Por la erradicación de un problema global. No más sweatshops

AutorÍñigo De Miguel Beriain
CargoCátedra Interuniversitaria de Derecho y Genoma Humano UPV/EHU
Páginas85-118

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1. Introducción

El día 24 de abril de 2013, el edificio Rana Plaza, de ocho plantas, se vino abajo, dejando más de mil muertos entre sus escombros1. El inmueble se hallaba ubicado en Savar, muy cerca de Dacca, la capital de Bangladesh. El arquitecto que lo construyó declaró a The Telegraph que el complejo se había diseñado en 2004 para albergar tiendas y oficinas, no fábricas2. Sin embargo, en ese instante alojaba múltiples talleres textiles, en los que se elaboraba ropa para muchas de las más prominentes empresas del sector3.

Esta tragedia, con toda su escalofriante magnitud, solo era una más entre otras. Según datos de la Federación Nacional de Trabajadores del sector textil de Bangladesh, en los últimos 15 años ha habido unos 700 muertos y miles de heridos en accidentes ocurridos en fábricas textiles (incendios o derrumbes) en el país4. Sin ir más lejos, en 2005, 61 empleados del sector murieron y otros 86 resultaron heridos al desplomarse un edificio de nueve pisos que albergaba fábricas en la misma población, lo que demuestra muy claramente que el caso del Rana Plaza no fue una excepción, sino la más trágica constatación de que en muchas partes de nuestro planeta los trabajadores se encuentran completamente sometidos a una situación en la que sus derechos más básicos no gozan de la más mínima protección5. Y es que la situación descrita no es exclusiva de Bangladesh, sino que, con ciertos matices, podría aplicarse perfectamente a otras naciones como Camboya, Pakistán, Filipinas, Tailandia, Guatemala, etc.6. Todos estos países comparten una triste característica: la existencia

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de estructuras de trabajo en las que los seres humanos desempeñan su actividad en condiciones cercanas a la esclavitud, las habitualmente llamadas sweatshopso talleres de explotación laboral7.

Ante esta situación, resulta absolutamente necesario que quienes nos dedicamos al Derecho, a la filosofía política, a la ética, a la economía o cualquier otra disciplina propia de las ciencias sociales empecemos por afrontar seriamente la aceptabilidad moral de las sweatshops, o, si se prefiere, que seamos capaces de explicar por qué es preferible un mundo en el que solo sean un triste recuerdo del pasado en lugar de una realidad lacerante. A esa tarea irán encaminadas las primeras páginas de este texto, que no pretenden, ni mucho menos, realizar un exhaustivo (y tal vez un tanto repetitivo) análisis de la cuestión, sino más bien recordar los porqués del rechazo a estas formas de explotación. De este modo será más sencillo entender el esfuerzo que emprenderemos posteriormente, un esfuerzo encaminado a explicar cuáles son los mecanismos de los que cabría hacer uso para acabar con ellas, tanto a través del Derecho stricto sensu, como desde otras fórmulas normativas, lo que constituirá el cuerpo central de este trabajo.

2. - Pero, ¿qué hay de malo en la existencia de las sweatshops?

Como acabamos de indicar en nuestra introducción, el primer y fundamental debate que plantean las sweatshops es el de su propia legitimidad moral. Y es que, aun cuando a algunos de nosotros nos resulte difícil de concebir, hay múltiples autores que consideran que no es su existencia sino los intentos de acabar con ellas lo que debe ser cuestionado desde un punto de vista moral. De ahí que se opongan a toda iniciativa destinada a modificar la situación vigente, ya sea la introducción de medidas encaminadas a restringir la importación de bienes fabricados en sweatshops8, los intentos de las organizaciones sindicales por establecer salarios mínimos o mejoras en las condicio-

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nes laborales en los países arriba citados9, o los boicots de consumo a esta clase de bienes10.

Los argumentos que utilizan quienes sostienen estas opiniones son un tanto divergentes, pero pueden agruparse en dos troncos fundamentales. El primero es el que afirma que no hay nada de malo en la existencia de las sweatshops. Esta primera opción sigue un esquema básico que podría describirse así: en primer lugar, se señala que las sweats-hops son moralmente aceptables, ya sea porque las condiciones que ofrecen no son realmente malas para sus trabajadores11, o porque quienes trabajan en ellas realizan un ejercicio legítimo de su autonomía. A continuación, se afirma que cualquier injerencia en su decisión sería un atentado contra su libertad, que es un derecho humano básico12. A partir de ahí, se acaba justificando la inmoralidad de todo intento de acabar con las sweatshops, ya sea por considerarlo como el fruto de una mala comprensión de los hechos, o por contemplarlo como una forma de paternalismo injustificado que violenta los derechos del ser humano.

La segunda línea argumental, en cambio, acepta en principio la crítica de que las sweatshops no son aceptables, pero considera que la única alternativa a su existencia, esto es, su desaparición, empeoraría todavía más la situación de quienes trabajan en ellas13. A estas dos líneas fundamentales se une el argumento de que, dado que gracias a la existencia de estas estructuras el dinero fluye hacia países que lo necesitan para sostener a su población, todo intento de acabar con ellas no es, en el fondo, sino una conspiración de los países desarrollados para instaurar medidas proteccionistas que favorezcan sus economías14. De ahí, por cierto, que sean los países menos desarrollados los primeros en oponerse de manera sistemática a una modificación en las normas que rigen la organización del comercio mundial que introduzca estos mínimos en derechos sociales15.

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Estos argumentos, no obstante, contienen severas fallas que mere-ce la pena explorar. Con respecto al primero de ellos, hay que poner convenientemente en duda la auténtica autonomía de unos seres humanos cuyas alternativas consisten en morir de inanición, trabajar en exploraciones locales en condiciones aún más deplorables que las de las sweatshops o aceptar un empleo en una de estas últimas16. Decir que, en estas condiciones, una persona puede expresar voluntariamente su consentimiento es sumamente aventurado, cuando no directamente falaz. Más adecuado parece pensar que en todo ello hay algo (si no mucho) de explotación laboral, tal y como han expresado múltiples autores17. Es de otra parte necesario tener bien presente que, aun cuando aceptáramos que quienes trabajan en las sweatshops lo hacen voluntariamente en uso de su plena autonomía individual, seguiríamos manteniendo que su decisión sería inaceptable, porque la autonomía también conoce límites cuando se perjudican bienes que van más allá de aquellos de los que puede disponer un trabajador. Y estos bienes, sin duda existen. Así, por ejemplo, no forma parte de la autonomía de las partes concluir un acuerdo laboral en el que el trabajador consigue su empleo gracias a la práctica de relaciones sexuales con el empleador, por cuanto ello atentaría contra la dignidad humana. Tampoco resulta aceptable que una persona realice un trabajo que resulta denigrante para el ser humano, por más que desee fervientemente obtener los beneficios que podría reportarle18. De ahí, sin ir más lejos, que el lanzamiento de enanos fuera prohibido en Francia y censurado

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internacionalmente19, o que no sea posible organizar combates de gladiadores en nuestro tiempo20.

El segundo de los argumentos aducidos también es, a buen seguro, falaz. Y lo es porque oculta un dato absolutamente fundamental. En el mundo de las sweatshops, la defensa que parte de la idea de que hay que elegir entre explotación o inanición olvida deliberadamente que hay una tercera opción: seguir con la producción, pero bajo unos estándares mucho más acordes con los derechos humanos. Una opción, por cierto, que no destruiría la ventaja comparativa de países como Bangladesh o Camboya: aunque el coste laboral de las sweat-shops se duplicara, seguirían siendo competitivas frente a cualquier país occidental21. Por consiguiente, no podemos ceñir a la discusión a

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la alternativa entre dos premisas que no admiten terceras vías. Por el contrario, éstas existen, son perfectamente plausibles desde un punto de vista económico, y moralmente mucho más aceptables que las dos que se ofrecen habitualmente. Partiendo de estas bases se entenderá, por fin, por qué el último de los argumentos planteados, esto es, la necesidad de favorecer las economías de países subdesarrollados, resulta también erróneo. Y es que, aunque fuera cierto que la esclavitud constituyese el único modo de mantener vivas a miles de personas, esto no la haría nunca moralmente defendible. Mucho menos lo será si tenemos presente que hay una alternativa real a la esclavitud, que no es la muerte, sino un trabajo en condiciones aceptables bajo unos mínimos estándares.

Podemos, en suma, concluir que las sweatshops y la quiebra de derechos humanos que implican resulta inaceptable desde un punto de vista moral. La cuestión que esto plantea inmediatamente remite a los medios, los métodos que podemos emplear legítimamente para acabar con ellas. Aferrándonos momentáneamente en exclusiva a la esfera de lo jurídico, hay diferentes acciones que cabría adoptar: en primer lugar...

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