Clonando al enemigo

AutorVincenzo Ruggiero
Páginas215-238

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La violencia política, más o menos autorizada, produce destrucción lanzando mensajes. Se ha visto que las BR y la RAF tratan de demostrar que sus objetivos son vulnerables, que el conflicto social, en cuanto necesario, puede asumir formas violentas, y que es posible crear organizaciones capaces de sostenerlo. En una fase de su existencia política, las BR, por ejemplo, continúan las operaciones sólo para demostrar su supervivencia y, con ello, su capacidad de seguir golpeando. La RAF, a su vez, al menos en las acciones producidas inicialmente, pretende mostrar que la destrucción de los objetivos y la acción violenta en general contienen valores revolucionarios en sí, en cuanto constituyen un desafío a la legalidad oficial. De todos modos, la violencia política se dirige, normalmente, a dos tipos de interlocutores: los individuos y los grupos que se solidarizan con quien es atacado; y los potenciales aliados, simpatizantes y adeptos. Los grupos políticos violentos, de esta manera, pueden reclamar reconocimiento, exigir formas de resarcimiento simbólico, afirmar su autonomía, o también lu-char por una transferencia del poder (Tilly, 2004).

En este capítulo, el análisis considera acontecimientos inter-nacionales particularmente destructivos; el terrorismo y la guerra, en cuanto manifestaciones extremas de violencia política, centran el interés de las páginas que siguen. Se trata de manifestaciones de violencia que comportan un «cambio de escala» y que poseen diversos elementos en común, distinguiéndose así de otras formas de violencia política.

Los cambios de escala se caracterizan por una serie de circunstancias: pueden tener lugar gracias a la generalización de

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las técnicas y de las estrategias del conflicto o bien en virtud de la difusión de formas organizativas particulares o, por último, siguiendo la creciente implicación de las masas en un conflicto específico. Cada una de estas circunstancias puede generar acciones imitativas o derivadas, perfeccionar prácticas y generalizar ciertas convicciones (Tarrow, McAdam, 2004). «Un cambio de escala hacia arriba consiste en una multiplicación de las acciones políticas coordinadas, que llevan a luchas más amplias, implica una gama más amplia de actores y conecta sus reivindicaciones y sus identidades» (McAdam, Tarrow, Tilley, 2001: 331). Un cambio de escala hacia arriba puede, simultáneamente, acompañarse de un incremento de violencia por parte de las autoridades, que prefieren adoptar estrategias ilegales de control o de imponer castigos ejemplares, no codificados. Las agencias institucionales son siempre propensas a ejercitar represalias públicas con el fin de lanzar mensajes semejantes a los enviados por los grupos políticos violentos; pero sus objetivos no son sólo los grupos que se colocan en abierto antagonismo, sino también aquellos sectores sociales que muestran indecisión en sostener a aquellas instituciones bajo ataque. En respuesta, los grupos violentos se vuelven más amenazadores y su hostilidad asume formas más espectaculares (Tilly, 2004).

Esta dinámica se pone de manifiesto si se considera la violencia política popular como una forma de «control social» que genera prácticas represivas de control institucional, o sea, prácticas que mezclan elementos de justicia criminal ordinaria con elementos de estrategia bélica (Black, 2004). El uso de la fuerza, en general, tiende al control de los otros, entre ellos los enemigos; pero si se ejerce contra las instituciones, la violencia se manifiesta también como autoayuda, autoterapia, intento de gobernar el resentimiento descargando el peso en la acción agresiva. Aunque, si bien a veces la violencia política puede aparecer como una imprevisible o inexplicable explosión, posee precisión «geométrica»: «Es imprevisible sólo si buscamos su origen en las características de los individuos».

La violencia se constata cuando la geometría social del conflicto —su estructura— es a su vez violenta. Cada forma de violencia tiene su propia estructura: tenemos una estructura de la agresión, una del duelo, una del linchamiento, una de la venganza,

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una del genocidio, o bien una estructura del terrorismo. Son las estructuras las que mutilan y matan, no los individuos o las colectividades [ibíd.: 15].

En este sentido, si el contexto en el cual la violencia política tiene lugar es él mismo violento, una dinámica de aceleración actuará de modo que las partes implicadas recurran a prácticas cada vez más «puras» de violencia. Me dispongo finalmente a aclarar, de forma más o menos decidida, la definición de terrorismo que quisiera adoptar.

La violencia política «pura» se define a través del objetivo que ataca y se hace tal cuando las fuerzas organizadas se lanzan contra civiles no combatientes; se trata de violencia ciega y las organizaciones que la practican adoptan un concepto de responsabilidad colectiva aplicándolo a los grupos que intentan aniquilar. Los objetivos no son actores precisos cuya conducta es considerada condenable, sino poblaciones enteras definidas por nacionalidad, pertenencia étnica, credo religioso o político. Este tipo de violencia contiene características que pertenecen también al llamado crimen de odio, como, por ejemplo, la percepción de las víctimas como representantes de comunidades específicas, que son agredidas no en tanto que individuos sino en cuanto componentes de grupos extraños, reales o imaginarios (Witte, 1996). El odio puede también surgir de las identidades, los estilos de vida, los valores culturales o las inclinaciones de quien es su objeto y constituye una reserva de intolerancia y agresividad siempre prontas a desencadenarse en antagonismo violento (Kelly, Maghan, eds., 1998). Entre las variantes del crimen de odio están los delitos violentos patrocinados por el Estado, en los que los culpables actúan, más o menos directamente, en nombre de las agencias institucionales. Estos delitos son la prolongación ilegal de sentimientos institucionalizados y generan un poder paralelo de control social sobre las comunidades y los grupos despreciados. La interacción entre delitos estatales y violencia política no autorizada crea lo que Black (2004) denomina «terrorismo puro»: esta variante de terrorismo, más que cualquier otra forma de violencia ciega, individual o colectiva, se asemeja al enfrentamiento bélico y puede ser interminable, a menos que se consiga un

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éxito total. Adoptaré una definición de terrorismo y contraterrorismo como violencia política «pura».1El terrorismo y el contraterrorismo exhiben las características de la venganza y de la represalia ciega, devolviendo ambos la violencia al caso con la misma moneda. Pero para que esto suceda es preciso que se establezca una considerable distancia política y cultural entre las partes y que se alcance un grado colosal de desigualdad entre los grupos resentidos y aquellos que son atacados; es necesario, en suma, que entre los contendientes haya una drástica polarización. Por el contrario, podemos argumentar que el terrorismo no existe, o es menos destructivo, allí donde las partes están más próximas una de otra en el espacio político y social. En estos casos, la violencia no autorizada tomará preferiblemente como punto de mira a los representantes específicos del mundo político, del poder económico o bien, normal-mente, a los ejércitos que están al servicio de aquéllos percibidos como enemigos, pero nunca a los civiles no combatientes.

La violencia anticolonial comportaba formas de guerrilla y otras estrategias de agresión contra los gobiernos. El terrorismo se dio tan sólo cuando amplios grupos de civiles enemigos vivían en las sociedades coloniales [...]. La Argelia colonial, por ejemplo, poseía una geometría física y social ideal. Más de un millón de franceses y otros europeos vivían en las zonas urbanas o rurales del país [ibíd.: 24].

La variable espacio social, sin embargo, parece insuficiente para explicar la violencia política «pura», también porque cuanto trata de explicar se presenta como una acción distinta, unitaria. La violencia política pura, por el contrario, puede ser vista como una estrategia fragmentaria y fluctuante, como una serie de actos de agresión realizados por una serie de entidades colectivas. Según Tilly (2004: 5), por ejemplo, si por terrorismo se entiende «el despliegue asimétrico de amenazas violentas contra el enemigo», entonces muchos individuos y grupos son terroristas, en el sentido de que «utilizan instrumentos que son extraños a la rutina de la contienda política establecida en un sistema». El te-

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rror, de todos modos, puede alternarse con la actividad política tradicional o con períodos de inactividad. Si bien existen grupos y redes de especialistas en violencia política pura, éstos son relativamente inestables y efímeros, a menos que tengan relaciones estrechas con movimientos sociales o con especialistas de la coerción, que pueden estar empleados o protegidos por el Estado, como los ejércitos, las policías, las milicias y los grupos paramilitares. Los que utilizan el terror contra las instituciones normal-mente ven la propia acción como un complemento de otros conflictos en los cuales ellos mismos, o aquellos que intentan representar, están empeñados. Las reivindicaciones políticas radicales, dicho en otras palabras, proporcionan el substrato a la violencia política, incluida su variante «pura», la cual será por ello inter-mitente, alternando con una actividad política convencional más amplia. La forma más duradera de terror, sin embargo, es la practicada por especialistas organizados de la coerción, es decir, por agentes empleados o protegidos por el Estado: la violencia pura popular, «no obstante la publicidad recibida...

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