De enfermedades y gentes

AutorAndreu García Aznar
CargoMédico. Servicio de Nefrología. Fundaciò Althaia. Manresa, Cataluña, España.
Páginas3-10

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La enfermedad no es algo que quede inscrita sólo en el ámbito de la relación médico paciente. Cada vez son más los profesionales que intervienen y adquieren relevancia en el cuidado y tratamiento de los males que afectan a los individuos no siendo posible hoy en día, en un amplio número de casos, una asistencia adecuada sin el concurso de un abanico de profesionales tan amplio que incluye personal de enfermería, trabajadores sociales, psicólogos o personal administrativo entre otros.

Las cosas van más allá y pacientes y profesionales se ven influenciados en esa relación por los matices particulares y la forma en que cada enfermedad concreta es vivida por unos y otros y por el entorno social en que esta se manifiesta. En la antigüedad, enfermedades como la epilepsia o la lepra tenían connotaciones que sobrepasaban las manifestaciones físicas de las mismas: la epilepsia fue considerada una enfermedad sagrada y la lepra castigo por los pecados cometidos, algo, esto último, que algunos sectores han querido revivir en relación con el SIDA al estar esta entidad ligada, ya desde su inicios, a grupos marginales de la sociedad y a hábitos sexuales, según ellos, pecaminosos.

La falta de un tratamiento eficaz, las falsas creencias, el miedo y la catalogación moral que de una determinada enfermedad pueda tener una sociedad concreta puede conllevar actitudes que van desde un pacto de silencio al rechazo o la exclusión de los individuos afectados o a hechos como la creencia extendida en algunos países africanos de que el SIDA se previene o se cura al mantener relaciones sexuales con personas vírgenes lo que se ha traducido en violaciones de bebés y niños1.

Aunque Gregorio Marañón2escribía en los años treinta del siglo pasado que · "el hombre no debe mentir" más adelante añadía lo siguiente "El médico de experiencia sabe incluso diagnosticar a una particular dolencia: la del enfermo sediento de mentira, el que sufre el tormento de la verdad que sabe; y que pide, sin saberlo, y a veces deliberadamente, que se le arranque y se le sustituya por una ficción". Esta aparente contradicción la justifica al considerar que este hecho se trata de un acto de piedad y un "pecado lleno de disculpas magnificas es, por lo tanto, este de mentir al enfermo que lo necesita" ya que "no tiene temple el médico que no sepa, desde los principios de su profesión, que acaso una de sus misiones principales es la de saber sacrificar su reputación, ante el dolor del prójimo, cuantas veces se necesite cada día". Esa opinión, no tan extraña a aquellos profesionales con largos años de ejercicio a sus espaldas, si bien está alejada de la idea que propugna la ética médica y la sociedad de nuestros días (en la que no hay justificación para la mentira aunque sí para no decir la verdad, o toda ella, en aquellos casos que existe una negativa expresa de la persona afectada o una causa morbosa que justifique tal hecho, siempre y cuando sea debidamente consignado y reevaluado periódicamente en el curso clínico) no estaba tan alejada en aquellos tiempos del sentir de algunos sectores de la población. Así, y a modo de ejemplo, citar a Susan Sontag3que habla de las metáforas de la enfermedad y que refiere del poder mágico que tienen algunas enfermedades y que cita y comenta, entre otros ejemplos, la obra Armance de Sthendal en la

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que la madre del protagonista renuncia pronunciar la palabra tuberculosis ante el temor de que sólo con nombrarla pudiera progresar más rápidamente la enfermedad de su hijo.

Ese temor también ha ocurrido con dos enfermedades que nos son más cercanas: el cáncer y el SIDA. Durante años el diagnóstico de cáncer fue (aún sigue siéndolo para algunos a pesar de los avances en su tratamiento y la mejora de su pronóstico) equivalente a la muerte. La gente moría, muere aún, de "un mal malo" o *de una larga enfermedad" y no de cáncer, palabra que se intentaba evitar a toda costa ("la misma palabra cáncer dicen que ha llegado a matar a ciertos pacientes que no hubieran sucumbido, tan rápidamente, a la enfermedad que los aquejaba"4). Se creaba entonces una situación en la que todos conocían lo que le pasaba a la persona afectada menos él (¿menos él?) y en la que todos podían comentar sus temores menos el paciente, al que se mantenía excluido ante diagnóstico tan infausto. Ello, aunque hoy nos pueda parecer absurdo, no lo era tanto en una época en la que una campaña publicitaria para recabar fondos para la lucha contra esa enfermedad tenía por eslogan "Estamos luchando para que el cáncer sea una enfermedad, no una sentencia"

La sensación de culpa, de castigo, no ha desaparecido del todo y ese temor aparece en ocasiones, En un Fórum del Clinic (Barcelona) una paciente afecta de cáncer de mama escribía en abril de 2008: "¿Por qué a mí?, ¿Qué hice mal? [...] He sido una chica bastante mala, mucha fiesta. A menudo he castigado a mi pobre cuerpo con costumbres insanas. Y claro, al no poder culpar a una herencia genética,...

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