Esclavitud contemporánea y justicia en un mundo globalizado

AutorFederico Arcos Ramírez
Cargo del AutorUniversidad de Almería
Páginas75-92

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1. Planteamiento: las responsabilidades frente a una injusticia radical

Muchas personas consideran a la esclavitud una realidad exclusiva del pasado, algo propio de la antigüedad y del colonialismo, un anacronismo definitivamente superado con el triunfo de la cultura de los derechos humanos y la abolición de la servidumbre y la esclavitud por los distintos sistemas jurídicos nacionales y las diferentes convenciones internacionales. Lo cierto, sin embargo, es que, aunque sea la esclavitud sea ilícita en casi en todos los países, la cifras de seres humanos que sufren actualmente alguna de sus formas son abrumadoras (35.8 millones de personas, más de la que fueron trasladadas de África a América en el vasto comercio transatlántico de esclavos entre los siglos XVII y XIX), que muchas cosas que consumimos han sido fabricadas por esclavos (al menos 122 productos de 58 países de todo el mundo son producidos gracias a ella) y que la esclavitud representa un gran negocio (según, la OIT, las ganancias ilícitas de trabajo forzoso superaron los 32.000 millones de dólares al año)1.

Está claro que, en el caso de toda esclavitud, tanto de la antigua pero sobre todo de la moderna, no estamos en presencia de una desgracia sino de una injusticia2, el paradigma de la iniquidad o el mal3, de lo que es radicalmente inicuo

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no porque las personas así lo piensen sino porque lo es intrínsecamente4. Esta evidencia palidece, no obstante a la hora de determinar quiénes pueden ser considerados responsables en sentido amplio, no sólo jurídica sino además política y moralmente, de esa combinación aberrante de control, posesión, privación de la libertad y explotación humana que conlleva la esclavitud. Ello obedece no sólo a las lecturas tan diferentes que se hacen de las razones para atribuir responsabilidad5, sino también y con frecuencia al desconocimiento de la diversidad de procesos, factores y sujetos que, de un modo directo o indirecto, consciente o inconsciente, forman parte o participan en las cadenas de explotación coactiva de tantas personas.

Algunas responsabilidades parecen, no obstante, muy claras. La primera recaería sobre los individuos que ejercen de forma directa la dominación, explotación u opresión coactiva sobre las víctimas, esto es, sobre quienes trafican con seres humanos, mujeres, niños, inmigrantes, fuerzan al trabajo, etc. Estos actos conllevan la violación de un deber negativo de no dañar moralmente reprobable y legalmente punible. Estamos ante un ejemplo evidente de lo que Honoré denomina responsabilidad derivada del resultado. Una segunda recaería sobre los Estados en cuyo interior tienen lugar tales actos, bien por carecer de instrumentos jurídicos que permitan perseguirlos6, bien porque no existan medios o voluntad política para dotarlos de eficacia. En cualquier caso, serán responsables de una situación que todo Estado obligado a proteger algo más que la vida de sus ciudadanos no puede permitir. La suya parece ser, en clasificación de Hart, una responsabilidad derivada de un cierto cargo, papel, rol,

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etc. Y, finalmente, desde hace más de un siglo, está también fuera de toda duda que la comunidad internacional debe velar por la erradicación de todas las formas de esclavitud «donde quiera que subsistan o no hayan sido completamente abolidas o erradicadas». Los pasos dados en el plano jurídico internacional certifican que estamos ante una realidad cuya eliminación incumbe al conjunto de la humanidad y, respecto a la cual, las fronteras han dejado de representar un factor no sólo ya moral sino también jurídicamente relevante. La capacidad parece ser así que el criterio relevante para atribuir responsabilidad.

¿Se detienen aquí las responsabilidades de la comunidad internacional y, en particular, de los países más aventajados de cara a la lucha contra la esclavitud? La respuesta a este interrogante no puede dejar de tener en cuenta, a la vista de las cifras de la esclavitud en el mundo, que las medidas legales por sí solas son insuficientes y, a veces, ineficaces. Es necesario un cambio de perspectiva, más concretamente es preciso superar esa «lógica de los mundos separados» de la que habla Cassadei7, pero no sólo en el sentido de no considerar la esclavitud una realidad inexistente en los países ricos y desarrollados y exclusiva de un mundo retrasado e incivilizado8, sino en otro sentido diferente. Me refiero a esa otra forma de bipolaridad consistente en estimar que quienes habitamos en el primer mundo no tenemos prácticamente ninguna responsabilidad, o sólo una responsabilidad muy secundaria, de cara a la erradicación de la esclavitud. De acuerdo con esta visión,

1) Únicamente quienes dominan coactivamente a otras personas, a lo sumo, las autoridades de los Estados donde tienen lugar estos actos, son los verdaderos responsables de esta forma fiagrante de violación de los derechos humanos en qué consiste toda forma de esclavitud.

2) Las causas de la esclavitud serían principalmente endógenas (corrupción, pobreza, discriminación por razones étnicas o religiosas, inestabilidad política) a los países donde se desarrolla.

3) La responsabilidad secundaria de quienes habitamos en el mundo «sin esclavitud» tendría su fundamento en la caridad, el humanitarismo, el altruismo, la beneficencia o algún valor similar, y no en la justicia distributiva o reparativa. Por razones de humanidad, los países del primer mundo habrían asumido la tarea de cambiar la mentalidad de aquellas sociedades donde todavía se admite como una práctica normal o habitual la esclavitud, a través, fundamentalmente, de la consideración en el plano de la ética y el derecho internacionales de ésta como una de las formas más aberrantes de violación de los derechos humanos9.

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Y, si los Estados, las ONGs o, incluso, los ciudadanos de los países ricos llegan a considerarse obligados a asumir responsabilidades más exigentes respecto a la erradicación de la esclavitud sería, únicamente, por tratarse, de los agentes con mayor capacidad en algunos contextos para hacerlo, no por su conexión con las víctimas, porque hayan contribuido a su creación, o se hayan beneficiado de ella.

El enfoque anterior de las responsabilidades derivadas de la existencia y la necesidad de eliminación de la esclavitud resulta, a mi juicio, desenfocado por dos razones estrechamente relacionadas. En primer lugar, porque descansa en una visión muy restringida del concepto de «violación de los derechos humanos», reduciendo así el elenco de responsables de eliminar precisamente uno de sus casos más aberrantes. En segundo lugar, porque adopta una visión de la lucha contra la esclavitud demasiado apegada al diseño de instrumentos jurídicos para la persecución de los actos de explotación coactiva, y que no concede la importancia que merece a la eliminación de las condiciones sociales y económicas (dejo aparte las mucho más polémicas causas ideológicas y culturales) que actúan como generadores del caldo de cultivo del que se alimenta la esclavitud. Frente a ello, trataré de proporcionar algunas claves para desarrollar lo que, siguiendo a Van der Anker10, podríamos denominar una respuesta política cosmopolita. Esta visión de la moderna esclavitud no se centra tanto ni principalmente en las medidas contra la trata de seres humanos (tarea asumida por los Estados), ni en la situación de las víctimas (preocupación priori-taria de las ONG), sino en la prevención de la esclavitud más a largo plazo y en la delimitación de las responsabilidades que este objetivo genera más allá de las fronteras políticas. Esta perspectiva señala no sólo a los gobiernos sino también a las corporaciones privadas y a los ciudadanos del primer mundo como titulares de deberes frente a la esclavitud11.

Antes de abordar esta última cuestión, y aunque se trate de un tema que merece, sin duda, una atención más profunda, me permito un par de refiexiones sobre el concepto del término «esclavitud». En primer lugar, en contra de lo que fue considerado su elemento esencial por el liberalismo clásico, estimo que en la definición de la esclavitud el consentimiento de quien la sufre carece de relevancia12. Alguien que consiente voluntariamente ser apropiado o poseído por

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otros con fines de explotación y con la pérdida de control sobre su cuerpo y su vida, no dejaría por ello de ser un esclavo, ni, mucho menos, convertiría en legítima esa situación. En segundo lugar, aunque soy consciente de los inconvenientes de dotar a un concepto de un significado excesivamente amplio y de la fuerza de las razones para establecer una frontera nítida entre la esclavitud y figuras próximas13, estimo, no obstante, que una definición que distinga muy nítidamente el trabajo en condiciones de explotación de la esclavitud dejaría fuera de las formas contemporáneas de esta última aquellos modos de explotación laboral extrema de hombres, mujeres y niños que, aunque no conlleven una apropiación y una pérdida total de libertad y control sobre sus cuerpos y vidas por parte de las víctimas, se desarrollan en condiciones «propias de la esclavitud». Desde esta última perspectiva, lo determinante para hablar de esclavitud no sería tanto la apropiación de la persona, la vida y el cuerpo del esclavo como las condiciones inhumanas o infrahumanas de abuso o explotación en que se desenvuelve la existencia cotidiana de éstas y que, en abstracto, puede llegar hacer preferible la vida de un esclavo stricto sensu que la de un hombre «libre» salvajemente explotado. Al menos, por esta última razón, una definición nominal de esclavitud ofrece ciertas ventajas frente a una genuinamente estipulativa.

2. Las causas de la...

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