Érase una vez?. una Constitución universal. Especial referencia a la proyección en Europa de la Constitución de Cádiz

AutorEsther González Hernández
Páginas283-314

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I Introducción: la cuestión territorial en la constitución de Cádiz

Hoy1, algo más de doscientos años después de la primera Constitución en sentido moderno de la historia, es decir, del primer Texto Constitucional escrito de la Nueva Era2, se da por supuesto que todo Estado, a excepción de Reino Unido, Nueva Zelanda e Israel, tiene una Constitución escrita basada en el moderno constitucionalismo3.

Parece indiscutible, por tanto, el inescindible ligamen entre Estado y Constitución, ya se la llame Ley fundamental, Norma constitucional etc., pues todo Estado necesita una Constitución, a modo de estructura primaria o conjunto de principios fundamentales.

Así, según la concepción liberal revolucionaria, el Estado es un fenómeno que obedece a una creación artificiosa del contexto continental del siglo XVIII que, sustancialmente, se identifica con la dimensión política de una sociedad materializada en un texto escrito, esto es, en una Constitución4.

Desde esta óptica, la Constitución representaba, en primer término, la organización del Estado; la ley suprema que permitía al Estado actuar y

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funcionar legítimamente, por mucho, que, a renglón seguido, se pusiese el acento en su particular contenido, cual es, el de la regulación de derechos y libertades ciudadanas.

Sea como fuere, esta íntima relación entre Constitución y Estado exige la previa definición del objeto de aquella, incluida la cuestión de su territorio. Se ha dicho, con razón, que la doctrina de los tres elementos del Estado considera a los hombres, al territorio y al poder de un modo corpóreo, estructurando los elementos como partes imprescindibles de un Estado entendido también como forma corpórea5. Por tanto, la determinación del territorio del Estado es una cuestión siempre presente en las Normas constitucionales. La cuestión territorial ocupa, pues, un lugar principal del “saber constitucional”. Pues si de algo se ocupa el constitucionalismo es de la compleja relación entre pueblo, soberanía, nación y territorio: una misma realidad, si bien explicada desde diferentes prismas.

Esto fue así, desde el principio de los “tiempos constitucionales”, pero con especial énfasis en aquellos países en que el constitucionalismo se asentaba en realidades nacionales complejas. Como fue (y es) el caso español: “entre 1808 y 1812, aquella monarquía no imperial se quiso transformar (…) en una nación. Es un caso único en la historia del constitucionalismo moderno: “La nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios (art. 1, Constitución Política de la Monarquía Española)”6. Sin embargo apunta Lorente Sariñena que: “La nación española que se constitucionalizó en 1812 era no tanto la “reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, cuanto una nación corporativa, necesitada de instrumentos o mecanismos representativos adecuados a su naturaleza, los cuales, a su vez, calificaban el territorio convirtiéndolo en indisponible. De todos es conocido su fracaso, que abrió las puertas no a una, sino a múltiples naciones, así como a infinidad de conflictos territoriales”7.

Por tanto, los constituyentes gaditanos intentaron poner orden en el “tíngalo hispano”8. Es decir, intentar poner orden en el aspecto territorial de “La

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España transoceánica”, de la “España Bihemisférica” o de “Las Españas”9, esto es, definir, por primera vez, qué debía entenderse por “Nación española”. Se trataba sin más (pero no menos) de conjugar la comprensión de dos factores: uno real, el territorio y su población y otro político, el de la extensión de la voluntad constituyente10.

Por ello, una de las cuestiones prioritarias y, por ende, previa para el constituyente gaditano no podía ser otra que la de determinar cuáles eran los dominios sobre los que dicho Texto proyectaría su contenido. Así, independientemente de la situación bélica y de sus motivaciones políticas, la Junta primero y la Constituyente después, estaban avocadas a abordar la reforma del espacio constitucional tanto peninsular como americano. Y ello, entre otras cuestiones porque “la situación de los saberes, en este caso los geográficos y cartográficos, no ayudaron a dividir un territorio que debía ser, ni más ni menos, la base espacial de la representación política”11.

Recuérdese que Isidoro de Antillón en su famosa obra Elementos de Geografía Astronómica natural y política de España y Portugal, venía a decir que la división geográfica de España es irregular y monstruosa, de donde nacen gravísimos inconvenientes, pues “(…) juzgando por las circunstancias y situación de la Europa están aún más lejos algunas de las naciones que la componen, y sus colonias en Asia y América, de tener aquellas estabilidad en sus relaciones políticas que tenían veinte años hace y que se necesita para definirlas en un curso de geografía, cuya utilidad no haya de ser el momento, sino que deba servir con provecho en las escuelas por espacio de algunos años. Así mientras dure en la Europa este orden de cosas esta inconstancia y variación continúa en los intereses de las potencias, por fin, esta incertidumbre y agitación en que hallan muchas asociaciones políticas…”12. En definitiva, el

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elenco de territorios de su Texto no era más que meramente descriptivo, porque ni siquiera su dimensión geográfica era fiable debido al deficiente conocimiento espacial13.

No quedó más remedio que asumir la cuestión territorial desde parámetros centralistas y uniformadores como natural reacción a la diversidad feudal que les precedía. Por ejemplo la Constitución francesa de 1791, en su artículo 1, Título II señalaba categóricamente: “El reino es uno e indivisible: su territorio se distribuye en ochenta y tres departamentos”. Téngase en cuenta que el constitucionalismo, entre otras cuestiones, surge como reacción a un inabarcable universo de ius propii o ius singulae, propio de la Edad Media. El siglo XVIII es, por tanto, el momento en que se hace inaplazable la necesidad de eliminar los particularismos jurídicos, esto es, los fueros14. De ahí que no deba extrañar que los constituyentes de 1812 olvidasen conscientemente el contexto regional permanente y siempre presente en nuestra historia, y apostasen por la unificación territorial, administrativa y normativa. Es decir, que la Constitución apostó por la unidad de Códigos de forma similar al constitucionalismo francés de corte legal”15.

Sin embargo, resulta curioso, cuánto menos, este planteamiento. Pues la opción por ordenar el territorio desde criterios centrípetos, chocaban frontalmente con los verdaderos anhelos de los liberales gaditanos, que no eran otros que la de garantizar la universalidad de su obra. Basten como ejemplo las palabras del diputado Moreno Guerra con las que dábamos comienzo a estas páginas.

II La universalización del “saber constitucional gaditano”

Afirma Blanco Valdés “que la Constitución política –y el fenómeno histórico que de su aparición se derivó: el constitucionalismo- fue un invento es algo que puede sostenerse en un sentido casi literal”16. Como también parece difícil negar (y esto es lo que me propongo demostrar) que si desde siempre (y desde el principio) el constitucionalismo nació con vocación de constituirse en “saber” y “realidad” universal, la Constitución de Cádiz fue la más universal de

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todas las de tipo liberal. Ahora que estamos de lleno en el debate sobre cómo hacer llegar un verdadero constitucionalismo a países que, hasta fechas recientísimas, no disfrutaban de él, que se me perdone el atrevimiento (aunque sea en palabras de otro) pero “en las Ciencias Sociales nadie emprende la búsqueda de algo para conformarse con la conclusión de que no existe… Dicho esto con alguna pequeña dosis de sorna, disculpable, creemos, se pretende mostrar aquí que las modas y las mímesis afectan a los temas históricos como a todos los demás, aún en mayor grado”17.

Sea como fuere, la vocación de universalización que el mismo fenómeno constitucional demostró desde el mismo momento de su alumbramiento, ese deseo de traspasar fronteras y extenderse por doquier no se refiere (al menos, no exclusivamente) al mero fenómeno de la transmigración o de la transmisión del derecho entre países, ni de la imposición de un ordenamiento jurídico por la conquista o la colonización de territorios como ocurrió con el modelo de constitucionalismo bonapartista18, sino más bien a lo que Emerico Amari denominó “contagiosidad del Derecho”19. O dicho en palabras de Biscaretti di Ruffia: “Desde un primer punto de vista (…) es preciso reconocer que las Constituciones de la época moderna han surgido, en la mayoría de los casos, de una serie compleja de recíprocas y recientes derivaciones genealógicas, por lo que sus datos comunes resultan con frecuencia bastante ostensibles”20. Y es que, a finales del siglo XVIII y principios del XIX como consecuencia de la imparable andadura del espíritu de “Revolución”, en Europa era posible hablar de un “Derecho constitucional común”21, llámese si se prefiere, “Derecho constitucional clásico”22 o “Derecho constitucional general”23 al modo liberal.

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Que habría visto en el artículo 16 de Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y en la Constitución de...

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