El espíritu de Cádiz: de 1812 al Trienio liberal en dos novelas de Galdós

AutorJosefa Dolores Ruiz Resa/Manuel Escamilla Castillo
Páginas147-161

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Cuando Galdós publica su primera novela, La Fontana de Oro, España está sumergida en el interesantísimo proceso que conocemos como el sexenio revolucionario, que empieza destronando la dinastía borbónica y termina con su restauración. La vida española se siente animada por un principio innegociable y sin vuelta atrás que enuncia Vicens Vives como la experiencia singular de «dar al país la posibilidad de gobernarse a sí mismo»,1Galdós vive ese momento en que aún no ha alcanzado la treintena con poderosa expectación. Su novela —La Fontana de Oro— ha sido escrita casi en su integridad antes del estallido de la Septembrina. Y, sin aducir motivos li -terarios, reconoce como la principal razón que lo ha inducido a publicarla «la relación que pudiera encontrarse entre muchos sucesos aquí referidos y algo de lo que aquí pasa». Luego explicita esa relación, nacida, según él, «de la semejanza que la crisis actual tiene con el memorable período de 1820-1823». Considera, pues, oportuna la publicación porque algo hay en aquel tiempo aleccionador para el suyo, y por si esto fuera poco, aloja su propio tiempo en la tradición revolucionaria que arranca de 1812: «Los hechos históricos o novelescos contados en este libro se refieren a uno de los períodos de turbación política y social más graves e interesantes en la gran época de reorganización que principió en 1812 y no parece próxima a terminar todavía.»2 Esa reorganización no es otra que la necesaria modernidad en que se ha de encajar España. Galdós conecta su propio tiempo con el entusiasmo revolucionario del Trienio Constitucional y con el alumbramiento de la Constitución gaditana. Inmerso en esa tradición, Galdós interviene en

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el debate de su tiempo escribiendo una novela. Cuatro años más tarde, entre septiembre y octubre de 1874, escribe otra novela, inserta en Los Episodios Nacionales, Cádiz, esta vez ya liquidado el espíritu revolucionario del 68, pero animada en el hontanar de esa tradición, la Constitución de 1812.

Tanto La Fontana como Cádiz son novelas históricas, los años y episodios de la narración discurren mucho antes de que naciera el novelista; sin embargo, algo hay en ellas que, por obra del artista, las avecina en los aledaños de su conciencia, llegando incluso a flotar en su atmósfera. Esto es, la Constitución de Cádiz no es un acontecimiento histórico detenido en una estampa costumbrista en su alumbramiento o en el Trienio Constitucional, sino que alcanza al tiempo en que Galdós escribe y al nuestro propiamente como un élan o una fuerza cuya falta de cultivo nos amenaza. La historia, en Galdós, apunta más a lo profético que a lo cancelado y hasta los detalles nos hablan de un tiempo que mutatis mutandis puede ser el nuestro. Nos ayuda a entender esto la excelente interpretación que, de Galdós, hiciera Jiménez Fraud: «así como no limita (Galdós) el estudio de los personajes de sus novelas históricas a la conducta y emociones más externas, tampoco su historia es puro espectáculo, sino que está interpretada en función de las instituciones que dominan la vida española y del influjo que ejercen en los personajes»3. Quizá ese sea el mejor concepto que revela la universalidad galdosiana: vida española. No hay espectáculo, ni exterioridad emocional, sino vida con toda la riqueza de matices que esta categoría conlleva. Galdós tiene muy buen oído para captar en profundidad cualquier comentario callejero y hasta le da un realce que no le da al lenguaje solemne de la política. Sorprende inicialmente que, en las sesiones de Cortes en La Isla o en San Felipe, ya en Cádiz, el novelista preste más atención que a los discursos de los diputados, a las exclamaciones del galerío —gracioso término con que se designaba a los

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que acudían diariamente a seguir los debates de Cortes desde las localidades de invitados— o que enfatice lo inadecuado de un término, como «predicar» por «pronunciar un discurso».

La voz del galerío en Cádiz, que Galdós adorna con gracia conmovedora, acusa sin embargo la desolación de un pueblo del todo ineducado en materia que tanto le alcanza. Si bien simpatiza con el buen humor que caracteriza al pueblo gaditano, no por eso deja de señalar rudos comportamientos de greña jacobina. Las instituciones abandonaron al pueblo a su suerte en el Antiguo Régimen, reduciéndolo a servidumbre o forzándolo a la delincuencia, urgido por su necesidad. Pero, en esa época de reorganización que está anhelando la modernización de España, el pueblo ha de contar, ha de alcanzar la superficie de la historia, como decía M. Zambrano. El mero hecho de que Galdós lo reconozca, personificándolo entre el público que asiste a los debates de las Cortes, implica un paso de gigante en la constitución de un sujeto político. Quien acabará siendo pueblo soberano, ya no es sólo rufián, pícaro o siervo. Vive el tiempo que las Cortes inauguran como un presentimiento sin poder entrar en los cauces políticos de su liberación. Más tarde, ya en el Trienio, la exaltación de los clubes o la algarada callejera, movidos por una retórica movilizadora pero irreflexiva, servirán en bandeja a la reacción absolutista, cuando no era ella misma la que provocaba la exaltación a través de agentes infiltrados en los clubes, motivo que ensombrece en más de una ocasión La Fontana. Es un caso peculiar y reiterado en la historia de España que el pueblo haya liberado sus potentes fuerzas, dejándolas maltrechas al borde del abismo que él mismo socavaba, víctima de su falta de plan, de propósito, de metas que fecundaran esas fuerzas. Y es que la demagogia consigue exaltar, activa los resortes primarios de la masa, pero incapacita a la prudencia reflexiva. Contra esto último había que atentar para desactivar la fuerza renovadora del Trienio. Cuando el novelista nos presenta La Fontana de Oro —el café sito en la Carera de S. Jerónimo, generador de opinión política, desde donde se expandía por todo Madrid—, tiene buen cuidado de advertir al lector de las arteras maniobras que

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allí se daban cita. Si el club de La Fontana, en principio, perseguía el fortalecimiento de la inteligencia del pueblo, después se bastardeó. El tronco liberal se partió irreconciliablemente en moderados y exaltados. «Pero aún descendieron más —dice Galdós—. Como en La Fontana se agitaban las pasiones del pueblo, el gobierno permitía sus excesos para amedrentar al Rey, que era su enemigo. El Rey, entretanto, fomentaba secretamente el ardor de La Fontana, porque veía en él un peligro para la libertad». Sin duda, debió ser muy potente La Fontana como generadora de opinión pública para que tanto el Rey como el gobierno se sirvieran de ella con idéntico ardor, aunque con fines opuestos. «La tradición —sigue Galdós— nos ha enseñado que Fernando corrompió a alguno de los oradores e introdujo allí ciertos malvados que fraguaban motines y disturbios con objeto de desacreditar el sistema constitucional». De todos es sabido que Fernando juró de mal grado la Constitución, desafecto que el pueblo conocía muy bien, tildando de «coletilla» la conclusión del...

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