La situación de los discapacitados psíquicos desde la perspectiva del Derecho civil

AutorMaría José Santos Morón
Cargo del AutorUniversidad Carlos III de Madrid
Páginas167-185

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En esta exposición voy a referirme a la situación de las personas que presentan una discapacidad psíquica -una deficiencia mental congénita o una enfermedad mental- siempre partiendo de la perspectiva del Derecho civil.

Tradicionalmente el Derecho civil se ha ocupado de las personas que padecen trastornos mentales a través de un concreto mecanismo de protección: la incapacitación1, en virtud de la cual se limita la capacidad de estos sujetos para actuar en el tráfico jurídico, y se atribuye a un tercero la potestad de ocuparse de gestionar los intereses de aquél, bien actuando en sustitución del incapacitado (tutela) o bien asistiendo al incapacitado en la gestión de sus intereses y completando su falta de capacidad (curatela).

Aunque la incapacitación debería ser concebida, exclusivamente, como un mecanismo de protección de los discapacitados psíquicos, lo cierto es que en la realidad cotidiana existe una cierta tendencia a concebir la incapacitación como un estigma, como un instrumento que en lugar de proteger al individuo al que se refiere ocasiona su marginación social2.

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Esta idea que tiene todavía hoy gran parte de la sociedad sobre la inca-pacitación debería ser desterrada. La incapacitación es un mecanismo que el Derecho pone a disposición de aquellas personas aquejadas por trastornos mentales (y, en su caso, físicos, cfr. art. 200 C.c.) cuando estos trastornos le impiden gestionar adecuadamente sus intereses e incluso, en ocasiones, cuidar materialmente de su propia persona.

Conviene advertir, al respecto, que la mera enfermedad o trastorno mental no permite incapacitar a un sujeto. Según el art. 200 C.c. -que no hace una enumeración taxativa de las causas de incapacitación- «son causas de inca-pacitación las enfermedades o deficiencias persistentes de carácter físico o psíquico que impidan a la persona gobernarse por sí misma». Es decir, lo que se toma en consideración para incapacitar a un sujeto no es tanto el trastorno o patología que pueda padecer el individuo como el efecto que éste le causa -el hecho de que le impida gobernarse por sí mismo- así como el carácter persistente de dicho trastorno. La imposibilidad para gobernarse por sí mismo hace referencia al hecho de que la persona, dejada a merced de sus propios impulsos y fuerzas, pueda llevar a cabo actos perjudiciales para sí misma.

Ahora bien, lo que también es cierto, y esto conviene tenerlo presente, es que la incapacitación, en tanto implica una restricción a las posibilidades de actuación del individuo (puesto que se le impide llevar a cabo válidamente ciertos actos o negocios), supone, con carácter general, una limitación de sus derechos fundamentales, concretamente del derecho al libre desarrollo de la personalidad (art. 10 CE) y del derecho a la libertad (art. 17 CE). En general los derechos fundamentales del individuo tratan de garantizar el pleno desarrollo humano mediante la delimitación de un ámbito de autonomía individual que no puede ser perturbado ni por el Estado ni por los particulares3. El reconocimiento de un ámbito de autonomía individual,

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o, dicho de otro modo, el reconocimiento del denominado -según la terminología alemana- «derecho de autodeterminación» del individuo (Selbstbestimmungsrecht)4, es básico para todo individuo y constituye una exigencia de la propia dignidad de la persona (art. 10 CE) Por tal motivo, insisto, toda restricción de las posibilidades de actuación de un individuo afecta directamente a este derecho de autodeterminación y, en general, implica una restricción de sus derechos fundamentales.

Pues bien, partiendo de esta idea, debe tenerse presente que la incapacitación, en tanto que implica una limitación de derechos fundamentales, ha de estar justificada, ya que de otro modo equivaldría a una forma de discriminación. Respecto de esta cuestión, nuestro Tribunal Constitucional viene entendiendo que la limitación a un derecho fundamental debe justificarse por la necesidad de proteger o preservar otros derechos constitucionales u otros bienes o valores constitucionalmente protegidos. Además es preciso que la restricción sea necesaria para conseguir el fin perseguido y adecuada o proporcionada a la consecución de ese fin. Es decir, debe existir una relación de proporcionalidad entre la necesidad de la medida y el sacrificio que la misma comporta5.

De acuerdo con lo expuesto, la incapacitación de un individuo debe estar regida, en primer lugar, por el que podríamos denominar -empleando nuevamente la terminología alemana- «principio de necesidad»6, en virtud del cual sólo debe incapacitarse a un individuo cuando sea estrictamente necesario, es decir, cuando no sea posible proteger sus intereses de otro modo. Ello implica, asimismo, que la limitación de facultades del incapacitado debe ser también la indispensable. Es decir, la actuación del representante legal del incapacitado (o, en su caso, del curador) debe extenderse sólo a aquellos asuntos en los que sea necesaria su intervención.

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En segundo lugar -y esto lo pone de relieve la doctrina italiana7- las limitaciones a la capacidad de obrar que conlleva la incapacitación deben tener como fin satisfacer intereses del propio sujeto afectado y permitirle un mejor desarrollo como persona humana. En la medida que tales limitaciones no se establezcan en interés del propio afectado (sino, por ejemplo, en intereses de terceros) podrían ser consideradas como inconstitucionales (implicarían una limitación injustificada de derechos fundamentales).

Por último, debe tenerse en cuenta que la dignidad de la persona (art. 10 CE) exige que se garantice a los enfermos y disminuidos psíquicos un cierto ámbito de autonomía acorde con su capacidad de discernimiento real.

El sistema diseñado en el Código Civil español, cuando se llevó a cabo la reforma de la tutela en 1983, se adecúa en buena medida a las ideas enunciadas y, «a priori» es lo suficientemente flexible para garantizar al incapacitado un cierto ámbito de autonomía acorde con su capacidad de discernimiento real. Según disponía el art. 210 C.c. el juez, al dictar la sentencia de incapacitación, debe determinar la extensión y límites de ésta así como el régimen de tutela o guarda al que debía quedar sometido el incapacitado (conviene advertir que el art. 210 ha sido derogado por la Ley de Enjuiciamiento Civil 1/2000, si bien el art. 760 de dicha ley reitera lo anteriormente establecido en dicho precepto8). De acuerdo con el art. 210 C.c. y, actualmente, con el art. 760 LEC, el juez debería especificar en la sentencia de incapacitación, atendiendo al grado de discernimiento real de cada sujeto, los actos que el individuo, si está sometido a tutela, puede realizar por sí sólo y aquéllos que debe realizar su tutor, o, en el supuesto en que quede sometido a curatela, los actos que puede llevar a cabo por sí mismo o aquellos para los que precisa la asistencia del curador (cfr. art. 267 y 289 C.c.).

El problema es, en la práctica, que este sistema de graduación de la capacidad es más teórico que real. La experiencia demuestra que los jueces se limitan a optar entre declarar al sujeto afectado en «estado civil de incapacitación total» o «absoluta» o a declararlo «incapaz parcial» o en estado civil de «incapacidad restringida». Es decir, los tribunales españoles han llegado a crear dos grados de incapacidad. La incapacitación absoluta con sometimiento a tutela y la incapacitación parcial con sometimiento a curatela, lo que claramente vulnera el espíritu que presidió la reforma del C.c. de 1983.

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Ahora bien, con independencia de las críticas que merece esta práctica judicial, debe entenderse que la incapacitación, con independencia de que conlleve el sometimiento del enfermo o deficiente psíquico a tutela o a curatela, no impide al afectado realizar actos de naturaleza personal ni ejercer válidamente sus derechos fundamentales (o, según la expresión más habitual en el campo del Derecho civil, sus derecho de la personalidad).

En el Derecho moderno está cada vez más extendida la idea según la cual debe reconocerse a todo individuo la posibilidad de adoptar decisiones de naturaleza personal (v. gr. matrimonio), así como la posibilidad de ejercitar sus derechos fundamentales, en tanto que tenga suficiente entendimiento como para comprender el significado de la decisión que adopta. Se piensa así que las reglas generales sobre capacidad de obrar no son aplicables cuando se trata del ejercicio de derechos fundamentales9.

En el Derecho español este criterio está expresamente consagrado en el art. 162 C.c., con relación a los menores de edad, y en el art. 3 LO 1/82 de

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Protección civil al honor, a la intimidad y a la imagen10. De dichos preceptos se desprende que lo determinante para que un individuo pueda ejercer válidamente sus derechos fundamentales es que posea suficiente capacidad natural. La capacidad natural es un concepto distinto a la capacidad de obrar. La capacidad de obrar hace referencia al ámbito de capacidad legalmente establecido, que se determina en función de la edad y de la existencia o inexistencia de una sentencia de incapacitación. La capacidad natural hace referencia a la aptitud psíquica que, de hecho, y en cada concreta situación, ostenta un individuo. Puede definirse como la capacidad de discernimiento suficiente para comprender, ante una determinada situación, el significado, alcance y consecuencias de la decisión a adoptar Se trata de una cualidad que sólo puede valorarse en cada caso concreto, ya que un sujeto puede tener discernimiento suficiente para comprender una determinada situación y adoptar al respecto una decisión responsable pero no para otras11.

Desde este punto de vista, debe entenderse que la incapacitación no impide al afectado realizar actos de naturaleza puramente personal, ni ejercer válidamente sus derechos fundamentales -sus derechos de la personalidad-, en tanto que tenga el suficiente grado de...

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