Educar a ciudadanos y ciudadanas

AutorEncarnación Aparicio Martín
Cargo del AutorInvestigadora Universidad Complutense de Madrid
Páginas35-53

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“(…) La primera tarea a realizar es la de preparar a nuestras mujeres, y claro está que yo confío, como único y exclusivo medio en la educación, que al salvar las sustancias ideales que lleva dentro, ignoradas por ella misma, le dará fuerza para descubrir nuevos mundos no sospechados hasta ahora” (María de Maeztu,1920: 107).

Para hablar de ciudadanía y de educación tenemos que recordar de dónde partimos y es importante recordar algunas cifras. En el año 2014, fueron 864 los casos nuevos de mujeres atendidas sólo en el Servicio de Atención a la Violencia de Género 24 horas del Ayuntamiento de Madrid; este número ascendió a 1.058 casos en 2015, y a 1.156 casos en el año 2016. De ellos, 129 fueron “reingresos” en el año 2014 (es decir: un 14,9%), 169 en el año 2015 (un 15,9%) y 204 fueron los reingresos en el año 2016 (un 17,6%). En sus dos Puntos Municipales del Observatorio Regional de Violencia de Género también se incrementa el número de atenciones: un total de 628 casos nuevos en el año 2014, incluyendo los reingresos, 668 en el año 2015 y 706 en el año 2016 (Dirección General de Igualdad de Oportunidades, 2015; Dirección General de Igualdad entre Mujeres y Hombres, 2016, 2017).

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En cuanto al ámbito estatal, puede resultar ilustrativo señalar que –según el Boletín Estadístico Mensual sobre Violencia de Género del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad– en el mes de octubre de este año 2017, las usuarias activas en el Servicio Telefónico de Atención y Protección a Víctimas de Violencia de Género eran 12.396; es decir, más de doce mil mujeres en España susceptibles de necesitar telelocalización e intervención inmediata de las fuerzas de seguridad, y que por ello tienen que llevar consigo un dispositivo de alerta 24 horas.

Probablemente también son útiles los resultados de la última Macroencuesta de Violencia contra la Mujer realizada por el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, en colaboración con el Centro de Investigaciones Sociológicas, en 2015, cuyos resultados mostraron que el 8,1% de mujeres residentes en España con 16 años o más sufren o han sufrido violencia sexual a lo largo de la vida en la pareja o expareja (frente al 7% de la Unión Europea). Sin embargo, se propone prestar atención a otros datos reflejados en esta encuesta: por ejemplo, que el 12,4 % de las mujeres que sufren o han sufrido violencia física y /o sexual y /o miedo de su pareja o expareja cuentan su situación por primera vez a la entrevistadora; que la incidencia de la violencia de “control” en la pareja, en el último año estudiado, en mujeres jóvenes, es muy superior a la media de mujeres de cualquier edad; o que el tercer motivo que se expone para no acudir a la policía ni al juzgado –de entre 16 motivos expuestos– es que “sintió vergüenza, apuro, no quería que nadie lo supiera” (21,08%). Igualmente, entre los motivos para no acudir a ningún servicio médico, legal o social (55% de mujeres víctimas de violencia, según la encuesta) vuelve a ser en tercer lugar “sintió vergüenza, apuro, no quería que nadie lo supiera” (16,37%). Y destacar, por último, que un 3,86% “pensó que era su culpa”. Por lo tanto, una de las conclusiones que se desprenden entonces de esta macroencuesta es que “las principales razones para la no ruptura del silencio son no conceder suficiente importancia al maltrato, el miedo

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y la vergüenza” (Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, 2015: 21).

A partir de aquí, quisiera reivindicar el valor de traer al frente lo obvio siguiendo las directrices que se dan, con gran rotundidad, en la formación en primeros auxilios: lo obvio deja de serlo bajo ciertas circunstancias.

Se propone partir de dos premisas unidas entre sí: La ciudadanía como elemento clave, medio y fin para la construcción del ser humano, para su desarrollo óptimo, y la necesidad de una mirada crítica sobre la educación que socializa y la sociedad que educa (Aparicio, 2013). La primera pregunta que surge podría ser: ¿qué lugar ocupa la pedagogía social ante estas dos premisas?

La motivación pedagógica, la intervención, surge como “una herida”, “un dolor”, dice Larrosa (2007: on line):

“El dolor del espectáculo cotidiano de las vidas malogradas. La visión de que las posibilidades de vida, las potencialidades de aquello que nace una y otra vez son canceladas por la explotación, la miseria, por la estupidez y la lógica del mundo en el que vivimos”.

Esta idea define a la perfección lo que el sistema patriarcal hace con las mujeres: malograr sus potencialidades, sus vidas. La intervención pedagógica para la ciudadanía ha de partir de esa exclamación, de esa protesta de la que Larrosa habla, ha de partir de un: “esto no puede ser”. Intervenir, entonces, supone un esfuerzo permanente, constante, por garantizar el desarrollo óptimo. Y es que, como señala Caride (2015) utilizando la famosa idea de Simone de Beauvoir, no nacemos personas, llegamos a serlo, no nacemos ciudadanas ni ciudadanos, nos convertimos en tal. Y desde aquí se insiste: ciudadanas/os sólo si logramos mantener, afianzar, desarrollar esas “potencialidades” que nos permitan devenir en algo más que víctimas e instrumentos.

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Así, desde esta línea de partida, podría considerarse que educar para la ciudadanía implica una intervención pedagógico-social desde todos los espacios y con todos los agentes de socialización permanente y, por lo tanto, que atraviese todas las disciplinas y todas las etapas vitales. Esto supone trascender la etapa infanto-juvenil y poner el acento también en la educación de una adultez en permanente construcción: “supone extender los límites espacio-temporales de los procesos educativos y las interconexiones de los elementos que participan en ellos” (Aparicio, 2013:33-34). Se torna imprescindible la identificación, la consideración, incluso el protagonismo de elementos y espacios de acción vacilante, cuestionadora, provocadora… que –aún sin atender a una planificación educativa entendida como de carácter científico, tecnológico– pueden revelarse como estrategias increíblemente potenciadoras e incluso responder con más credibilidad a los retos ordinarios de las personas, al “ser siendo” en la cotidianeidad (Escarbajal, 2003).

¿El objetivo? Ya mencionado: garantizar, o al menos im-pulsar, el compromiso de la persona con un itinerario de crecimiento. Este crecimiento, este desarrollo personal óptimo, podría definirse de muchas formas, pero también vincularse con algo muy simple: la protección de la salud, del bienestar de la persona y de la comunidad, en toda la amplitud del concepto salud: bio-psico-social.

Si se rescatan, precisamente, los principales elementos definitorios del bienestar, entre aquellos que la psicología entiende como tal podría destacarse: la autonomía, los objetivos vitales, la autoaceptación y las relaciones positivas (Vázquez, Hervás, Rahona y Gómez, 2009). Más allá de la violencia hacia las mujeres que acaba en insulto, golpe y asesinato, o de elementos más sutiles de hostigamiento y conminación, como el paradigma de delgadez que impera en nuestros días, construido como lógica de discriminación (Aparicio, 2015), es evidente que el currículo oculto, sexista, androcéntrico, del que se nutre nuestra educación y que perpetúa la socialización diferencial

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(a través del lenguaje, la invisibilización de las mujeres, la transmisión desequilibrada del conocimiento, los esencialismos y un largo etcétera) resta autonomía a las mujeres, determina sus objetivos vitales, restringe posibilidades de autoaceptación y de relaciones positivas.

Las niñas han sido y siguen siendo educadas para validar la mirada de un observador externo. Ya hace diez años estaba comprobada la constricción, restricción, opresión “vital” a la que, por ejemplo, la presión estética sometía a las mujeres:

“La ansiedad de las mujeres por su apariencia es un fenómeno mundial (…). Dos terceras partes de las mujeres (…), de quince a sesenta años de edad, evitan...

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