Un esquema de metaevaluación desde la Ciencia Política y el análisis de políticas públicas

AutorEster García Sánchez
Páginas45-67

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1. A vueltas con el carácter político de las evaluaciones

Como hemos tenido oportunidad de comprobar en el capítulo anterior, la gran mayoría de los enfoques sobre metaevaluación incorpora criterios sobre la conveniencia de fomentar la participación de los stakeholders, hacer de la evaluación un espacio representativo de la pluralidad de intereses en juego1, propiciar el diá-logo2y la negociación y atenerse a unos «mínimos» estándares o principios éticos durante el proceso evaluativo. La consideración de todas estas cuestiones se explica por la forma en que se concibe la evaluación, que es vista no sólo como una empresa técnica sino como un tipo de investigación fuertemente impregnado de connotaciones políticas.

Son varias las razones por las que se puede afirmar la naturaleza política de las evaluaciones:

(i) Los elementos que constituyen su objeto de estudio -las políticas y los programas públicos- son propuestos, elaborados, debatidos, financiados y aprobados en el seno del proceso político (Weiss 1987; Palumbo 1987). Su dinámica, sus estructuras y sus actores -en especial, aquellos implicados en la política pública evaluada- inciden notablemente en su realización.

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(ii) El impulso hacia su consolidación procede, fundamentalmente, de los poderes públicos, en forma de institucionalización y/o de financiación. Los gobiernos ven en ella un elemento de legitimación al tiempo que una oportunidad para el control. Al fin y al cabo, como afirma House, «el gobierno legitima la evaluación y la evaluación legitima la actuación gubernamental» (1993: x).

(iii) Su propósito -tácito o explícito- es informar e influir, en un sentido o en otro, en el proceso de toma de decisiones políticas. No quiere ello decir que se orienten siempre a la mejora de la política o el programa en cuestión. Con frecuencia, se emplean como medio de rentabilizar el «esfuerzo político» o, incluso, se convierten en un arma arrojadiza entre opciones de distinto signo. Son pues especialmente proclives a ser instrumentalizadas y utilizadas para fines políticos o partidistas3.

Hasta hace unas décadas, sólo los autores próximos a enfoques «cualitativistas» -MacDonald (1977), House (1980) o Guba y Lincoln (1981; 1987; 1989), por citar algunos- hubieran suscrito estas afirmaciones. Hoy en día, sin embargo, prácticamente nadie cuestionaría su validez, poniendo en duda que la evaluación «es una práctica tanto política como científica» (Schwandt 2005: 5). Es cierto que, como nos recuerda con cierta sorpresa este mismo autor, aún hay quienes creen que la política representa una amenaza para la evaluación, el lado de la subjetividad frente a la dimensión técnico-científica en la que reinan los hechos objetivos y las explicaciones contrastadas y que los evaluadores deberían intentar minimizar la influencia de la política en sus evaluaciones. Sin embargo y, por fortuna, cada vez son más los autores que reconocen que las evaluaciones son procesos inherentemente políticos, aunque entre ellos existan diferencias acerca de cómo se deba gestionar la «política de la evaluación» (Greene 2003)4. Buena prueba de ello es que, en los últimos años, el interés por la relación política-evaluación -y, más recientemente, por la contribución de la evaluación a la democracia- no ha hecho sino acrecentarse y no solo en el ám-

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bito de la evaluación5. El tema ha logrado hacerse un espacio destacado, como hemos visto, en los enfoques de metaevaluación pero también en los catálogos de estándares y principios-guía de asociaciones o colectivos profesionales6. Y es que en un contexto como el actual, marcado por la preocupación por el buen gobierno y la calidad de la democracia, la clásica tesis «cualitativista» solo podía cobrar nueva fuerza.

Pero no son estos los únicos argumentos que pueden aducirse. Como ya señalamos en otro lugar (García Sánchez 2003; 2009), para profundizar en el tema resulta oportuno acudir al potencial analítico que puede ofrecernos la Ciencia Política. Esta disciplina y, en particular, los estudios sobre los actores, los procesos de toma de decisiones o los más recientes de políticas públicas7 resultan ser, para nuestros propósitos, una referencia inexcusable. Desde la Ciencia Política, la evaluación se puede concebir:

(i) Como una actividad intrínsecamente política desde el momento en que en ella se ven involucrados actores con intereses contrapuestos, políticamente relevantes, que luchan por obtener una mayor cuota de poder e influencia en el proceso con el propósito de modularlo de acuerdo a sus preferencias. Y es que las evaluaciones, lejos de constituir escenarios eminentemente racionales, «asépticos» e integrados en torno a unos objetivos comunes, están presididas por la diversidad de intereses. Los distintos actores tienen percepciones y aspiraciones distintas acerca del programa o la política, de cómo deban juzgarse, cómo deba ser la evaluación y del papel que en ella les deba corresponder. El escenario de la evaluación se define, así, a partir de la interacción política de los actores implicados y/o con intereses en la evaluación.

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(ii) configurada a partir de las decisiones (o no decisiones) que adoptan los distintos actores en el transcurso del proceso evaluativo. Estas decisiones -por ejemplo, qué actores participan, de quién es la propiedad de la información producida o a qué enfoque metodológico se recurre- implican un determinado posicionamiento sobre la política pública que se evalúa y sobre el propio proceso de evaluación, en definitiva sobre las asignaciones de valor que en ellos se realizan8. La evaluación siempre «defiende» o «promueve» unos determinados valores e intereses y descarta otros9.

El poder, el clásico objeto de estudio de la Ciencia Política, es visto por el policy analysis desde la perspectiva de sus resultados, las políticas públicas. En la conformación de estos productos no intervienen únicamente las estructuras estatales aunque a estas corresponda el papel de principales impulsoras. Los partidos políticos, las burocracias, las asociaciones de empresarios, los sindicatos, los movimientos sociales presionan a los gobiernos para que incorporen a su agenda los asuntos que les preocupan y para que las políticas se reorienten en función de sus intereses. Las políticas públicas se convierten entonces en el resultado de complejos procesos de ajuste y negociación entre actores políticos, económicos y sociales. El análisis de políticas públicas recupera, de este modo, la preocupación por los actores en detrimento de las estructuras10.

Algo similar sucede en el caso de las evaluaciones. Los procesos de evaluación se van construyendo a partir de las decisiones (o no decisiones) y actuaciones de ciertos actores. La importancia del actor es tal que es precisamente su intervención la que nos permite distinguir y reconocer, al menos analíticamente, las diferentes etapas del proceso evaluativo. El escenario de la evaluación -que no es sino una reproducción parcial y a pequeña escala del de las políticas o los programas a los que aquella se vincula- se define, pues, a partir de la interacción de los actores. Pero el escenario determina también cuáles serán los actores participantes y cuál será el grado de agregación de los actores colectivos.

Lo dicho hasta ahora no ha de entenderse como una forma soterrada de afirmar que las decisiones y los comportamientos de los actores sean las únicas variables que haya de manejar el metaevaluador. Conscientes de las debilidades

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del «enfoque de actor» (von Beyme 1994) creemos, con Marsh y Smith (2000), que tan importante es atender a los actores como a los elementos estructurales a la hora de explicar los fenómenos sociales y políticos. De hecho, las estructuras, aunque en ocasiones operen como actores, suelen ser los escenarios en los que estos despliegan su actuación. La apuesta que hacemos en este trabajo por los actores frente a las estructuras no es casual sino que se deriva de la propia fuerza de los hechos. La ausencia de estructuras de evaluación en el ámbito y el período estudiados otorgó un protagonismo claro a los actores. Sus decisiones contribuyeron no solo a conformar los procesos evaluativos sino a «construir» las estructuras mismas en lo que fue el proceso de institucionalización de la evaluación educativa en España. Las evaluaciones daban comienzo, en aquellos momentos, a raíz de la iniciativa personal de determinados actores y se desarrollaban como actividades periféricas, casi anecdóticas, al margen de las funciones habituales de las estructuras organizativas en las que se encuadraban, por lo que la influencia de estas era ciertamente limitada. La evaluación se encontraba aún en un estadio de desarrollo incipiente y no se contemplaba siquiera la posibilidad de que los resultados de las evaluaciones pusieran en peligro la continuidad de un programa cuando este era una opción de política educativa11.

A la vista de todas estas consideraciones, parece evidente que la metaevaluación no puede quedar reducida al mero examen de la calidad técnica de una evaluación. Así pues, «no basta interrogarse sobre la calidad de los datos que se recogen en el informe o sobre el rigor de los métodos que se han aplicado para extraer información, sino que es preciso...

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