Selección de ensayos de Rafael Gutiérrez Girardot sobre literatura española e hispanoamericana

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La literatura Española

Significativo de la cultura española es el hecho de haber adoptado desde sus comienzos históricos una posición media y mediadora entre mundos esencialmente diferentes y haberla mantenido hasta los tiempos modernos. Las fuerzas espirituales que en el transcurso de la historia se encontraron en suelo español, pueden haberse llamado Antigüedad griega y antiguo oriente, genio romano y cristianismo, este último teñido tanto de elementos árabes como hebreos, Edad Media y Renacimiento, Reforma y Contrarreforma, restauración y progreso, pero continúan siendo fuerzas contrarias y el espíritu español que se esforzó en reconciliarlas elevó al mismo tiempo la tensión existente entre ellas a la categoría de principio de su propia configuración.

Con respecto al primitivo lenguaje español, hasta el momento sólo se sabe que en él tendían a unirse dos lenguas extranjeras; por la rica literatura narrativa de los primitivos habitantes de España, los íberos -de la que nos relata Estrabón pero únicamente quedan pequeñas reliquias-, se llegó a determinar que la escritura era oriental (fenicia) y la gramática indogermánica, sin que hayan resultado todavía puntos de apoyo que brinden la posibilidad de descifrar clara y selectivamente los respectivos componentes. Por el contrario, la arquitectura y la cerámica de la misma época temprana permiten reconocer claramente que fue la cultura griega la que influyó en la sustancia del espíritu ibérico, sustancia a la que en principio se atribuyó un cuño oriental. Como símbolo clarificador del período primitivo original español se nos ofrece la historia transmitida por Heródoto sobre la amistad de Argantonio, rey de la legendaria Tartesos (situada en las cercanías de Cádiz junto a Gibraltar) con los jónicos focéanos, que todavía se conservaba fresca en el recuerdo de los griegos de la época posterior. La fascinación que irradiaban Argantonio y Tartesos en las leyendas (Anacreonte elogia en sus versos al rey de ciento cincuenta años) atrajo a marineros griegos hacia España que a partir de este momento no tardaría en incorporarse al mundo occidental «histórico».

La siguiente época histórica española se halla igualmente bajo el signo de un encuentro semejante. Al período de la literatura hispanorromana (entre el año 218 a.C. y el 409 d.C.) -entre sus representantes más significativos se encontraban Séneca, el viejo y el joven, Lucano, Quintiliano-, le sigue el dominio de la cultura árabe que influyó la esencia española más decisivamente que la cultura romana y fue capaz de despertar en ella el impulso hacia la creación literaria propia. Pero sólo fue posible atribuir al influjo de los árabes el que España, que había recibido la civilización occidental a través del dominio romano y la fe por medio de la misión de Pablo (entre el año 63 y 67 d.C.), desarrollara posteriormente una cultura propia -y esto justamente en el enfrentamiento con las fuerzas espirituales a las cuales Europa debía su propia «configuración» (en el doble sentido de la palabra). Se trató al mismo tiempo de un conflicto entre los elementos dispares de la esencia española que Américo Castro ha definido con la fórmula:

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Cristianos, moros y judíos

. En este sentido la palabra «cristianos» no sólo es entendida teológicamente, sino en un sentido más amplio histórico-filosófico, como el elemento europeo que, teñido de arabismo extraeuropeo y de judaísmo, ha contribuido a crear la diferenciación interna de España y que siempre se ha manifestado ante el resto de Europa como algo extraño.

Fe y poder

El que España también anduviera sus propios caminos en el aspecto social es algo que se evidencia ya en el primer testimonio conservado de la literatura española, El Poema del Cid, que escrito hacia 1140 y dentro del marco de las relaciones sociales de ese entonces, trataba hechos históricos que se remontaban seis décadas atrás; en la España del siglo XII no se había alcanzado aún, como en el caso de Francia, el desarrollo de un estado feudal. La sociedad española de este tiempo estaba constituida por tres diferentes estratos: los nobles, aristocracia que a su vez podía ser dividida en tres subclases, los libres y behetrías, que podían colocarse bajo la protección bien de la iglesia o bien de algún noble a cambio de una determinada contraprestación, y finalmente los siervos quienes originariamente fueron vendidos como esclavos pero ya hacia fines del siglo XII

y principios del XIII no pertenecían a ningún señor sino que estaban unidos a la tierra que ellos mismos trabajaban, habiéndose igualado al estatus de los libres con ciertas restricciones. La mayor parte de la población estaba compuesta por libres y behetrías que formaron comunidades independientes con entidad jurídica propia y que se agruparon en el siglo XII en las cortes (asambleas).

Esta estructura no le permitía al señor feudal mucha libertad de movimiento. Sus anhelos de poder fueron refrenados por la mano fuerte del rey y él mismo estaba obligado a severa obediencia. Sólo tres siglos más tarde recuperaría España el desarrollo social y espiritual que ya había llevado al resto de Europa hasta el umbral de la modernidad que había sufrido un retraso en España ante todo por la osificación de la estructura sociopolítica, lo cual a su vez fue una consecuencia del prolongado levantamiento contra el dominio de los árabes que trajo consigo, no sólo lucha y aislamiento frente al enemigo, sino también una apropiación de sus formas de vida y de su cultura. Además del rico tesoro en palabras y conceptos de todas las áreas de la ciencia, de algunas formas literarias como el zéjel, cuya composición métrica utilizan los cancioneros, y además de determinados motivos amorosos de la poesía popular, también es de origen árabe la concepción de la religión como una fuerza espiritual que atraviesa imperiosa la vida entera y para la que toda guerra significa una guerra «santa». Con esta manera de pensar, la piedad, el fervor y la firmeza de la fe cristiana habían de degenerar en fanatismo, odio confesional y rígida intolerancia contra todo lo foráneo, haciéndose idénticos del mismo modo fe y política y ortodoxia y nacionalismo. De acuerdo a todo esto, también la empresa política y económica de una conquista de la recién descubierta América será concebida como una tarea eminentemente religiosa. En el año del descubrimiento (1492) redacta el humanista Antonio de Nebrija (1444-1532) una gramática científica del español (Arte de la lengua castellana), la primera, y explica en el prólogo expresamente como objetivo: la difusión de un idioma imperial como símbolo de autoafirmación nacional y como un medio indispensable de cristianización del Nuevo Mundo que Nebrija ya presupone.

La conservadora limitación de la literatura española es explicable por esta misma concepción que se va agudizando lentamente y por la identificación de una fe casi fanática con el poder político. Esta limitación tampoco es modificada por el hecho de que el huma-

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nismo español -en el sentido de Erasmo- desarrolle fuerzas que buscan liberar al espíritu de las cadenas de la intolerancia y hacerlo receptivo a las corrientes religiosas y filosóficas de la Europa de entonces; ni se modifica porque comience la época de la gran lírica ya con Garcilaso de la Vega (1503-1536) quien lleva a la perfección el «modo italiano» (itálico modo o también petrarquismo). Precisamente en este encuentro del modo de ser condicionado medievalmente de España con el Renacimiento, se hace claro que su relación con Europa se asemeja a un movimiento pendular que se realiza entre contracciones y expansiones opuestas, entre aceptación y rechazo de lo foráneo, sin traspasar nunca su pretendido círculo cerrado aparentemente impenetrable.

El mismo movimiento caracteriza la esencia y expresión de la literatura española de todos los siglos, ya sea que oscile entre piedad mundana y extrema alienación del mundo o también entre las posiciones ideológicas y artísticas más diversas. Así por ejemplo Miguel de Cervantes (1547-1616) como personalidad, tan pronto tiende al eras-mismo como al credo ideológico de la Contrarreforma, mientras que Francisco de Quevedo (1580-1645) deja en suspenso el conflicto entre una sabiduría del mundo arcaizante y libre y una ortodoxia obediente, celosa en la fe y desdeñosa del mundo. El conflicto latente en la propia naturaleza se actualiza siempre en el español a través del contacto con lo foráneo. Miguel de Unamuno (1864-1936) luchó desde muy temprano contra la tradición del chato siglo XIX y tomó sus impulsos vitales del diálogo con la filosofía europea y, sin embargo, se encerró al mismo tiempo herméticamente en la provincia anunciando desafiante su desprecio por la razón europea; y el mismo José Ortega y Gasset (1883-1955) que se consideraba descendiente de la espiritualidad alemana, jugó a ratos vanidosamente el papel del bárbaro celtíbero interpretando su obra ensayística como expresión de un modo de pensar originalmente ibérico.

En este perenne intercambio de lo propio que rechaza todo lo foráneo, con lo foráneo que no está en capacidad de reconciliarse con lo propio, subyacen fuerza y debilidad, originalidad y mortificante monotonía, atractivo y disgusto de la literatura española. Su historia es un juego de contrarios que al mismo tiempo son repeticiones. Los historiadores de la literatura española de la actualidad para quienes toda...

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