El dilema de las cláusulas de irreversibilidad en el ejercicio de la autonomía individual

AutorLaura Miraut Martín
Páginas103-125

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1. Introducción

El respeto a la autonomía individual se asume en nuestros días como enseña de los ordenamientos democráticos. La intervención paternalista sobre la autonomía individual únicamente se legitima en principio en los supuestos en que el sujeto resulta incompetente o produce su acción daño a terceros. Fuera de ellos el individuo se considera dueño y señor de sus decisiones. Se entiende que la no intromisión en las decisiones de un individuo que sólo a él atañen es una exigencia inmediata del valor de la libertad1. La libertad puede, sin embargo, proyectarse en decisiones que imposibiliten el ejercicio futuro de la misma libertad. En esos casos el ejercicio actual de la libertad produce consecuencias en cierto modo antilibertarias. Es por eso que se dis-cute su legitimidad. Los supuestos típicos son la enajenación de la capacidad futura de decisión y la disponibilidad de la vida por parte de su titular. En la medida en que el texto constitucional resulta de la participación de las voluntades de los ciudadanos del Estado que se van a ver a su vez vinculados por sus disposiciones hay que entender que las cláusulas pétreas de las Constituciones constituyen también, indirectamente, cláusulas de irreversibilidad de la autonomía individual.

2. La enajenación de la capacidad futura de decisión individual

Los casos en que puede considerarse comprometida la libertad futura de los ciudadanos constituyen una aplicación directa de la misma capacidad que a éstos se les reconoce para obligarse a realizar prestaciones a otras personas o entidades, generalmente, aunque no siempre, a cambio de una contraprestación llevada a cabo de manera directa o indirecta por sus beneficiarios. Si el hombre es libre hay que entender que lo es también para establecer acuerdos con otros individuos igualmente libres. Y que tales acuerdos si quieren ser eficaces habrán de resultar lógicamente obligatorios para las partes que los firman. La libertad no podría resultar dirigida en su sentido de manera que quedara excluido de su ámbito el compromiso de la actuación a favor de los intereses ajenos, a menos

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que su ejecución pudiera ocasionar un perjuicio a otros intereses de terceras personas, porque ello supondría negar su propia consistencia.

En este sentido hay que considerar que la limitación parcial de la libertad durante un determinado período de tiempo puede tener una plena justificación cuando la misma se produce precisamente en el ejercicio de su autonomía para decidir por sí mismo. Se limita la libertad, por lo demás, normalmente a cambio de una determinada prestación que se entiende que compensa de sobra la restricción que la referida obligación supone. A esta situación se refería John Stuart Mill cuando señalaba que: “La libertad del individuo en aquellas cosas que tan sólo a él conciernen implica una libertad análoga en un número cualquiera de individuos para regular por mutuo acuerdo las cosas en las que ellos, y sólo ellos, estén conjuntamente interesados. Esta cuestión no ofrece dificultad en tanto la voluntad de todas estas personas no sufra alteración; pero como esta voluntad puede cambiar, con frecuencia es necesario, aun en cosas que tan sólo a ellos interesan, que estas personas adquieran compromisos entre sí, y entonces es conveniente, como regla general, que estos compromisos sean cumplidos”2.

Difícilmente podría, en efecto, funcionar la vida social sin la existencia de compromisos mutuos entre los individuos en pos de la consecución de objetivos comunes a las partes del contrato. La incapacidad del individuo para dar por sí mismo, sin ningún apoyo exterior, satisfacción a todas sus apetencias está en la base de la sociabilidad humana y del recurso continuo a acuerdos vinculantes con los demás. Estos compromisos pueden realizarse entre un número mayor o menor de individuos, hipotéticamente entre sólo dos personas. Puede así decirse que hay compromisos de interés social, en los que normal-mente intervienen muchas personas obligándose a algo que permita alcanzar en mayor medida un bien colectivo, y compromisos de interés particular en los que el número de personas que se obligan a realizar una determinada conducta activa o pasiva, y con ello a experimentar la correspondiente restricción de su libertad, es bastante menor. En todo caso, la buena marcha de la vida social exige que los individuos cumplan con sus compromisos, cualquiera que sea la entidad social o particular de éstos, en igual medida en que cumplen con las disposiciones del propio orden jurídico. El compromiso entre los particulares se constituye en este sentido en una auténtica ley para ellos.

El problema surge cuando, por las razones que sean, el individuo adopta la decisión de comprometerse a la enajenación completa de su libertad estableciendo cláusulas de irreversibilidad que impidan el retorno en ningún

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momento a la posición originaria3. En este tipo de casos hay que considerar que lo que está en juego no es tanto el respeto a la voluntad del sujeto en el ejercicio actual de su libertad, sino la posibilidad de hacer ejercitable el mismo en el futuro, porque la ejecución del compromiso establecido implicaría necesariamente la renuncia a cualquier ejercicio posterior de su autonomía en el ámbito fijado al respecto. Nada puede excluir sin embargo que una persona que hoy en día esté dispuesta a abdicar por completo de su libertad entregándose absolutamente al dominio de otra o de otras personas sobre ella pueda en un momento posterior cambiar de opinión. Evidentemente, la legitimación que se pudiera dar al contrato de enajenación de su capacidad de actuación autónoma reduciría a la nada las posibilidades de experimentar un cambio de parecer semejante. Comprometería así de manera definitiva la esencia del libre desarrollo de la personalidad.

No puede entonces extrañar que incluso los autores que en mayor medida han abogado por la prioridad del principio de la autonomía individual frente a otro u otros valores relevantes mantengan muchas reservas en relación a la pretendida justificación de estos casos. No ya por el perjuicio que en sí ocasiona la temporal eliminación de nuestra libertad de acción, como por el establecimiento de cláusulas de irretroacción que hacen imposible su ejercicio en un momento posterior. El ejemplo más claro al respecto lo proporciona John Stuart Mill cuando señala que: “En éste, como en los más de los países civilizados, un compromiso por el cual una persona se vendiera, o consintiera en ser vendido, como esclavo, sería nulo y sin valor; ni la ley ni la opinión lo impondrían. El fundamento de una tal limitación del poder de voluntaria disposición del individuo sobre sí mismo es evidente, y se ve con toda claridad en este caso. El motivo para no intervenir, sino en beneficio de los demás, en los actos voluntarios de una persona, es el respeto a su libertad. Su voluntaria elección es garantía bastante de que lo que elige es deseable, o cuando menos soportable para él, y su beneficio está, en general, mejor asegurado, dejando de procurarse sus propios medios para conseguirlo. Pero vendiéndose como esclavo abdica de su libertad; abandona todo el uso futuro de ella para después de este único acto. Destruye, por consiguiente, en su propio caso, la razón que justifica que se le permita disponer de sí

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mismo. Deja de ser libre; y, en adelante, su posición es tal que no admite en su favor la presunción de que permanece voluntariamente en ella. El principio de libertad no puede exigir que una persona sea libre de no ser libre. No es libertad el poder de renunciar a la libertad”4.

El dramatismo de este tipo de situaciones queda considerablemente relativizado en los casos en que se estipula que el compromiso de enajenación de la libertad que pueda realizar el individuo tenga un carácter reversible. Sin que ello suponga por nuestra parte adoptar una respuesta puntual a este problema, hay que decir, no obstante, que en este tipo de situaciones la prohibición de la estipulación del contrato perdería el fundamento aludido. Son en efecto dos cosas muy diferentes el perjuicio objetivo que se pueda ocasionar a sí mismo un individuo con la enajenación completa de su libertad por un período en principio indefinido y el que deriva de la asunción por parte del propio individuo de una puntual limitación de su libertad que le permite volver a ejercitar su capacidad de desarrollo autónomo en un determinado ámbito que puede hipotéticamente ocupar toda su proyección vital.

Está claro que cualquier enajenación completa de la libertad del individuo, aun en los casos en los que la misma tiene un carácter estrictamente temporal, conlleva una situación preocupante desde la perspectiva de la acción individual y del mismo progreso social. Parece, en efecto, esgrimible que en este tipo de casos la enajenación temporal de la libertad podría colisionar de manera directa con determinados valores a los que comúnmente se concede una especial relevancia. Así, por ejemplo, el ejercicio de determinados derechos que se entienden irrenunciables, o las más elementales aplicaciones del orden moral vigente5. Con ello el problema encontraría su solución en el

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marco del balance entre los intereses en juego aludidos. Pero en ningún caso en la imposibilidad futura de llevar a efecto el ejercicio del libre desarrollo de la personalidad individual.

Éste es el objeto del compromiso irreversible de enajenación de la libertad. No desde luego el del compromiso con cláusula de reversibilidad. En cualquier caso es un objeto que podría llegar a justificar, a nuestro entender, la prohibición del compromiso irreversible. El uso futuro de la libertad quedaría así preservado frente al hipotético ataque que...

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