Especificación formal de los acuerdos en la sociedad anónima

AutorManuel Andrino Hernández
Cargo del AutorNotario

ESPECIFICACIÓN FORMAL DE LOS ACUERDOS EN LA SOCIEDAD ANÓNIMA

POR

D. MANUEL ANDRINO HERNÁNDEZ Notario

La voluntad de los socios constituye el elemento vivificador básico de toda sociedad, sin que sea excepción la Sociedad Anónima una vez quedó encuadrada, a partir del Código de comercio francés de 1807, dentro del contrato de sociedad, superando así su originario carácter de institución de Derecho público, o «feudo mercantil» (1), donde lo decisivo era la voluntad del soberano o sus ministros. Por ello, lo que se tiene por voluntad social se forma a expensas de la de los accionistas, que se somete para su transformación en acuerdos sociales a un riguroso procedimiento formal. La relación voluntad de los socios-voluntad social, guarda así cierta correspondencia con la relación patrimonio individual-patrimonio social, en el sentido de que así como originariamente el capital social se forma con las aportaciones de los accionistas, la voluntad social, o digamos mejor para alejar resonancias organicistas, aquello que legalmente se tiene por tal, ha de formarse a expensas de las determinaciones volitivas de los socios, bien de manera inmediata o directa, bien a través de individuos designados de modo orgánico (administradores) o meramente contractual (mandato). Y así como la figura de la aportación pone en conexión el patrimonio individual y el social, la apropiación por la sociedad de la voluntad de los socios se produce a través de los acuerdos sociales, y para ello la energía volitiva primaria, individual y psicológica ha de transformarse, siguiendo una pauta corporativa formalmente prefigurada, en energía social, artificial y secundaria. La diferencia está en que, así como la comunicación volitiva es permanente, en lo patrimonial se reduce al desembolso total de la aportación prevista, realizada la cual se rompe la conexión por cuanto los socios no responden personalmente de las deudas sociales (art. 1.° y 42 de la Ley de Sociedades Anónimas, en adelante, L.S.A.). Por lo demás, este proceso de transformación volitiva es especialmente formalista y riguroso en el campo de la Sociedad Anónima, pero puede afirmarse que es consustancialmente natural, no sólo a las sociedades en general, sino a todas las colectividades estructuradas o universitates personarum, hasta el punto de haberse comenzado a perfilar por los autores del llamado Derecho común al contraponer las decisiones omnes ut singuli con las tomadas omnes et universi (2), considerándose que para poder imputar una determinación de voluntad a la universitas se exigía la existencia de unos presupuestos, configuradores precisamente de la pauta social, presupuestos que fueron perfectamente resumidos en el siglo XVII por el obispo salmantino Bautista Valenzuela (3). Claro que, como señala Gierke, para la doctrina tradicional en caso de Junta universal no se exigían ulteriores requisitos formales, pues, como decía Surdus, donde concurran omnes concurrirá la universitas legitime congregata, faltando la diferenciación entre la universitas y los homines (4). En tal caso, la Junta dejaba de ser un simple órgano social para convertirse en la propia sociedad, como escribiera Goldschmidt siguiendo a Wieland (5).

En el campo de la Sociedad Anónima la pauta corporativa, caracterizada por el principio mayoritario y la sujeción a procedimientos y requisitos formales específicos, se impone con el máximo rigor frente a la pauta contractual regida por los principios de la autonomía de la voluntad y la unanimidad, hasta el punto de que se privará de eficacia, al menos inmediata (6) a los simples acuerdos de la totalidad de los socios adoptados en escritura pública y, en concreto, a las sedicentes Juntas universales celebradas en el contexto de la escritura fundacional, donde la voluntad funciona conforme a la lógica contractual. Es en ella la voluntad una energía que tiene aplicación directa comparable a aquélla con que el ciclista impulsa las ruedas, es decir, directamente a través del desplazamiento de los pedales, mientras que la voluntad en clave institucional, surgida de una verdadera Junta general, sería algo así como esa misma energía transformada en energía eléctrica con la interposición de la dinamo para alimentar el punto de luz de la bicicleta (7). La consecuencia de ello es que no existirá voluntad social, esto es, verdaderos acuerdos sociales, sino cuando se cumplan todas y cada una de las previsiones legales y estatutarias para su formación, es decir, para la conversión de la voluntad psicológica o primaria en voluntad corporativa, la cual sólo puede engendrarse con arreglo al procedimiento preestablecido por la Ley y por los estatutos sociales. No ya el conjunto de las voces singulares, ni siquiera el coro social al unísono, equivale a la voz social, por lo cual la unificación de los timbres vocales individuales, armónicos o no entre sí, sólo se puede lograr por virtud de la fórmula preestablecida, y que comprende los presupuestos que seguidamente vamos a examinar.

En primer término, ha de respetarse la delimitación de competencias entre los diferentes órganos sociales, es decir, la voluntad de los socios debe actuar dentro de los límites legales y estatutarios determinados por la división de poderes sociales, que históricamente incrementa su rigidez y apunta a la reducción del ámbito de competencia de la Junta general en favor de los administradores hasta el punto de que en sistemas como el alemán haya venido a considerárseles titulares del poder residual de la sociedad (8).

Pero, además del respeto a esta delimitación de competencias, para que las decisiones de los socios reunidos en Junta general se transformen en acuerdos sociales han de concurrir una serie de requisitos previos a la reunión, coetáneos a ella y subsiguientes, puesto que, como dice Karsten Schmidt, la voluntad de los socios sólo puede articularse conforme al procedimiento formalmente establecido por la Ley (9). Requisitos previos serán el acuerdo de convocatoria por parte de los administradores y su anuncio, la correspondiente resolución judicial, o la aceptación por parte de la totalidad de los socios de la conceptuación de la reunión como Junta general con un orden del día concreto. Requisitos coetáneos serán la configuración orgánica de la Asamblea, su colegialidad con la concurrencia del quorum preciso, y la existencia potencial de deliberación y discusión.

La configuración orgánica significa que toda Junta, incluida la universal, ha de adoptar necesariamente una conformación que la diferencie de una reunión informal o gregaria, puesto que para que una reunión de socios se considere Junta a todos los efectos legales, no sólo ha de contemplarse y aceptarse como órgano de la voluntad social -y de ahí el requisito del consentimiento para la celebración de la Junta universal sin que baste la simple presencia o concurrencia de todos los socios-, sino que tiene que dotarse de una organización determinada y cierta, traducida en la existencia de la llamada Mesa presidencial. La existencia de esta Mesa presidencial viene exigida por el artículo 110 de la L.S.A., y sus componentes deben figurar en el acta notarial de la Junta, como contenido específico de ella, conforme al artículo 102.1.1.° del Reglamento del Registro Mercantil (R.R.M.). Su existencia tiene tal relevancia que si no fuera posible formar la Mesa conforme a las previsiones estatutarias y legales y, en último término, los socios no se pusieran de acuerdo para la correspondiente elección de Presidente y Secretario, sencillamente la Junta no podría celebrarse, y si llegara a celebrarse sin contar con esa obligada articulación interna, se podría instar su nulidad, según ha reconocido la sentencia del Tribunal Supremo de 22 de octubre de 1974 respecto al Secretario.

El requisito de la colegialidad implica que sólo existe verdadera Junta cuando una pluralidad de personas se reúne con tal carácter, lo cual, siguiendo el tenor de la sentencia del T.S. de 19 de abril de 1960, corresponde al recto sentido del término «Junta». De ahí que en el léxico legal el verbo más frecuentemente utilizado con respecto a la Junta sea el de reunir (arts. 93.2, 95, 97, 98.1, 2 y 3, 110 y 112). Que esto sea así no significa, sin embargo, que no puedan existir sociedades unipersonales o que en ellas haya de paralizarse la actividad social al no poderse engendrar las resoluciones propias de la Junta general. No lo entendió así la sentencia últimamente citada al señalar que «sin la asistencia de un número plural de socios... no es admisible que un socio mayoritario se erija en definidor de una declaración vinculante que no es precisamente un acuerdo». Y esta posición, calificada de sorprendente por Badía Labal, puede considerarse compartida por la Resolución de la D.G.R.N. de 13 de noviembre de 1985 cuando afirma que «el carácter corporativo de una sociedad exige una pluralidad de socios para el normal desarrollo de sus relaciones internas» y, por ello, habida cuenta de que «el acuerdo social llevado a cabo por el único socio no tiende a reconstruir la normal vida social», declara no inscribible un acuerdo de ampliación de capital social. Lo cual ha sido justamente criticado, no sólo por cuanto supone un juicio de intenciones que debe quedar fuera de la calificación registral (10), sino porque es una concepción arcaizante que no se corresponde con la realidad de la economía contemporánea, ni se compagina con el Derecho europeo (11).

Pues, efectivamente, una cosa es que con la concurrencia de un solo socio no pueda haber verdadera Junta, y otra muy distinta que ese socio único no pueda adoptar decisiones que sean el equivalente funcional de los acuerdos propios de la Junta. Esta es precisamente la posición adoptada en la propuesta de 12.a Directiva de 19 de mayo de 1988, como también en la Ley belga de 14 de julio de 1987 y en la alemana de 4 de julio de 1980 (12).

El requisito de la deliberación está vinculado con el de colegialidad, y es una...

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