Espacios y ritmos para una nueva concepción de la ciudadanía

AutorJosé María Seco Martínez - Rafael Rodríguez Prieto
Cargo del AutorProf. Dr. de Filosofía del Derecho de la Universidad Pablo de Olavide
Páginas327-341

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ESPACIOS Y RITMOS PARA UNA NUEVA CONCEPCIÓN DE LA CIUDADANÍA

JOSÉ MARÍA SECO MARTÍNEZ*

RAFAEL RODRÍGUEZ PRIETO**

“El hecho de que estemos implicados en el mundo es la causa de lo que hay de implícito en lo que pensamos y decimos acerca de él”. (Pierre BOURDIEU)

1. Introducción

Queremos comenzar este relato preguntándonos ¿en qué consiste hoy la ciudadanía? ¿Qué significaciones tiene fuera de sus rieles históricos? ¿Qué sentido adquiere hoy fuera del alcance jurídicopolítico del Estado como único escenario de producción social de relaciones? ¿Cómo opera en el mundo de las megacorporaciones, de internet y de la trasnacionalización? El avance de las tecnologías, los nuevos diseños societarios (desde los movimientos sociales hasta la reestructuración de la familia), el replanteamiento transnacional de la ciudadanía –por ejemplo, la europea–, las transformaciones sucesivas en todo lo que hace al mundo del trabajo, las presiones migratorias, el nuevo lenguaje científico, son cuestiones frente a las cuales una concepción de ciudadanía, si se nos permite la expresión, de época, fiel a su propia divisa epistemológica, no puede responder. El mundo ha cambiado demasiado y el orden que se concibiera en torno al Estadonación1 y sus

* Prof. Dr. de Filosofía del Derecho de la Universidad Pablo de Olavide.

** Prof. Dr. de Filosofía del Derecho de la Universidad Pablo de Olavide.

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clásicas nociones de ciudadanía ya no volverá. Los nuevos contextos cívicos con sus múltiples espacios y ritmos hacen de la ciudadanía algo mucho más complejo que su simple derivación tradicional de lo nacional. No podemos proseguir con el análisis de la experiencia, que como ciudadanos nos concierne, tratando de visibilizar la realidad sociocultural de los cambios con conceptos y metodologías del pasado. Sería como tratar a un paciente con pócimas y viejos remedios, en lugar de recurrir a procedimientos clínicos contrastados y adecuados.

El nuevo escenario de relaciones, que apareja la reconfiguración planetaria y paradigmática del sistema de producción capitalista, lleva las trazas de infligir cambios de inusitado relieve en esta comprensión orgánica y bastante limitada de ciudadanía. Si a este diagnóstico añadimos el repertorio de insuficiencias que ésta adquiere ante la progresiva amortización del viejo diseño nacionalterritorial como fundamento político del Estado y la ciudadanía2, no hay más remate que admitir la necesidad de enfrentar la idea de la ciudadanía desde nuevas propuestas, posibilidades y enfoques. Qué sentido tiene seguir abundando en las profundidades orgánicas de una noción de ciudadanía que no es realista, que no asume los cambios y que ha perdido el contacto con un mundo, que ahora es radicalmente distinto. Empero, muchos insisten en recurrir a los mismos tópicos y desafíos, en problematizar en los resquicios, desde una perspectiva ahistórica, que esta idea de ciudadanía ha ido dejando en la construcción sociocultural de la modernidad occidental, sin articular otras miradas desde las que comprender tanto las viejas concepciones como las nuevas necesidades de la historia que las sobrepasan.

Tengamos pues el valor de decirlo: la ciudadanía esta hoy expuesta a un proceso de erosión del que no atisbamos apenas signos de recuperación. Ha entrado en una dinámica de descensos sucesivos y proporcionales al resurgir

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de otros valores como el de la seguridad, el del egoísmo, el conformismo social, el repliegue, la indiferencia o el escepticismo. El miedo ha colonizado nuestras relaciones, incluso las más privadas. Se ha instalado en la cultura, en nuestra vida social, en la religión… El miedo a lo desconocido, “a ser tocados”, que diría Canetti 3, forma parte de nosotros y prefigura nuestra manera de entender los acontecimientos y de juzgar las perspectivas del mundo, bajo el pretexto de nuevos e impredecibles peligros. Es imposible disociarlo del cuerpo social, porque nos afecta y forma parte de él. El miedo a la exclusión, el miedo a perder lo que tenemos, el miedo a los diferentes, al contacto, al futuro, a la inestabilidad, a la imprevisión y a las contradicciones. Tal es la nueva proyección antropológica del imaginario occidental.

No creemos, por tanto, descabellado, denunciar la facilidad con que el valor “seguridad” se afianza en nuestras sociedades en detrimento de cualesquiera otros y, cómo no, de la ciudadanía. Pero seamos realistas. Si encuadramos el alza de este nuevo valor social en sus límites precisos, no tardaremos en advertir que cuando hablamos de seguridad no lo hacemos de esa otra idea de seguridad más democrática y social, que refluye en la idea dinámica de participación cívica de los ciudadanos en el organismo social o desagua en la “causa de las rupturas necesarias” con el inmovilismo, las indiferencias y las exclusiones. Cuando aquí hablamos de seguridad no nos referimos a la causa neta de la libertad4 y de la responsabilidad, sino a lo que bien podríamos llamar la “causa espiritual del orden”5–en su sentido más hegeliano–, es decir, a la causa de la continuidad de las estructuras y/o situaciones adquiridas, a la causa de la fidelidad a los valores comprobados, que naturaliza el proceso histórico y absolutiza sus categorías (dogmáticas), proscribiendo toda clase de aventura humana o social.

2. ¿En qué consiste hoy la ciudadanía?

Desde esta perspectiva, la ciudadanía consiste, básicamente, en un status ontológico que entraña tanto la adquisición de algunas capacidades de par-

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ticipación y acción públicas – por medio de la formalización jurídica de los derechos –, como el sometimiento a un estatuto jurídicopolítico específico en el sentido más territorial de sus límites. Como se verá, se trata de un concepto de ciudadanía donde prevalece la exclusión sobre la inclusión, más aún, la regulación sobre la emancipación. Todo aquel que se sustraiga o que no forme parte de ese status jurídico exclusivo, será expulsado del paraíso (occidental) – red azul que nos protege del hambre con sus tragedias y de la guerra con sus escarmientos –, como sucede a los inmigrantes6. Esta concepción, por así decirlo, clásica, de ciudadanía se trenza y define desde la aceptación de preconcepciones inamovibles e intemporales que la condicionan de principio a fin. El valor sobre el que se levanta es el miedo (en la mejor tradición hobbesiana), el miedo a vivere risolutamente, que diría el poeta Aretino, y su consecuencia será el llamado por R. Brady “capitalismo de status7.

Esta cultura del miedo, que dirá Barry Glassner8, produce una ciudadanía instintivamente defensiva, entre otras cosas porque enraíza más en la idea estática de status que en la de contrato –que, por otra parte, es también ficticia e ideológica–. La defensa del status equivale a consolidar un complejo diferenciado y fragmentario y, por ende, jerárquico, de relaciones entre clases, comunidades y grupos de ciudadanos, que se explicita en la disimilitud estructural –pero funcional a las exigencias del orden vigente– de sus facultades y derechos. De modo que frente a la concepción homogénea e igualitaria de ciudadanía como status único e indiferenciado predicable de todos los miembros –que no son todos los sujetos– de la comunidad política, la realidad compleja de nuestras sociedades ha evidenciado tendencias muy variadas de diferenciación/exclusión, que se traducen en un reajuste estructural de funciones y/o derechos dentro del cuerpo social. Basta con reparar en el tratamiento cada vez más expeditivo que, en el marco interno de los Estados, adquiere la regulación del fenómeno de la inmigración, para visualizar: (a) la magnitud de los procesos de fortificación de la ciudadanía como estamento privilegiado –esto es, diferenciado y dualista– frente a sectores cada vez más amplios de la población; y (b) el triunfo de la regulación

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(autoridad) sobre la emancipación en un contexto socioeconómico, cuya racionalidad es la irracionalidad de sus condiciones de producción.

Ahora bien, esta tensión defensiva y oposicional de ciudadanía (exclusióninclusión, regulaciónemancipación), es el preludio de otra (tensión) más esencialista, que: (1) se desmarca de los sujetos, sea cual fuere el contexto cotidiano de sus relaciones; (2) se abstrae de las condiciones de posibilidad de ejercicio de su ciudadanía y (3) que absolutiza el diseño societario, con sus estructuras e instituciones, para ocultar bajo el compás de sus realizaciones cívicas, lo que no es más que mantener el poder. El resultado de esta tendencia absolutista, como podrá imaginar de sobra el lector, no puede ser otro que la descontextualización9 tanto de la situación de los ciudadanos, como de los procesos sociales que programaron sus límites por medio del reconocimiento de los derechos10. La ciudadanía se separa y aleja así de toda cuestión relacionada con la justicia y las necesidades de los ciudadanos, de los valores de la participación y la responsabilidad como valores decisivamente democráticos. Se condensa en torno a postulados indiscutibles de los cuales partir y sus descripciones son cerradas (dogmáticas), porque bloquean los caminos y retienen

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las alternativas. Su configuración se articula siguiendo un esquema marcado por una secuencia que discurre de la fragmentación a la absolutización. Su status es ontológico porque sus proposiciones son ahistóricas, como descontextualizadas y externas son sus condiciones de producción.

Situémonos, por tanto, no en el nivel de sus contenidos políticos, y menos aún en el de sus variables ideológicas, sino en el de los sesgos de este prejuicio ontológico de ciudadanía. Detectaremos entonces una tendencia (a) a reificar sus límites, hasta el extremo de prescindir de la contingencia de los sujetos y de sus prácticas sociales; (b) a...

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