Estrategia contra-terrorista y minorías religosas

AutorJavier de Lucas Martín
Páginas49-66

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Introducción

Una razón de elemental cortesía obliga a reconocer que, no siendo mi especialidad los estudios de terrorismo, debo abordar la cuestión propuesta desde otra perspectiva que podrá quizá considerarse tangencial. Se trata de la experiencia en el estudio de problemas relacionados con la gestión de la diversidad cultural y también la repercusión de esa gestión en políticas públicas, en primer lugar en el ámbito de la gestión más concreta de la inmigración. El objeto de mi contribución será, por tanto, la relación entre las políticas o las medidas contraterroristas y un tipo particular de grupos vulnerables, las minorías religiosas. Sin embargo, creo necesario puntualizar de inmediato que, por mucho que se trata de la visión dominante en nuestro contexto1, sería reductivo limitarse a discutir

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cómo se puede realizar una política contraterrorista frente al terrorismo de inspiración fundamentalista religiosa, se tome cualquiera de los grupos religiosos que actúan desde semejante inspiración, pues, como resulta conocido, este nexo no es patrimonio exclusivo del islam salafista o wahabita. Junto a ese punto de vista, es necesario también tener en cuenta el efecto de estigmatización o, más claramente, de criminalización, que ha producido en relación con determinadas minorías religiosas la estrategia de “guerra contra el terror” surgida como respuesta frente a los ataques de 11 de septiembre de 20011 y de los posteriores en Madrid, Londres o Bali. Y no menos importante es considerar cómo esa estrategia contraterrorista proporciona una coartada para políticas abiertamente contrarias a los derechos humanos de esos grupos (de sus individuos), en aras de la razón de Estado y sobre todo bajo el impulso de gobiernos de escasa calidad democrática en países como Egipto o Siria, Iraq o Arabia Saudí, pero también en la Federación Rusa, en Pakistán, incluso en India, etc.

En definitiva, es preciso tener en cuenta también la perspectiva de los fundamentalismos como pretexto (más que como objetivo) en la política antiterrorista, sobre todo cuando hablamos de Estados no democráticos y/o de Estados confesionales (también Israel), que entienden toda disidencia visible (como la que encarnan los grupos caracterizados por marcadores primarios de identidad: naciones sin estado, raza, lengua, también la religión) como el más grave riesgo de atentado a la unidad y homogeneidad del Estado, bajo la coartada demagógica del apoyo de la mayoría, del respaldo de la cohesión e identidad mayoritaria, invocado desde países islámicos no democráticos, pero también desde países no islámicos (India, América Latina y Central vs teología de la liberación y grupos cristianos evangelistas, China, etc)2. Es el viejo recurso al discurso

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del miedo, a la estrategia del “pánico moral”, un proceso de referencia a temores más definidos, dramatizados, simplificados, apoyados en medias verdades y falsedades estadísticas y agitados mediante los medios de los que disponen los nuevos agitadores morales, en una estrategia demagógica que acelera la ostentación del agresor externo (o interno) para lograr “integración”, como ha explicado el clásico Jean Delumeau3. En suma, las minorías religiosas se ven hoy atrapadas entre la mala reputación de las sectas4y la obsesión por el “peligro islamista”, sobre todo tras el 11-S.

Por otra parte, no se deben olvidar las lecciones de Tocqueville, Mill, Durkheim y Weber sobre la caracterización de la modernidad por procesos de diferenciación combinados con la racionalidad. El Estado nacional, como explicó entre otros Giddens5, es una moderna máquina centralizadora capaz de albergar la diversidad religiosa (incluso la extrema: religión a la carta, New Age…) gracias a su capacidad de incrementar el control mediante la racionalización y la burocracia. Todo ello nos obliga a examinar la conexión entre fundamentalismo religioso y violencia terrorista desde los dos ángulos.

Dividiré mi exposición en tres apartados: en el primero trataré de recordar que la vinculación entre fundamentalismo religioso y terrorismo no es una novedad contemporánea sino que, por el contrario, remite a precedentes que, por cierto, no hunden sus raíces en determinadas inter-pretaciones del Corán, sino en el cristianismo, por no remontarse a otros antecedentes en el mundo clásico. Por eso, me referiré a los orígenes de la tradición de la violencia sagrada en la cultura judeocristiana.

En segundo término, como ya he evocado, recordaré las consecuencias, al menos algunas consecuencias, de la estrategia de guerra contra el terrorismo sobre el estatuto actual y sobre la situación de las minorías religiosas, para lo que me basaré en el Informe sobre el estado mundial

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de las minorías y de los pueblos indígenas, que cada año edita la ONG Minority Rights Group International6, que, como señala su director Mark Lattimer en su edición de 2010, advierte de estos problemas y de sus consecuencias: muchas comunidades que han sufrido discriminación racial durante siglos sufren ahora discriminación religiosa, pues la intolerancia religiosa es hoy la nueva cara del racismo y la xenofobia. Ello se acre-cienta como consecuencia de la estrategia contra el terror, por ejemplo en Iraq, en Pakistán o en India (atentado de Mumbay de 2008), incluso con un efecto rebote. Las medidas antiterroristas incluyen crecientemente el “perfil religioso”: es una presunción que ha criminalizado a los que profesan versiones radicales (puristas, que no extremistas, fundamentalistas) del Islam. Porque conviene precisar que la ortodoxia, el purismo, no necesariamente degenera en lo que recordaré como violencia sagrada, como nos enseña la experiencia de otras confesiones: judaísmo y cristianismo, pero también hinduismo.

En ese contexto, me referiré a la construcción contemporánea del fobotipo del terrorista vinculado a la condición de fiel de una minoría religiosa, una construcción que ha llevado a cabo con enorme eficacia la industria cinematográfica (en sentido amplio: cine y televisión) de Hollywood. No lo considero una cuestión menor. Al contrario, me parece muy relevante porque explica cómo se construye el imaginario colectivo sobre el vínculo entre políticas antiterroristas y amenazas que provienen de grupos minoritarios religiosos. Por eso voy a referirme sí al cine y a la televisión, y también a los videojuegos. Los medios como el cine y televisión no son solo industria de entretenimiento, no son solo un formidable negocio, sino también vehículos de mensajes, son representaciones sobre la lucha antiterrorista frente a lo que podríamos llamar el terrorismo de origen religioso, que se quiere vincular a los grupos religiosos que son minoritarios, no a las grandes religiones.

Finalmente, terminaré con una modesta contribución propositiva, con una referencia a dos principios de justicia que me parecen importantes en el debate sobre medidas contraterroristas y diversidad religiosa o minorías religiosas.

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I Fundamentalismo religioso y terrorismo: la violencia sagrada

Quisiera recordar algunas observaciones sobre el origen del vínculo entre fanatismo o fundamentalismo religioso y terrorismo, que permite hablar de , aunque me gustaría resaltar que, en mi opinión, no es sólo el fanatismo religioso el que dispara esta espiral de violencia que abrazan algunos individuos pertenecientes a minorías religiosas. Tan importante o más –como advirtiera claramente Frantz Fanon7–, es la respuesta violenta escogida por los humillados y ofendidos, los desamparados de la tierra, las víctimas de la globalización, que no encuentran reconocimiento, respeto, ni redistribución más que en las comunidades religiosas, sean umma, sinagoga, iglesia o secta.

Es un error común el pensar que el vínculo entre fundamentalismo religioso y violencia política, o, dicho de otro modo, la violencia sagrada como fuente de estrategia y amenaza terrorista, esté vinculada exclusivamente al ámbito contemporáneo. Nada más lejos de lo cierto. Es una tradición que recorre prácticamente toda la historia de la humanidad y que cruza –más que religiones– concepciones religiosas muy distintas, entre las cuales se encuentra el cristianismo. Sin perjuicio de otros antecedentes remotos, que nos llevan a los sicarios, los thoungs, los hassasins –vinculados a la leyenda del “viejo de la montaña”– e incluso el propio Jesús, que sufre esa acusación, quizá el vínculo más interesante se halle en las teorías milenaristas vinculadas al joaquinismo8, es decir, la doctrina que se atribuye a Joaquín de Fiore –teoría de los ciclos de la historia, nostalgia del futuro prometedor, de ese paraíso que ha de llegar con el advenimiento del reino de los espirituales, los pequeños, los fraticelli– y que infiuye en

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personajes como Savonarola (siglo XIII), Thomas Müntzer (siglo XVI), o los milenaristas ingleses siglo (XVII). En esa concepción de Joaquín di Fiore hay algunos elementos paradójicamente coincidentes con manifestaciones o concepciones de violencia sagrada que están detrás hoy de los grupos salafistas, de la versión wahabita del Islam.

Como decía, el monje Joaquín de Fiore9, que vive en el siglo XII (muere en 1202 al comienzo del XIII), está en el origen de las teorías milenaristas. Su obra, un texto pionero en cierto modo en la filosofía de la historia, se adelanta a las tesis de Vico o Montesquieu sobre la historia como suerte de ciclos, sólo comparable quizá a la monumental Muqqadihmah de Ibn-Khaldún. En cierto sentido supone un ejemplo de pensamiento utópico, naturalmente, y obliga a una refiexión sobre la noción de progreso que arranca precisamente de esta visión de Joaquín de Fiore, aunque luego será...

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