Dios no existe y él lo sabe

AutorGonzalo Puente Ojea
Páginas136-154

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Abordar la cuestión de la verdad o la falsedad de las creencias religiosas* planteando directamente la cuestión del Dios monoteísta, es cometer el grave error de eliminar de la investigación el tema principal de la religión como género, es decir, la cuestión de la génesis de la religiosidad, entendida ésta como conjunto más o menos articulado de sentimientos de sumisión o de aversión respecto de poderes extraordinarios y enigmáticos que condicionan o determinan la existencia y el destino de los humanos. Este error de itinerario no es inocente ni subsanable, y ha conducido a los habituales dislates de la apologética religiosa, especialmente la tesis alucinante de la supuesta existencia de un monoteísmo primordial, del padre W. Schmidt y su escuela, fundándose en el supuesto «hecho» de que en las sociedades más primitivas habrían existido ya dioses celestes. Todavía hoy, M. Eliade mantiene la teoría según la cual «la oración más popular del mundo se dirige al "Padre Nuestro, que estás en los Cielos". Podría ser que la oración más antigua se hubiera dirigido también a un Padre celeste -lo cual explicaría este aserto de un africano de la tribu de los ewe: "Donde está el cielo, está también Dios"-» (Tratado de historia de las religiones, 1940). En su importante obra L'essere supremo nelle religioni primitive (1957), R. Pettazzoni demostró que «estudiando las religiones monoteístas, se constata que cada una de ellas ha salido, como religión nueva, de un ámbito religioso politeísta preexistente» (cf. mi libro Opus minus. Una antología, cap. XII, 2002).

Como resulta patente, sólo mediante el regreso a un estudio serio de la prehistoria como estación de origen será factible restablecer el auténtico itinerario de un viaje seguro a la estación de término, o sea, a la cuestión de Dios.

1. En los albores de la capacidad reflexiva adquirida por la especie Homo sapiens sapiens, también denominada hombre moderno por los antropólogos, el humano prehistó-rico no solamente se puso a la tarea de descubrir o producir sus medios materiales de supervivencia, sino que también tornó indudablemente su atención a la observación e introspección para alcanzar una imagen de sí mismo en el contexto general de sus experiencias cotidianas, tanto las ordinarias como las extraordinarias. Las primeras se estructuraron necesariamente en comportamientos regidos por categorías espontáneas de orden estrictamente empírico, sometidas constantemente al procedimiento de ensayo y error, connatural con su sistema nervioso y los esquemas innatos de causalidad y finalidad. Las segundas, sin embargo, resultaban para el humano prehistórico sumamente enigmáticas y problemáticas, agrupándose alrededor de dos ejes: la Naturaleza exterior -abrumadoramente poderosa pero discernible en sus innumerables manifestaciones concretas- y la Naturaleza interior -confusa, caótica, indiscernible, y especial-mente amenazadora o incluso pavorosa en sus principales manifestaciones, es decir, los sueños y las visiones, y algunas fantasías mentales en vigilia. El hombre prehistórico

* Todas las cursivas tanto del texto como de las citas, caso de no indicarse de otro modo, se deben a G. Puente Ojea.

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experimentó un hondo malestar ante el conjunto de enigmas que le planteaba su acceso a la reflexividad en términos de racionalidad, aunque fuese epistemológicamente falsa, pero característica ya de un Homo rationalis.

Las décadas de los años sesenta y setenta del siglo XIX fueron excepcionalmente fecundas para el avance del autoconocimiento actual del ser humano, y decisivas para el conocimiento del hombre prehistórico del periodo de Cro-Magnon, hace unos 40.000 años, respecto de sí mismo. En el magistral capítulo 3, titulado «Comparación de la capacidad mental del hombre y los animales inferiores», de su epoch making investigación evolucionista The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex (1871), Charles Darwin entra en el análisis a fondo de los siguientes tópicos: «Abstracción, conceptos generales, conciencia del yo, individualidad mental», referidos al sapiens sapiens, para concluir afirmativamente que esas capacidades pertenecían ya a un notable grado de desarrollo de su estatus ontológico. Seguidamente, Darwin acomete la gran cues-tión: «Creencia en Dios-Religión»: «No hay pruebas de que el hombre estuviera dotado originalmente con la ennoblecedora creencia en la existencia de un Dios omnipotente. Por el contrario, hay muchas pruebas, procedentes no sólo de viajeros apresurados, sino de hombres que han residido mucho tiempo con salvajes, de que han existido muchas razas, y todavía existen, que no tienen idea de uno o más dioses, y que no poseen palabras en su idioma para expresar dicha idea» (cito por la traducción de Joandomènec Ros, 2009). Por consiguiente, ningún atisbo original de Urmonotheismus, ni aun de dioses. Pero, a renglón seguido, Darwin estampa la afirmación de lo que los «expertos» complacientes con las Iglesias se niegan a admitir, al menos con todas sus consecuencias:

Sin embargo, si incluimos bajo el término «religión» la creencia en entidades invisibles o espirituales, el caso es completamente diferente, porque dicha creencia parece ser universal entre las razas menos civilizadas. Tampoco es difícil comprender cómo surgió. Tan pronto como las importantes facultades de la imaginación, la admiración y la curiosidad, junto con cierta capacidad de razonamiento, se hubieran desarrollado parcialmente, el hombre habría ansiado naturalmente comprender qué es lo que pasaba en su entorno, y habría especulado vagamente acerca de su propia existencia. Tal como ha señalado M'Lennan: «El hombre debe buscar por sí mismo alguna explicación de los fenómenos de la vida; y a juzgar por su universalidad, la hipótesis más sencilla, y la primera que se les ocurrió a los hombres, parece haber sido que los fenómenos naturales pueden adscribirse a la presencia en animales, plan-tas y objetos, y en las fuerzas de la naturaleza, de espíritus [ghosts] dispuestos a la acción, como los que los mismos hombres son conscientes de poseer» [pp. 120-121].

Y prosigue Darwin:

También es probable, como ha demostrado Tylor, que los sueños hubieran dado origen en primer lugar a la noción de espíritu, porque los salvajes no distinguen fácilmente entre impresiones subjetivas y objetivas. Cuando un salvaje sueña, cree que las figuras que aparecen ante él proceden de una distancia, y que se sitúan sobre él; o bien que «...el alma del que sueña parte en sus viajes y retorna con un recuerdo de lo que ha visto» [Tylor, Early History of Mankind, 1865] (ibídem).

Esta citación es precursora, aunque de gran influencia, del Opus magnus del antropólogo escocés, Edward B. Tylor, titulada Primitive Culture, y publicada en 1871, en dos volúmenes: I. The Origins of Culture y II. Primitive Religion (desde el capítulo XI). Darwin añade a la mencionada nota de la p. 121 de El origen del hombre, este sustancioso comentario: «Véanse asimismo los tres sorprendentes capítulos sobre el desarrollo de la religión, en Lubbock, Origin of Civilisation. De un modo parecido, mister Herbert Spen-

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cer, en su ingenioso ensayo en la Fortnightly Review (1 de mayo de 1870, p. 535), explica las formas más tempranas de la creencia religiosa en todo el mundo por el hecho de que el hombre se ha considerado a sí mismo, a través de sueños, sombras y otras causas, como una doble esencia, corpórea y espiritual. Puesto que se supone que el ser espiritual existe después de la muerte y es poderoso, es aplacado mediante diversas ofrendas y ceremonias, y se invoca su ayuda...».

También revisten gran interés algunas precisiones y valoraciones de Darwin sobre el fenómeno animista primitivo: «La creencia en entidades espirituales pasaría fácilmente a la creencia en la existencia de dioses. Porque los salvajes atribuirían de forma natural a los espíritus las mismas pasiones, el mismo amor a la venganza o la forma más sencilla de justicia y los mismos afectos que ellos sentían [...]. El sentimiento de devoción religiosa es muy complejo, y consiste en amor, sumisión completa a un superior eminente y misterioso, un fuerte sentido de dependencia, miedo, reverencia, gratitud, esperanza en el futuro y otros elementos. Ningún ser puede experimentar una emoción tan compleja hasta haber progresado en sus facultades intelectuales y morales al menos hasta un nivel moderadamente elevado» (pp. 122-123). Y en esta última página anticipa magistralmente la línea evolutiva de la religiosidad nacida al amparo de la creencia animista:

Las mismas facultades mentales elevadas que condujeron por primera vez al hombre a creer en entidades intelectuales invisibles, y después al fetichismo, al politeísmo y en último término al monoteísmo, le habrían de llevar infaliblemente, mientras sus capacidades de razonamiento permanecieran poco desarrolladas, a varias supersticiones y costumbres extrañas [...]. Es terrible pensar en algunas de ellas... pero es bueno reflexionar ocasionalmente sobre dichas supersticiones, porque nos muestran qué infinita deuda de gratitud debemos al perfeccionamiento de nuestra razón, a la ciencia, y a nuestro saber acumulado.

2. Sin embargo, la gran deuda teórica que tiene la Antropología con Tylor se debe a su reconstrucción del probable proceso mental que llevó al hombre prehistórico a lo que después se llamó el animismo, el primer gran acontecimiento cultural del pensamiento humano: la «doctrina del alma», y su consecuencia implícita, la doctrina de los espíritus -dada su identidad ontológica-, fueron conjuntamente, como él lo definió, el «primordium de todos los mitos», pues creó las «condiciones lógicas de posibilidad» del mito religioso ancestral -expresado ya en los ritos funerarios- que sirvió de matriz común de todas las formas de la religiosidad. En efecto, el hombre prehistórico creyó haber descubierto, en su propia entidad natural, la existencia de dos elementos contradistintos pero...

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