El ejercicio de los derechos de la personalidad por el menor no emancipado

AutorReyes Barrada Orellana
CargoProfesora de Derecho Civil de la Universitat Rovira i Virgili.
Páginas103-148

1. LA CONSTITUCIÓN COMO MARCO JURÍDICO DE PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS DE LA PERSONALIDAD

En los textos constitucionales modernos, numerosos preceptos atienden y garantizan el respeto debido a la persona y, como tal, a la persona del menor. La Constitución Española de 1978 (en adelante CE) contiene, también, una serie de preceptos que delinean la protección integral de la persona en los ámbitos más diversos y, entre ellos, los contenidos en el Capítulo II del Título I (arts. 14 a 38) recogen una serie de declaraciones singulares relativas a los derechos de la personalidad, los cuales quedan salvaguardados en virtud de un sistema de garantías contemplado en el propio texto (Capítulo IV, del Título 1), de las que destaca el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional (art. 53.2). El valor de la persona y el respeto a los derechos que le son inherentes se encuentran explícitamente reconocidos y proclamados en el artículo 10 CE que, en relación con el artículo 14 del mismo texto, los garantiza en términos de igualdad y plenitud.

El artículo 10 CE, situado como introductorio del Título I, bajo la rúbrica «De los derechos y deberes fundamentales»[1], trata a la persona tanto desde una perspectiva abstracta y unitaria, como desde una perspectiva dinámica o de proyección. Desde la concepción abstracta, el artículo 10.1 CE reconoce que la dignidad de la persona es el fundamento de sus derechos básicos, sobre todo de aquéllos donde la dimensión del ser humano se hace más patente y, por tanto, inviolable y cuya titularidad ha de ser necesariamente reconocida a «todos» (cfr. art. 14 CE). Desde la concepción dinámica porque la dignidad de la persona se proyecta a través del libre desarrollo de su personalidad, entendido como el conjunto de cualidades, aptitudes, inclinaciones y aversiones que constituyen al individuo y lo diferencian de los demás, y que supone el derecho de todos a ejercer libremente los derechos inherentes a su personalidad de forma que le permitan alcanzar los valores e ideales que le atraigan, siempre dentro del respeto a la ley y a los derechos de los demás[2].

El apartado segundo del artículo 10 CE integra una garantía adicional para la efectividad y defensa de los principios y valores consagrados en su apartado anterior. Este segundo apartado vincula la interpretación de las normas relativas a «los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce» con los principios y postulados consagrados en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en aquellos tratados y acuerdos internacionales sobre la materia que, una vez ratificados y publicados oficialmente en España, forman parte del ordenamiento jurídico interno (cfr. art. 96.1 CE). Especialmente dirigido a la protección de los derechos del menor el artículo 39.4 CE dispone que «Los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan por sus derechos», remisión que debe entenderse principalmente referida al Convenio de Naciones Unidas de 20 de noviembre de 1989 sobre los Derechos del Niño o aquellas otras convenciones cuyo primordial objetivo sea la defensa de los intereses del menor[3], pero también a otros textos internacionales que, aunque más genéricos, contengan normas tuteladoras de la infancia[4].

Específicamente, también, el artículo 39 CE obliga a los poderes públicos a asegurar la protección social, económica y jurídica de la familia y la protección integral de los menores, considerados iguales ante la ley cualquiera que sea su filiación, a la vez que establece el deber de los padres de prestar la asistencia debida a sus hijos.

2.- LA REPRESENTACIÓN LEGAL Y LA AUTONOMÍA DEL MENOR

La preocupación constitucional por dotar al menor de un adecuado marco jurídico de protección que propicie el desarrollo de su personalidad trasciende -como no podía ser de otra manera- al ámbito jurídico civil en el que, en los últimos años, se ha llevado a cabo un importante proceso de renovación en esta materia que consiste, fundamentalmente, en el reconocimiento pleno de la titularidad de derechos en los menores de edad y de una capacidad propia para ejercerlos[5].

Sin embargo, el deber general de respeto a la dignidad de la persona y a los derechos que en la misma se integran y el reconocimiento de una capacidad general del sujeto en correspondencia con sus propias condiciones naturales son realidades que se manifiestan de forma especial, y como norma general, en el artículo 162.2.1.9 CC. Este artículo se encuentra emplazado en el Título Vil del Código, que trata «De las relaciones paterno-filiales», dentro del Capítulo II relativo a la representación legal de los hijos; ubicación sistemática que no impide extender al tutelado lo previsto para el hijo, dada la similitud existente entre ambas instituciones (cfr. art. 267 CC). Se trata pues de un precepto que, por razón de su emplazamiento, pretende garantizar, dentro del respeto a las leyes, el ejercicio de los derechos inherentes a la personalidad y potenciadores de la misma, incluso a los menores no emancipados en condiciones de comprender y, por tanto, de valorar las consecuencias de sus «actos relativos» a los mismos.

El artículo 162 CC establece un principio general y una serie de excepciones. El principio general -contenido, también, en el artículo 154 CC- es el que atribuye a los padres que ostenten la patria y potestad la representación legal de sus hijos menores no emancipados, como una de las formas de prestarles la asistencia debida (cfr. art. 39.2 CE)[6]. El fundamento y el objeto de la representación legal se encuentra en la dirección y protección de la persona que, por sus especiales circunstancias naturales, no es capaz de desenvolverse por sí misma, de actuar con plena independencia y autonomía jurídica. Por lo que se refiere al menor, se entiende que en tanto su desarrollo evolutivo no esté completado, es decir, hasta que alcance la plena madurez y sea naturalmente capaz de asumir con libertad el resultado de su propia actuación, su autonomía ha de quedar limitada como medida de prudencia y en su propio beneficio. Se considera que hasta ese momento el menor no ha adquirido la suficiente formación y carece de aptitud suficiente para actuar válidamente en el plano jurídico, por lo que, por mandato legal de fundamento tuitivo, se sustituye su voluntad por la de ciertas personas a las que automáticamente y de forma irrenunciable se legitima para actuar en nombre e interés del menor representado[7]. Estas personas tienen, pues, el derecho y el deber de representar a los menores no emancipados en todos aquellos asuntos que puedan beneficiarles[8], función que comprende todas las facultades concernientes a los bienes, derechos y deberes del representado, salvo aquellas que se encuentren expresamente exceptuadas, tanto en la esfera judicial como en la extrajudicial (arts. 162 y 234 CC)[9].

Sin embargo, la representación legal de los menores tiene como límites el interés del representado y el respeto a su personalidad (art. 154.2 CC), o lo que es lo mismo, el respeto al libre desarrollo de su personalidad (art. 10.1 CE)[10]. El respeto a la personalidad del menor y a su libre desarrollo conlleva la necesidad de reconocerle cierto ámbito de autonomía para determinar, en la medida que su madurez se lo permita, la línea de desarrollo que considere más consonante con sus propias cualidades, esto es, conlleva la necesidad de reconocerle un progresivo ámbito de actuación de forma independiente y conscientemente responsable[11].

Esta doble necesidad -tuitiva y de respeto del propio proceso de autonomía- a la que el Ordenamiento debe atender, significa que los mecanismos jurídicos de protección del menor deben dirigirse en una doble dirección, no siempre fácil de coordinar. Por un lado, reconociendo y concediendo al menor el ámbito de autonomía que se corresponda con su propia personalidad[12] y, por otro, limitando su posibilidad de actuación, a través del mecanismo de la representación legal, en defensa, precisamente, del correcto y armónico desarrollo de su personalidad. En definitiva, se trata de mantener un equilibrio entre dos necesidades que tienen como último fin el interés del menor, esto es, el libre y espontáneo desarrollo de su personalidad; equilibrio perseguido por la actual legislación sobre menores al reconocer que «El conocimiento científico actual permite concluir que no existe una diferencia tajante entre las necesidades de protección y las necesidades relacionadas con la autonomía del sujeto, sino que la mejor forma de garantizar social y jurídicamente la protección de la infancia es promover su autonomía como sujetos» (Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 1 /1996, de 15 de enero, de Protección jurídica del menor)[13].

El reconocimiento de un creciente ámbito de autonomía en el menor, que aunque limitado por las propias condiciones del sujeto atienda a su desarrollo, equivale a reconocer progresivos grados de la misma que, en líneas generales, podría resumirse en los siguientes: en un primer grado, la autonomía que corresponde al menor en sus primeros años de vida debe quedar necesariamente circunscrita a la posibilidad de expresar su opinión ante cualquier cuestión que le pueda afectaren un segundo grado, la autonomía debe suponer, además, el reconocimiento de un ámbito propio de maniobrabilidad, de una esfera de actuación propia del menor, supervisada por aquellas personas a las que corresponda su representación legal; en último término, debe reconocerse al menor un espacio de actuación reservado, donde no exista la función representativa ejercida por otras personas. Por tanto, a medida que el menor desarrolla sus aptitudes físicas e intelectuales, a medida que la capacidad del menor madura, el ejercicio de las funciones representativas debe disminuir en su rigor adaptándose elásticamente al desarrollo real de la personalidad del representado[14].

La necesidad de adaptar de las funciones representativas a la...

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