La discrecionalidad directiva

AutorAlberto Moreno de Tejada Clemente de Diego
Páginas77-95

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1. La legitimación de la discrecionalidad directiva

El punto de partida más adecuado en la investigación de la ética de los burócratas es la discrecionalidad administrativa ejercida por oficiales no elegidos que les permite participar en el proceso de gobierno de un régimen democrático (Rohr, 1989). La discrecionalidad directiva centra el debate sobre la oportunidad y la necesidad de potenciar la participación en el gobierno democrático de un grupo cualificado de empleados públicos. La cuestión que se plantea es, por un lado, el nivel de discrecionalidad que debe atribuirse, y por el otro, el nivel de garantías democráticas que debe exigirse. La primera determina el grado de eficacia y eficiencia con el que opera la Administración Pública; la segunda, su legitimidad.

La ciencia de la Administración Pública desde sus orígenes, a finales del siglo XIX, ha estudiado la forma de conciliar legitimidad y eficiencia. Este movimiento de reforma de la Administración Pública tuvo como fin responder a dos preguntas: 1) ¿Qué es lo que el Gobierno puede adecuadamente hacer?; y 2) ¿Cómo puede hacerlo con la mayor eficiencia y el menor coste posible? (Shafritz y Hyde, 1999). Woodrow Wilson en su ensayo The Study of Administration (1887) dio una primera respuesta: diferenciar la actividad política de la actividad administrativa. La política, según Wilson, se ocupa de lo que el Gobierno debe hacer, y la Administración de la consecución eficiente de las funciones gubernamentales. La tradición administrativa se fundó en esta idea reduciendo formalmente a la mínima expresión la discrecionalidad del funcionario. La Administración estaba ampliamente legitimada al esperarse de los administradores públicos una total adhesión a la política del Gobierno al que sirven.

Pronto se cuestionó este modelo de Administración. En los años sesenta, Dwight Waldo se preguntaba en un ensayo de 1968 publicado en la PAR: «¿No hemos, como profesión o disciplina, decidido algún tiempo atrás que la Administración por fuerza está íntimamente involucrada en el proceso político? ¿Quiere decir esto que tenemos y debemos tener algún papel en la producción

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de leyes y en la decisión de las políticas además de simplemente llevarlas a cabo de una forma mecánica? Concebirnos como meros autómatas es degra-dante y, bajo determinadas circunstancias, incluso irresponsable o inmoral». Como afirma Mark H. Moore en Gestión Estratégica y Creación de Valor en el Sector Público (1998 pp. 45, 46): «En realidad, casi tan pronto como se desarrolló, la doctrina tradicional empezó a verse socavada por una determinada bibliografía que demostraba que mantener una distinción rigurosa entre política y Administración era teórica y prácticamente imposible. En teoría, el punto de vista ortodoxo desincentivaba a los burócratas respecto a dedicar demasiado tiempo a reflexionar sobre los propósitos del Gobierno, evitando que tuviesen responsabilidad en su definición. En la práctica, las doctrinas no podrían evitar que los directivos públicos no elegidos hicieran ambas cosas».

Durante las últimas décadas, se ha ido desarrollando una corriente de opinión favorable al aumento de la discrecionalidad directiva en la gestión pública. La preocupación por la productividad y la eficiencia en la gestión contribuyó a ampliar el margen de decisión del directivo público. Con la New Public Management el papel del directivo cambia. En Reinventing Government (Osborne y Gaebler, 1992) el directivo es un emprendedor responsable de maximizar productividad y eficiencia. Para conseguirlo debe utilizar los recursos públicos de forma innovadora. Pueden gestionar sin las limitaciones derivadas de los controles burocráticos tradicionales. Se les atribuye un papel activo en el desarrollo de políticas asumiendo los riesgos necesarios para su consumación. Esta independencia en la gestión originó críticas sobre la posible subordinación a los principios de eficiencia y productividad de los valores democráticos y del interés público (Denhardt, R. y J., 2000).

La legitimación de los directivos públicos en sus nuevos roles depende de los mecanismos previstos para exigir responsabilidad y rendimiento de cuentas por su gestión. La extensión de este debate fue establecida en su día por la conocida polémica surgida en los años cuarenta del siglo pasado entre Carl Friedrich y Herbert Finer. Friedrich aceptaba la necesidad de una discrecionalidad administrativa. Finer, por el contrario, quería limitarla lo máximo posible (Denhardt, R. y J., 2003). Consecuente con su planteamiento, Friedrich abogó por un mecanismo de responsabilidad basado en el profesionalismo del gestor. Este debe, sin duda, cumplir con las normas y con los mandatos de los políticos elegidos. Pero esto no es suficiente en una Administración donde necesariamente el gestor debe ejercer potestades discrecionales. Además, debe utilizar el conocimiento de su profesión y aplicar una moral eficaz. Por el contrario, Finer considera que el control externo es el único mecanismo que asegura la responsabilidad de la Administración en una democracia. La única responsabilidad de los administradores es cumplir con su deber bajo la dirección de los políticos elegidos, de quienes dependen jerárquicamente. Así, el control externo realizado por los órganos competentes se limitará a verificar que los administradores han cumplido con el mandato de los políticos elegidos, de acuerdo con el ordenamiento jurídico. De esta forma, al excluir la posibilidad de una discrecionali-

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dad extensa de la Administración, excluye también el control interno propio de la profesión derivado de unos estándares morales compartidos. Romzek e In-graham (2000) resumen en cuatro los mecanismos de legitimidad democrática que pueden aplicarse a la actividad de la Administración. El primero es la responsabilidad jerarquizada en la que se ejerce una supervisión cercana sobre individuos con poca autonomía laboral. El segundo es la responsabilidad legal que significa una detallada comprobación externa de la actuación de acuerdo con unos mandatos establecidos, como las estructuras legislativas y constitucionales. El tercero es la responsabilidad profesional vinculada a unos acuerdos que atribuyen un alto grado de autonomía a los individuos quienes basan su proceso de decisión en normas interiorizadas de buenas prácticas. Finalmente, la responsabilidad política demanda responder ante actores externos claves como políticos elegidos, grupos de clientela, público en general y otros.

La responsabilidad política introduce en el debate el papel a desempeñar por los ciudadanos en el campo de la legitimidad democrática de la Administración. La New Public Service1 propone un reenfoque del rol del directivo como líder, auxiliar y emisario del interés público, y no como emprendedor. En consecuencia, los principios democráticos y de legalidad y constitucionalidad son, incontrovertiblemente, una pieza central de la actuación responsable de la Administración. La ciudadanía y el público son las bases de una actuación responsable de la Administración. La fuente de autoridad de la Administración es la ciudadanía. La responsabilidad demanda que los directivos interactúen y escu-chen a los ciudadanos de tal manera que potencie y refuerce su rol en la gobernanza democrática. Este modelo de responsabilidad democrática tiene dos componentes principales. El primero es la responsabilidad del directivo en tomar en serio a la autoridad política. El segundo implica una serie de responsabilidades vinculadas con obligaciones respecto a deberes de terceros además de la responsabilidad de los directivos en la formulación e implementación de políticas. El Nuevo Servicio Público define la exigencia de responsabilidad como un conjunto de responsabilidades profesionales, legales, políticas y democráticas. Los gestores públicos son actores responsables dentro de un complejo sistema de gobernanza en el que pueden desempeñar el papel de facilitadores, reformadores, intermediarios de intereses, expertos en relaciones públicas, gestores de crisis, intermediarios, analistas, abogados y, lo más importante, líderes morales y protectores del interés público. La exigencia de responsabilidad es central para cualquier modelo de gestión pública. Sin embargo, su correcta implementación plantea dificultades dado el elevado número de instituciones y estándares sobre los que se exige dicha responsabilidad. En el entorno del Nuevo Servicio Público, el servidor público se encuentra ante el

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reto de satisfacer a un tiempo el rendimiento de cuentas a terceros, y adherirse a la ley, moralidad, juicio y responsabilidad. Por tanto, el directivo se somete a la responsabilidad de la totalidad de las normas competentes, valores y preferencias de un complejo sistema de gobernanza.

2. La discrecionalidad en la gestión estratégica

La gestión estratégica se ofrece como alternativa a la socavada doctrina tradicional de la Administración Pública acerca de cómo deberían pensar y actuar los directivos públicos (Moore, 1998). Dentro de la gestión estratégica, el directivo público es considerado un explorador que, junto a otros, intenta descubrir, definir y crear valor público (Ibidem, p. 45). «En lugar de limitarse a diseñar los medios para cumplir los propósitos establecidos en los mandatos, se convierten en actores importantes al ayudar a descubrir y definir lo que sería valioso. En lugar de ser responsables solo de garantizar la continuidad de sus organizaciones, se convierten en innovadores al cambiar lo que hacen y cómo lo...

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