La enseñanza en la Edad Moderna. El caso de la ciudad de Lugo

AutorGonzalo Francisco Fernández Suárez
Páginas11-24

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1. Las fuentes documentales empleadas

Muchos de los autores que han prestado atención a la educación en la Galicia moderna (Sanz González, 1992, 229; Rey Castelao, 1998, 271-272; Sandoval Verea, 213-217; Sixto Barcia, 2007, 7-8; Suárez Golán, 2007, 15-16), vienen recalcando la dificultad que entraña para su estudio la escasez de documentación, en especial de tipo estadístico, con anterioridad al siglo XVIII y primeras décadas del XIX. Para el caso que ahora nos ocupa, hemos tratado de subsanar esta carencia mediante la consulta de diversos fondos documentales que pudiesen proporcionarnos una visión lo más completa posible de los siglos XVI al XVIII. El primero de estos fondos ha sido el del concejo de Lugo, nominalmente la serie de libros del consistorio que principian en 1545 y cuya importancia radica en proporcionar noticias que, aunque fragmentarias, nos permiten analizar con detenimiento la evolución de una de estas instituciones. Mucho más completa y abundante es la información suministrada por los libros tumbo de la biblioteca del Seminario Diocesano de Lugo. Otras fuentes documentales como la Real Intendencia de Galicia o los libros de actas del cabildo catedralicio, limitado al segundo, nos han servido para recabar y completar datos cuantitativos o bien para explicar ciertos cambios acaecidos a finales del Quinientos.

2. Las instituciones educativas en Lugo en la edad moderna

Tal y como señala García Conde (1949), los primeros indicios sobre instituciones educativas en Lugo hay que retrotraerlos al siglo XI cuando se cita a un maes-

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trescuela. Figura esta que García Oro y Portela Silva (1997) vuelven a reseñar en la Baja Edad Media en su vertiente económica, como también una escuela de gramática cuyo sostén corre a cargo del cabildo catedralicio. Estos dos autores también destacan el papel desempeñado en esta urbe desde fines del siglo XIII por

los dominicos con estudios de lógica y de textos cristianos. Estas disciplinas impartidas por los dominicos se ampliarían a fines del siglo XV con estudios de teología y gramática, según Costa Rico (2004) quien también señala a los franciscanos.

A partir del Quinientos asistimos a ciertas mutaciones. En primer lugar, si bien el maestrescuela sigue gozando de protagonismo, tal y como recoge García Conde (1949), a fines de esta centuria se le exonerará vitaliciamente de enseñar gramática a cambio de la entrega de 35 ducados anuales al prelado quien, en su lugar, nombrará a un sustituto, tal y como se recoge en la sesión capitular del 16 de diciembre de 15961. Este convenio es ratificado periódicamente por alguno de ellos como el doctor don Andrés de Pallares y Baamonde mediante escritura otorgada el 27 de abril de 16002. Esta obligación recaerá desde comienzos de la centuria siguiente en el catedrático de mayores quien sustituye a dicho maestrescuela en esta tarea3.

Pero sin duda la mayor transformación se producirá con la fundación del seminario diocesano durante el episcopado de don Lorenzo Asensio Otadui (1591-1599) porque, como luego veremos, será el llamado a liderar la escolarización de una parte de sociedad rural y urbana de la antigua provincia de Lugo. Frente a esto, apenas hemos localizado indicios sobre la acción desarrollada durante estas centurias por franciscanos y dominicos de quienes solamente contamos con un breve apunte del año 1753 en el que se cita a cinco estudiantes dentro de sus muros4.

Finalmente, las actas del consistorio lucense nos revelan la presencia de una o más escuelas de primeras letras en las que se instruye a los niños pobres. Los intentos por aumentar las escuelas existentes en la ciudad tienen ya lugar en la segunda mitad del siglo XVI. El 20 de diciembre de 1581 el procurador general amenaza con querellarse contra el concejo en la Real Audiencia por oponerse a la liberalización del número de las mismas. Sus argumentos remarcaban el grave perjuicio que su limitación supone y en la posesión de provisiones reales que avalan los derechos de todos aquéllos que atesoren las condiciones estipuladas para ejercer como enseñantes5. Pese a esto, años más tarde en 1592, coincidiendo con el fallecimiento del

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maestro titular, las autoridades municipales redoblan sus esfuerzos para vetar cualquier intento de abrir otro establecimiento educativo sin su autorización, amenazando con multar y encarcelar a quien lo contravenga6. Este acrecentamiento tendrá lugar de forma paulatina en la segunda mitad del siglo XVIII. Así si en 1753 el Real de Legos identifica como maestros a don José Baamonde y a Alonso de Otero7, el 15 de abril de 1780 en un informe remitido al Real Acuerdo se menciona a cuatro titulares de otras tantas escuelas abiertas en el casco urbano8.

3. El perfil profesional de los enseñantes

La labor de quienes ejercían la enseñanza en el Lugo del Antiguo Régimen, principiaba con su nombramiento. Este nombramiento revestía determinadas formalidades y procedimientos que variaban dependiendo del sector al que estaban adscritos cada uno de ellos.

La dotación de un maestro de primeras letras podía obedecer a una búsqueda ordenada por el propio concejo al haber fallecido su titular9. Esta búsqueda no se limitaba en exclusivo al territorio de las provincias gallegas ni tampoco a la publicación de un bando. En ocasiones, la falta de demandantes de este empleo en las cercanías podía hacer decantarse por enviar a un delegado municipal que trajese al nuevo maestro desde un lugar relativamente alejado. No por casualidad, años antes, el miércoles, 20 de octubre de 1582, el consistorio lucense había mandado librar 16 reales a un mensajero para que fuese a buscar a Gabriel Núñez a la ciudad de Oviedo10. Sin embargo, la preocupación de las propias autoridades por conseguir un sustituto aparece, al tenor del recuento de las veces en las que se procede a su provisión, como un factor residual, resultando más frecuente que sea el propio interesado quien manifieste su disposición para ser contratado. Si venía de un lugar remoto, esta disposición adquiría rango de promesa de asentarse en la ciudad, tal y como hacía Sancho de Saavedra, natural de Valdepeñas11.

Su designación correspondía al concejo, previa aprobación o nominación por el señor obispo o, si la sede estaba vacante, por el cabildo catedralicio. En algunos casos, la presentación de dicha aprobación ante la asamblea municipal se consideraba una obligación inexcusable, tal y como se le recordaba al mismo Sancho de

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Saavedra el miércoles, 27 de agosto de 1566 para que trajese «… la aprobaçión ante todas cosas de los señores provisores set bacante conforme al Sacro Santo Concilio,…»12. Los requisitos exigidos insisten en sus buenas aptitudes desde el punto de vista profesional y moral. En primer lugar, debía dar muestras de su pericia y capacidad mediante la exhibición de un documento en el que se acreditase que había sido examinado, y también de su buena letra, habilidad y suficiencia. A su lado las cualidades personales que debía atesorar, pueden resumirse, por orden de reiteración, en cuatro tipos: ser vecino de la ciudad o comprometerse a avecindarse en ella, ser conocido, de buena fama y costumbres y descendiente de cristianos viejos. Una vez nombrado, prestaba juramento sobre una señal de la cruz ante los munícipes comprometiéndose a instruir a los alumnos con esmero, enseñarles a leer, escribir y doctrina cristiana y, finalmente, a que residiría en la población.

Cuando se producía una vacante en las cátedras del seminario, el obispo procedía a la publicación de un auto mediante el cual se comunicaba esta circunstancia a todo el obispado. Casi a continuación, se fijaba un edicto en el que se concedía a los aspirantes un plazo de 30 días para presentarse a fin de opositar. Llegado el día del concurso, los opositores se examinaban en un término límite de 24 horas. Esta evaluación, efectuada en presencia del propio prelado y de dos consiliarios del cabildo, comenzaba con un ejercicio de lectura de un texto de un poeta latino a lo largo de 1 hora, seguido de 30 minutos de debate y respuestas a las preguntas que se formula-sen sobre el mismo; y finalizaba con la traducción al latín de un texto en romance.

Por regla general y teniendo en cuenta las escasas referencias con las que contamos, la regencia de la escuela por una misma persona no se circunscribía a un período fijo, sino al de su propia existencia biológica, a la decisión de prescindir de sus servicios o al deseo personal de abandonar voluntariamente su puesto de trabajo. Este cese voluntario, si bien minoritario, obedecía a la aparición de unas mejores expectativas laborales en otro lugar y que, quizás, estuviesen fundamentadas por la buena fama de la que gozaba.

Estas motivaciones parecen haber impulsado a Juan Granada de Soto a tomar la determinación de abandonar Lugo en 1595, al haber recibido una buena oferta por la ciudad de Mondoñedo desde donde se le había venido a buscar13. Este mismo panorama, con algunas matizaciones, podemos plasmarlo para el seminario diocesano. Si hacemos un balance de la permanencia al frente de alguna cátedra como la de mayores, son minoría aquellos cuya duración aparece circunscrita a un lapso de años. Esta limitación de la que hablamos sólo queda registrada para Diego Pérez Sanjurjo, Andrés López Tuiriz y el bachiller Pedro López García a quienes se les designa para 3 años, aunque solo uno de ellos, Andrés López Tuiriz, los agotaría. En consecuencia, la mayor o menor continuidad hay que ligarla a causas como la renuncia, la muerte y, sobretodo, las promociones dentro de la carrera...

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