Discurso de María Elvira Samper Nieto al recibir el Premio Simón Bolívar a la Vida y Obra de un Periodista 2010

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Antes que yo, por aquí debería haber pasado mi mamá, Lucy Nieto de Samper, con más de 50 años en el oficio y quien a punta de teclear en una máquina de escribir Olivetti nos educó a sus cinco hijos, huérfanos de padre muy temprano en la vida. A ella, heredera de una tradición que lleva el periodismo en la sangre, y a mi hijo Andrés, a quien mi necesidad de trabajar lo privó muchas veces de mi presencia, les dedico este reconocimiento.

Llegué al periodismo sin proponérmelo. Rebelde sin causa, no quería ser ni la hija de Lucy, ni la nieta de LENC, Luis Eduardo Nieto Caballero, un nombre que nada dice a las nuevas generaciones pero que hace parte de la historia del periodismo colombiano, un hombre que en la defensa de la democracia, de la libertad de pensamiento y de la libertad de prensa, sufrió la cárcel y la censura. Fue codirector de El Espectador al lado de don Luis Cano y fue también columnista y colaborador de El Tiempo durante 40 años, hasta su muerte un mes antes de la caída de la dictadura del general Rojas Pinilla.

Cuando en 1955 el régimen militar ordenó cerrar El Tiempo porque su director, don Roberto García-Peña, abuelo de mi colega Rodrigo Pardo, rehusó hacer una rectificación que no consideró pertinente, el mío se negó a callar y acudió a las cartas para denunciar la corrupción y los abusos de la dictadura, exigir justicia y protestar por la censura. Dirigidas al General, las entregaba personalmente en las puertas de Palacio y, mimeografiadas, circulaban luego de mano en mano. Sus luchas políticas, basadas en sus profundas convicciones de librepensador e inspiradas en su vocación de servicio al país, las libró siempre con la más noble y limpia de las armas: la pluma.

Hago esta introducción con sabor a nostalgia para honrar esa herencia que me enorgullece y que me dejó la lección de mi vida personal y profesional: los principios no se negocian ni por poder, ni por cálculo político, ni mucho menos por dinero. Esta ha sido mi carta de navegación en un oficio en el que maduré y estoy envejeciendo gracias a todos aquellos que alguna vez me dieron oportunidades y abrieron espacios: Jaime Soto, Felipe López, Plinio Mendoza, Fernando Gómez Agudelo, Juan Gossain... También a las decenas de periodistas con los que he trabajado en prensa, radio y televisión, y a ese puñado de colegas amigos con quienes, no hace muchos años, emprendimos quijotescas aventuras periodísticas: María Isabel Rueda, Ricardo Ávila, Pilar Calderón, Roberto Pombo, Enrique Santos, Mauricio Vargas, Édgar Téllez y, ni más ni menos, que Gabriel García Márquez, inspiración y aliento en el noticiero QAP y en los años en que hizo parte de la revista Cambio.

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Han sido décadas turbulentas y los periodistas, no siempre bien preparados, no siempre con tiempo para profundizar, para estudiar nuestra propia historia y entender por qué somos como somos y nos pasa lo que nos pasa, nos hemos visto enfrentados a múltiples violencias, a complejos procesos de negociación con organizaciones armadas, al ingreso de los grupos económicos a los medios de comunicación, a enormes escándalos de corrupción pública y privada, rodeados de trampas, amenazas, presiones y talanqueras a la libertad de prensa... Difícil, entonces, no mirar atrás ahora que este premio me obliga a reflexionar sobre mi vida en los medios. Difícil no describir, aunque sea a grandes brochazos, las distintas encrucijadas que hemos enfrentado y en las que los periodistas han dejado una alta cuota de sangre.

En los albores de los años ochenta, consciente de que si bien el Frente Nacional había puesto fin a la violencia entre liberales y conservadores también había creado dos monstruos, las guerrilas y la represión militar, Belisario Betancur promovió el diálogo con la subversión. La actitud de total respeto por la libertad de prensa que asumió el Presidente, quien llegó a decir que prefería una prensa desbordada a una prensa censurada, significó un punto de quiebre para el periodismo que, sobre todo en radio y televisión, había estado sometido al control de la información sobre el conflicto que ejercía el gobierno del «estatuto de seguridad» de Turbay Ayala.

Sentimos que nos habían soltado la rienda y en parte por falta de preparación, en parte por ingenuidad y exceso de optimismo, caímos en la tentación de conceder demasiado protagonismo a los jefes guerrilleros que aun conservaban cierto aire de romanticismo revolucionario.

Tanta visibilidad irritó a los enemigos de los diálogos y desató una polémica sobre los límites y responsabilidades de la prensa, y los peligros que entrañaba para el equilibrio informativo el llamado «síndrome de la chiva». García Márquez...

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