Epílogo

AutorManuel Villoria Mendieta
Páginas375-380

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Tras haber transitado por todo este conjunto de reflexiones sobre el buen gobierno, la ética de los servidores públicos y la corrupción política, creemos que no podemos abandonar el texto sin una mínima reflexión sobre la sociedad en la que estos fenómenos se producen. Ahora que tanto se habla de políticos corruptos, parece oportuno recuperar unas reflexiones de Ortega y Gasset, que escribió en El Sol en julio de 1922: «Así, considero que es un deber oponerse a la idea, avecindada en casi todas las cabezas españolas, de que los gobernados somos mejores que los gobernantes; los electores que los elegidos; la Nación que el Parlamento» (ortega y gasset, 1966, 140).

Como bien señala el filósofo, la relación entre gobierno y sociedad es íntima y se retroalimenta. Por ello, no podemos reducir, sin más, el concepto de buen gobierno al poder ejecutivo en el marco del Estado. El buen gobierno exige, también, civismo. Como nos recordaba Rafael del Águila (2007), para los atenienses la lealtad hacia la ciudad en la que se vive o el compromiso cívico era lo que nos hacía verdaderamente humanos. No hay mayor virtud, ni mayor gloria, decía Cicerón, que preocuparse por el bien común. De acuerdo con Tena, la civic virtue o public spiritedness, según la denominaban los humanistas cívicos ingleses, tenía una doble dimensión: por un lado, requería de la capacidad para discernir lo que el bien público demanda y, por el otro, exigía la motivación para actuar según sus dictados. La virtud cívica la podríamos definir, así pues, como la motivación causalmente eficiente hacia la acción públicamente orientada. Por públicamente orientado se entenderá orientado hacia el bien de la sociedad y, en este sentido, se considerará la justicia como el principal bien de la sociedad (tena, 2009, p. 99). Una sociedad guiada por el espíritu cívico demanda un buen gobierno que, además, lo crea. Una sociedad donde la virtud cívica anide expulsa actitudes corruptas de la vida pública.

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Por desgracia, la virtud cívica se enfrenta hoy al tipo de implicación política propio de las democracias contemporáneas, caracterizado por «las políticas del estilo de vida» y por «ciudadanos inter-mitentes» (norris, 1999, 2002). Ciertamente, la ciudadanía actual está dispuesta a participar e involucrarse en la defensa de políticas que afectan a lo que entienden como la vida que quieren vivir, pero, al tiempo, suelen centrarse en temas que están cerca de casa (close to home) y rechazan decisiones que, aunque beneficien a la comunidad, les perjudique directamente (not in my back yard). Y todo ello lo hacen de forma intermitente, en función, muchas veces, de la construcción mediática de problemas y opciones. En gran medida, la falta de implicación ciudadana en los intereses generales, en el marco de grandes grupos, como ya nos advirtió olson (1971), está vinculada a un egoísmo cortoplacista y falsamente «racional» (partiendo del modelo de persona que busca maximizar preferencias personales continuamente, ese «idiota racional» del que habla Sen); de forma que, si la creencia en la implicación ajena con el bien común no existe, es difícil encontrar apuestas ciudadanas efectivas para la mejora...

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