376). Los funcionarios no deben aceptar incentivos ni sobornos, aunque pueden recibir hospitalidad, regalos y favores más bien modestos; «la aceptación de invitaciones frecuentes o periódicas para comer o cenar sobre una base completamente unilateral e incluso en pequeña escala» (ibid) podría contravenir el nivel de conducta deseado. Asimismo, deben declarar y pedir permiso para conservar los ingresos procedentes de cualquier actividad remunerada realizada al margen de su empleo oficial. No pueden «hacer uso de su puesto oficial ni de la información que obtengan durante el desarrollo de sus obligaciones oficiales para fomentar sus intereses personales o ajenos» (Code of the Duties and Responsib Hiñes of Civil Servants [Código de obligaciones y responsabilidades de los funcionarios], párrafo 8). Tienen que pedir permiso para ejercer otras actividades dentro de los dos años posteriores a su cese en el servicio o jubilación; en caso de que la actividad esté relacionada con las funciones oficiales desempeñadas, puede imponérseles un plazo de hasta dos años de espera antes de que puedan ejercerla. En estas disposiciones es posible observar también cierta austeridad respecto a la obligación de ser prudente, ahorrador e incorruptible, de acuerdo con las modestas condiciones de alojamiento y transporte incluso para los altos cargos. Ello no significa que no haya funcionarios desleales dentro de la función pública estatal; de hecho, nos sorprenderíamos si las manifestaciones cada vez más frecuentes de fraude administrativo en elPage 76terreno comercial, especialmente favorecidas por las facilidades de la tecnología de la información, no encontraran cierto eco en el marco de la función pública del Estado. Sin embargo, pese a que existen la incompetencia y el despilfarro (The Guardian de 28 de enero de 1994), no abundan los casos de fraude y los de corrupción son todavía más excepcionales {Hennessy, 1989, pág. 377-378; Gosling, 1998, pág. 21-22).

No obstante, es indudable que existen ámbitos de mayor preocupación, como los relacionados básicamente con el desarrollo de nuevos estilos y métodos de gestión y con el impacto de los valores empresariales. En primer lugar, los nuevos estilos de gestión han generado numerosas transferencias de presupuestos y de controles financieros a directivos locales, a veces bastante jóvenes. El traspaso de las competencias relativas a los procedimientos de control financiero que, aunque simples, son muy rigurosos puede incrementar la tentación de actuar fraudulentamente. Muchos afirmarían que la flexibilidad, efectividad y reducción de los costes de funcionamiento actuales, derivados de los nuevos sistemas de gestión, compensan ampliamente el incremento de riesgos que suponen. En segundo lugar, y tal vez más importante, existe la preocupación de que el nuevo énfasis por alcanzar los objetivos, por actuar de un modo efectivo, por contener los costes y mantenerlos dentro de los presupuestos como sucedáneo del imperativo de obtener beneficios que motiva a las empresas comerciales puede inducir a los funcionarios a abandonar el cuidado y la atención a los detalles, el registro meticuloso y él trato estrictamente igualitario de casos similares que siempre habían sido características inherentes de la función pública del Estado. En el mundo empresarial se puede tolerar un recorte en los presupuestos si, consiguientemente, se ha producido un incremento de los beneficios. Sin embargo, en palabras del entonces secretario general del sindicato de funcionarios del Estado: «El coste de la eficiencia y el valor del dinero pueden ser cruciales tanto en el sector público como en el privado, pero no hasta el punto de excluir totalmente lo que los funcionarios consideran como la 'ética del servicio público'. Los funcionarios del Estado actúan de acuerdo con valores morales diferentes» [Symons]. La función pública estatal todavía tiene que cargar con una gran cantidad de papeleo innecesario a pesar de los esfuerzos realizados durante casi tres décadas para efectuar controles de eficiencia y para revisar varios tipos de programas. Pero la frontera entre deshacerse del papeleo administrativo y dejar de cumplir los procedimientos que protegen contra la corrupción [Chapman] y garantizan la imparcialidad, la igualdad de trato y el respeto hacia los derechos y libertades de los ciudadanos es muy tenue y difícil de discernir. Las presiones que ejerce la comercialización siempre conllevan el riesgo de traspasar esa frontera.

Una cuestión vinculada con ello ha sido la repercusión de las estrechas relaciones entre funcionarios y empresas privadas, tanto a través de la actuación de funcionarios como directivos de empresas privadas, como a través de las fórmulas de acceso y abandono de ios más altos cargos de la función pública. Con el fin de mejorar las relaciones entre los sectores público y privado, el gobierno ha animado a algunos funcionarios con cargos importantes a aceptar puestos de director no ejecutivo en empresas del sector privado. En 1998 se calculó que unos 70 funcionarios ejercieron tales cometidos, sobre una base no remunerada, aunque podíanPage 77satisfacerse unos honorarios al departamento ministerial de origen (Gosling, 1998, pág. 23). Se da por supuesto que, al asumir tales funciones, dejan de realizar todas aquellas actividades que entrañen un conflicto de intereses, condición ésta que podría poner en serios aprietos al funcionario afectado en algunos casos. Hasta el momento esta cuestión ha despertado relativamente poco interés, en cierto modo debido a que se parte presuntamente de la base de que mientras las personas afectadas sean todavía funcionarios en activo será posible controlar su comportamiento. Mayor preocupación han despertado los puestos ocupados por algunos funcionarios tras abandonar sus cargos públicos. Si bien era muy poco frecuente que los funcionarios dejasen la función pública estatal antes de jubilarse a la edad de sesenta años, la reducción de un 23% de los puestos de máximo nivel, la creciente exigencia en cuanto a requisitos para aspirar a los puestos más importantes, así como en algunos casos los sustanciosos atractivos económicos de los cargos en empresas privadas, se han traducido en un ritmo de abandono acelerado y en la consiguiente preocupación respecto a la posibilidad de que no siempre se mantenga una prudente distancia entre ambos sectores. Dowding señala que, entre 1985 y 1990, 114 funcionarios solicitaron autorización para tomar posesión de 191 cargos en el sector privado y hace una lista impresionante de ex altos cargos que actualmente ocupan puestos destacados en empresas privadas. Asimismo, afirma que «la sospecha es que estas empresas tal vez estén recompensando a los funcionarios que les ayudaron, con lo cual se ponen en duda las decisiones tomadas por los departamentos ministeriales respectivos [...]. El principal problema no radica en que no existan instituciones que garanticen la rectitud e integridad sino en que durante los últimos quince años no han sido utilizadas con éxito». (Dowding, pág. 126.)

A la inversa, se puede insistir mucho en las nuevas perspectivas aportadas por quienes acceden a niveles elevados desde el sector privado y no lo suficiente en la cantidad de cosas que necesitan aprender sobre los valores de la función pública. Tal y como declaró en 1994 el entonces portavoz de la oposición sobre temas relacionados con la función pública del Estado, «se ha desarrollado una cultura como consecuencia de la incorporación de personas del mundo empresarial que trabajan con normas distintas y carecen de la integridad respecto al manejo de fondos públicos, al sentido de la responsabilidad y a lo que significa actuar conforme a pautas de conducta muy escrupulosas» (Michael Meacher citado en The Guardian de 28 de enero de 1994). Chapman lamenta que las nuevas medidas del gobierno no consigan demostrar la asignación de la importancia necesaria al hecho de que «en una democracia a menudo existen otros factores tan importantes como los costes económicos computables y la evaluación de los indicadores de resultados». (Chapman, 1994, pág. 609.)

Como sugieren las apreciaciones de Chapman, la aproximación propia de la nueva gestión («new management») también plantean problemas sobre el comportamiento de los funcionarios del Estado debido a la incorporación de los valores de incentivos individuales y de correlación entre rendimiento y salario. Los valores tradicionales de la función pública del Estado concedían gran prioridad al trabajo cooperativo y de consulta, al trabajo en equipo y al mantenimiento de buenas relaciones entre colegas. Estos valores podrían verse menoscabados si las carreras de los funcionarios y su remuneración se hacen depender cada vez más de su esfuerzoPage 78personal. Además, existen pruebas de que la flexibilidad y el grado de experiencia que eran otros de los rasgos característicos de los altos funcionarios británicos podrían disminuir debido a que los funcionarios a veces tratan de evitar los traslados incluso dentro de su propio departamento, ya que ello puede ser perjudicial para su rendimiento mientras aprenden otras tareas y, al mismo tiempo, la correlación entre su actividad y su salario puede verse negativamente afectada. En otros sistemas de función pública por ejemplo, Francia se rechaza la vinculación entre rendimiento y salario porque plantea riesgos morales insuperables. Cabe la posibilidad de que la «buena» conducta suponga principalmente complacer a los superiores o al ministro; por ello se aduce que los funcionarios se verían fuertemente tentados a comprometer su integridad y su autonomía. Aunque entre las pretensiones del sistema británico no.figura la de que los funcionarios sean autónomos, su imparcialidad y objetividad (Mountfield, 1997, pág. 309; Symons, 1993) sí se consideran importantes. A su vez, ios defensores de la correlación entre rendimiento y salario argumentan que los objetivos son a menudo cuantificables y específicos, que el rendimiento es susceptible de ser medido, así como que existen mecanismos para controlar los elementos más subjetivos. No obstante, la preocupación persiste y es indudable que la supresión de la escala de pago uniforme ha contribuido a generalizar la sensación de pérdida de coherencia y cohesión en el seno de la función pública estatal.

Conclusión

Los años ochenta y noventa han sido testigos de una serie de casos el caso Ponting, el asunto del helicóptero Westland, la venta de armas a Irak y el caso Matrix-Churchill, el asunto Hamilton que han puesto de relieve los aspectos éticos que existen alrededor del comportamiento de ministros y funcionarios públicos. Los problemas derivados de dichos casos y, más en general, del impacto de lo que ha venido a ser una transformación revolucionaria de la función pública estatal {Fry, 1995, pág. 152) han dado origen a una serie de investigaciones e informes realizados por comisiones parlamentarias tales como la Comisión de Contabilidad Pública {Public Accounts Committeé) y la Comisión de la Función Pública y la Hacienda Pública (Treasury and Civil Service Committeé), así como por el presidente del más alto tribunal del Reino Unido, lord Scott, sobre la venta de armas a Irak. La repuesta gubernamental ha sido no sólo la creación de la Comisión para el Informe Scott, sino también el establecimiento de la Comisión para la Integridad en la Vida Pública (Committeé on Standards in Public Life), cuyo resumen trata temas relacionados con la función pública estatal, entre otros, y con la promulgación de un código de conducta para el funcionariado, aunque de momento no existe base legislativa alguna para ello. Sin embargo, parece ser que David Clark, actualmente el ministro afectado, está sopesando la posibilidad de que exista un estatuto de la función pública, lo que supondría un gran alejamiento de la tradición británica por cuanto los asuntos de la función pública del Estado son regulados totalmente en base a los poderes de prerrogativa de la Corona. Dicho código recogería Jas sugerencias realizadas por la Comisión de la Función Pública yPage 79la Hacienda Pública {Treasury and Civil Service Committee), aunque sin ir tan lejos como hubiera deseado el sindicato de funcionarios, y únicamente se ocuparía del comportamiento de los empleados públicos, pese a haberse introducido alguna enmienda en las Cuestiones de Procedimiento para los Ministros {Questions of Pro-cedure for Ministers). Todas estas acciones han contribuido a poner de relieve la existencia y la complejidad de los dilemas éticos con que se enfrentan los políticos y también los funcionarios del Estado. Las respuestas no son fáciles.

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Weeding out the truth

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* (N. de la t.) Las «Executive Agencies» son organismos administrativos con cieno grado de independencia, similares a los que componen las denominadas administraciones instrumentales o administraciones independientes en nuestro ordenamiento jurídico.

** (N. de la t.) Los poderes de la Corona denominados «poderes de prerrogativa («prerogative powers) son ejercidos por el Gobierno, si bien pertenecen al monarca y entre ellos figura la dirección de la función pública, el derecho de gracia, el indulto y los poderes relacionados con los países de la Commonwealth.

[1] Los profesores del sector público, de las escuelas privadas concertadas y de las escuelas de formación profesional se consideran actualmente empleados de las administraciones públicas, mientras que todas las universidades son organizaciones privadas sin ánimo de lucro.

[2] La única excepción es el papel del secretario permanente del ministerio como contable. El secretario permanente es directamente responsable ante el Parlamento, a través de la Comisión de Contabilidad Pública, del uso adecuado y legítimo de los recursos del ministerio. No obstante, se admite que un secretario permanente obedezca las instrucciones del ministro, contra lo cual puede hacer constar una protesta en caso de que considere que alguna instrucción es incorrecta. Aunque ha habido muy pocas protestas en este sentido, el testimonio de sir Tim Lankister contable en aquel momento relativo a la financiación de Pergau Dam, en Malaisia, constituye un ejemplo de ello.

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