Editorial

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La tercera etapa del programa reformista del Gobierno, la de la reforma de la Seguridad Social, ya se ha producido. Tras el primer paquete que trajo la desvalorización del sector público por la reducción de salarios de los trabajadores al servicio del Estado y otros entes públicos, la congelación de pensiones para 2011 y del desarrollo de servicios sociales, como los de la Ley de Dependencia, vino con gran celeridad la reforma laboral que ha cristalizado en la Ley 35/2010, la más intensa y regresiva de la democracia. En ambos casos el Gobierno actuó unilateralmente rompiendo la dinámica de la concertación social que tantos frutos ha dado en España. Se despreció la vía negocial que dio lugar al Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva para los años 2010, 2011 y 2012, pactado por Comisiones Obreras, UGT y CEOE-CEPYME. Con dicho acuerdo se pretendió introducir en las relaciones laborales una flexibilidad interna negociada y una disciplina de los salarios en un largo periodo de tres años, que permitiría una estabilidad para ayudar a salir de la crisis. Ahora toca el tercero de los grandes objetivos que el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea y el Banco de España han venido exigiendo al Gobierno de la nación. En mayo de 2010, tras la famosa reunión del ECOFIN, se aplicaron las medidas de austeridad de gastos para contener el déficit y en junio se promulgó el RD-L 10/2010 de reforma laboral, que nada tenía que ver con el déficit, pero fue la excusa de la urgente necesidad que hurtó un debate parlamentario auténtico. Todo para conseguir su convalidación, aprovechando el periodo vacacional, antes de la huelga general del 29 de septiembre.

La reforma de la Seguridad Social tampoco tiene que ver con la urgente necesidad de reducir el déficit público aunque solo sea por la evidente razón de que este mismo año la Seguridad Social, a pesar de todo, tiene superávit. Sin embargo, el Gobierno, haciendo caso omiso de la doctrina del Tribunal Constitucional sobre la urgente necesidad que justifica el uso del Decreto-Ley, ha vuelto a utilizar esta vía con el RD-L 13/2010, de 3 de diciembre, “de actuaciones en el ámbito fiscal, laboral y liberalizadoras para fomentar la inversión y la creación de empleo” que en un totum revolutum sube los impuestos sobre el consumo de tabaco, reduce los directos para las pequeñas y medianas empresas, privatiza parcialmente los aeropuertos rentables y las loterías del Estado, crea 1.500 plazas de orientadores laborales y establece que a partir de 1 de enero de 2011 los funcionarios de nuevo ingreso entraran dentro del campo de aplicación del Régimen General de la Seguridad Social en lugar del de Clases Pasivas.

Este último asunto llama la atención. Es cierto que la integración de los funcionarios en el Régimen General es una medida desde hace tiempo considerada adecuada y beneficiosa para el conjunto del Sistema y para los sujetos protegidos, aunque en las páginas de Debate se criticarán algunos aspectos. De hecho ya están integrados en éste Régimen

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los funcionarios interinos y los de las Comunidades Autónomas, pero no se entiende bien donde está la urgente necesidad para que la integración se haya producido tan sorpresivamente en una norma que es un cajón de sastre. En un sistema democrático el respeto a las formas es esencial y la concertación social un valioso instrumento de enriquecimiento de las vías no muy representativas de una democracia dicha representativa.

En este contexto, que el Gobierno pusiera a los agentes sociales y a los grupos parlamentarios del Pacto de Toledo el plazo de finales de enero de 2011 para alcanzar un acuerdo sobre la reforma de las pensiones (en realidad sobre la de jubilación), hacía sospechar que estábamos ante un acuerdo de los llamados de adhesión con el guión ya escrito desde hace un cierto tiempo. El Gobierno seguía las voces de los que le...

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