La especial labilidad del extranjero

AutorFernando Oliván López
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Constitucional. Universidad Rey Juan Carlos de Madrid

INTRODUCCIÓN

Hic domus, haec patria est.

La Eneida, 7,122

LA ESPECIAL LABILIDAD DEL EXTRANJERO

El extranjero y la cultura occidental

Benveniste, en su monumental obra sobre “El vocabulario de las instituciones indoeuropeas”, estudia la potencia de las instituciones políticas y sociales europeas a través de analizar su arqueología etimológica. El depósito semántico de los nombres de nuestras instituciones constituye una de las mejores fuentes de información para conocer la estructura de los valores que vienen a ordenar.

La extranjería no es más que una de esas instituciones cuyas raíces, asentadas en la misma conciencia de la comunidad, son esencialmente jurídicas. Y desde esta labor de arqueología podemos descubrir los siguientes aspectos, básicos para comprender nuestra materia.

Prácticamente todos los vocablos referentes a la institución de extranjería contienen una carga negativa. Basta con analizar algunos de los términos para la designación de la condición de extranjero. Forastero, uno de los vocablos más comunes, utilizado también por un gran número de lenguas, (“foreing” en inglés), mantiene su raíz latina en “foras”, puerta. Forastero sería, por lo tanto, el que está a las puertas de la ciudad, una ciudad que se concibe naturalmente amurallada y donde la idea de la puerta entraña esa capacidad de distanciamiento. Puertas, además, sagradas, lo más santo, quizá, de la ciudad, pues a través de ellas se juega el destino la comunidad. La clave nos la proporcionan otras palabras asociadas a su familia semántica: de la misma raíz etimológica son los vocablos forajido y foresta: el forastero, el extranjero, por lo tanto, está unido conceptualmente a lo salvaje y a la violencia. Como ya hemos dicho, el depósito semántico reproduce una asociación de ideas constante en nuestra cultura. Siguiendo a Jean Pierre Vernant podemos analizar la figura del otro en la antigua Grecia. Dos modalidades adquiere la figura del extraño: la radical negación, que encontramos en el Cíclope Polifemo y en las Gorgonas, el primero, tan salvaje que se comía a sus huéspedes, entre las segundas, Medusa, tan extraña que solo mirarla –primer acto del encuentro- nos volvía de piedra; pero junto a ellos la ambivalencia se manifiesta en epifanías del encuentro: Artemisa, diosa mortal y terrible, simboliza, sin embargo, el encuentro entre civilización y barbarie. Ella es así la diosa de los tránsitos, como Artemisa “Locquia”, asistía a los partos, la que hace del extraño un conocido. En Atenas se adoraba bajo la advocación de Artemisa Táurica, justamente la geografía de los bordes de la civilización.

Aunque ya cargado semánticamente, tendríamos que recordar que uno de los términos griegos para extranjero era justamente el de “Bárbaro”, referencia quizá onomatopéyica a su incapacidad de expresarse, lenguaje de “balbuceos” como nos refieren algunas etimologías, pero que, en todo caso, recuerda el carácter despectivo que entrañó siempre su persona. De nuevo es importante ver las familias conceptuales de los términos. La palabra, “logos”, designativa del lenguaje, es la sustancia misma de la razón, la facultad por antonomasia del hombre: aquellos que carecen de esta facultad articulada quedan definitivamente degradados a la animalidad. Pero otros términos también nos denotan esta carga negativa: “peregrinus” era también el extranjero: el que viene “per agrum” por los campos, lo opuesto a la ciudad y lo civilizado. Nuevamente una consideración a lo salvaje y agreste, justamente de lo que deberá cuidarse el hombre urbano. El mismo cristianismo, religión de la “civitas”, denigra a los no creyentes como “paganos”, es decir, pueblerinos, paletos, gentes de los “pagos”. La ciudad y sus puertas definitivamente marcan el paso del mundo propio a la barbarie de lo ajeno.

Pero la etimología negativa resulta, incluso, de la misma palabra “extranjero”, nuevo compuesto semántico que remite a lo que no es de mi “gens”. Extragenus, lo opuesto a “ingenuus”, justamente el término latino para la designación del hombre libre. No podemos por menos que proponer la siguiente interpretación: el extranjero es el esclavizable, el que, por su propia naturaleza, carece de la virtud de la libertad: el nacido para esclavo.

No parece, entonces, extraño que la figura misma del extranjero nos resulte inquietante y que sobre ella depositemos la desconfianza y el odio. La misma construcción de la institución, su raíz lingüística, como hemos dicho, nos lleva a ello. Por eso el derecho de extranjería coloca su figura bajo sospecha. Con naturalidad, no exenta sin embargo de cierta perplejidad, discutimos aún hoy día si estos extranjeros disponen también de derechos fundamentales.

Basta contemplar cuales han sido las administraciones encargadas de la gestión de las relaciones de extranjería. Primero el ejército, que acaparó durante todo el siglo XIX las competencias en esta materia. Los visados de entrada y salida de extranjeros, sus permisos de circulación, el mismo derecho a la residencia y a la estancia en territorio nacional, correspondía su emisión y expedición al Capitán General de la región militar de la frontera de la que procediese el extranjero. El paso al siglo XX no vino, tampoco, a desarmar la posición de rechazo. Veremos como a lo largo de todo el siglo y de ello no son excepción las leyes más modernas, solo supo promover un deslizamiento del control y de la milicia, la administración de extranjería pasó a los establecimientos policiales.

Sobre este eje: ejército-policía, ha trascurrido prácticamente todo el proceso, siempre bajo sospecha, reflejo directo del la consideración negativa de su sustancia institucional. De enemigo a delincuente, en definitiva, de enemigo exterior a enemigo interno. La trasferencia no es neutra sin embargo, ahí se denota...

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