Educación diferenciada, una opción de libertad

AutorMariano Vivancos Comes
Cargo del AutorProfesor de Derechos fundamentales y Libertades públicas. Universidad Internacional de La Rioja-UNIR

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I

La reciente aprobación de la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa (BOE núm. 295, de 10 de diciembre de 2013: pp. 97858-97921) (más conocida por sus siglas, LOMCE, o como «Ley Wert», en referencia a su promotor, el titular del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte) ha vuelto a reabrir, en España, el viejo debate sobre la pluralidad y legitimidad de opciones o modelos pedagógicos (coeducación o enseñanza mixta versus monoeducación1o educación diferenciada).

El modelo de educación diferencia, el segundo de los dos apuntados, ha sido objeto de una reciente jurisprudencia tanto estatal (Sentencias 5492 y 5498/2012, de 23 y 24 de julio del Tribunal Supremo español2y Sentencia del Tribunal Supremo Federal Alemán, de 30 de enero de 20133) comunitaria (Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, de 1 de marzo de

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20114) que no cuestiona su validez jurídica, como se ha encargado de poner de manifiesto nuestra doctrina (Calvo Charro, 2011; González-Varas, 2013; Esteve Pardo, 2013); a pesar de seguir levantando una importante controversia que, lejos de remitir, se ha agudizado como consecuencia de la aprobación de la LOMCE.

Son de tal la intensidad las reformas legislativas que en los últimos años han incidido, con mayor y menor éxito, sobre dicha cuestión en España, que puede ser una buena oportunidad para propiciar un debate abierto en torno a la capacidad del legislador para convertir la coeducación en un objetivo educativo. Al suscitarse no sólo sí dicha pretensión podría resultar constitucionalmente legítima sino, también, si la opción por un modelo pedagógico puede finalmente condicionar la financiación pública de un proyecto educativo sin caer en una odiosa discriminación.

El tratamiento de dichas cuestiones desde una perspectiva jurídico-constitucional exige abordar antes, sin embargo, la que ha sido calificada como «paradoja discriminatoria» (Esteve Pardo, 2012: 12). Que puede proyectarse sobre un doble ámbito: por un lado, sobre la compatibilidad de la educación diferenciada por razón de sexo con la garantía del derecho fundamental a la educación; por otro, como se ha señalado, sobre si su exclusión arbitraria del régimen de conciertos podría esconder una discriminación a partir de un prejuicio ideológico, incumpliéndose la «neutralidad» de los poderes públicos en la libre opción por modelos educativos igualmente legítimos.

Las consecuencias de las respuestas a estas dos últimas cuestiones plan-teadas no son neutras. En caso de entender que podría considerarse una vulneración del mandato constitucional de no discriminación por razón de sexo, las consecuencias jurídicas no sólo serían evidentes sino, también, inmediatas. ¿Por qué decantarse únicamente por la prevalencia si, tal tesis, podría abonar una proscripción legal de esta modalidad educativa?. Por el contrario, la concurrencia de legitimidad y no discriminación en el modelo diferencial dificultarán cualquier pretensión ideológica para negarles su condición de

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centros concertados sostenidos con fondos públicos; pudiendo difícilmente evitarse un debate sobre el deber de neutralidad de los poderes públicos ante opciones igualmente legítimas y válidas, incluso, pudiendo configurarse dentro de uno de los supuestos discriminatorios prohibidos por la ley.

Desde luego, lo que resulta obvio y evidente, es que, la monoeducación (que cuenta con partidarios y detractores, al tiempo), no puede ser en ningún caso, simultáneamente, legítima y discriminatoria. Una obviedad que ha sido destacada en sede parlamentaria: «los centros que discriminan no (sólo no) pueden ser financiados sino que (tampoco) pueden ser parte legítima del sistema educativo»5. A todas y cada una de estas cuestiones pretende dar cumplida respuesta el presente trabajo.

II

La Constitución de 1978 incorporó, en su artículo 27, un conjunto de principios referidos al sistema educativo que los distintos gobiernos democráticos han desarrollado desde entonces (...)

, como se encargaba de recordar el fracasado «Pacto social y político por la Educación» (Gobierno de España, 2011)6impulsado en la IX Legislatura. Principios que deben concretarse a la luz de la interpretación que del derecho a la educación hagan «los tratados y acuerdos internacionales (...) (válidamente) ratificados por España», en función de la cláusula interpretativa de los derechos fundamentales y de las libertades públicas que nuestra Carta Magna reconoce en su artículo10.2. A este cometido dedicaremos la primer parte del presente trabajo.

En su libertad, y en ejercicio de la competencia estatal prevista en el artículo 149.1.30.ª CE para dictar las normas básicas para el desarrollo del artículo 27 (en donde se concreta constitucionalmente el derecho), sin embargo, el legislador estatal se ha visto en la necesidad de afrontar dos cuestiones básicas: La primera, despejar las dudas que, con ocasión de regulaciones previas de ese mismo legislador estatal, se habían proyectado sobre los centros que impartían esta modalidad de enseñanza y, en particular, sobre la posibilidad de acceder a una financiación pública en igualdad de condiciones por parte de los mismos; o dicho de otro modo, si las denominadas «escuelas monoeducativas» podían configurarse dentro de la condición legal de centros concertados «sostenidos con fondos públicos» (algo evidente desde una perspectiva práctica). La segunda, es abordar, desde una perspectiva constitucional, si este tipo de educación puede ser susceptible de englobarse en la discriminación por razón de sexo, que figura dentro de las categorías

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discriminatorias que se detallan en la denominada «cláusula de igualdad», que concreta el artículo 14 de la CE. La tercera, si a tales centros están recibiendo, por parte de los poderes públicos, un trato diferencial y discriminatorio que vulnera el principio de neutralidad constitucionalmente consagrado. Aspectos, todos ellos, que serán abordados en las páginas que siguen.

III

Efectivamente, sólo una corriente minoritaria en base a una interpretación «expansiva» (e ideológica) del principio igualitario niega tajantemente la condición de la educación diferenciada como alternativa constitucional7, que algunos ven proyectada tanto en la misma naturaleza dual del derecho a la educación («como derecho-prestación, que habilita para recibir la enseñanza y como derecho-libertad, que garantiza el respeto a la libertad de los padres», Franco Gil, 2012), como en la interpretación que del derecho de educación ha realizado la jurisprudencia doctrinal.

En particular, como «una proyección de la libertad ideológica y religiosa y del derecho a difundir libremente los pensamientos ideas y opiniones (...) que también garantizan y protegen otros preceptos constitucionales (especial-mente arts. 16.1 y 20.1 a) (...); conexión (que) queda, por lo demás, explícitamente establecida en el art. 9 del Convenio para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales firmado en Roma en 4 de noviembre de 1950, en conformidad con el cual hay que interpretar las normas relativas a derechos fundamentales y libertades públicas que nuestra Constitución incorpora, según dispone el artículo 10.2 CE» (STC 5/1981, de 13 de febrero de 1981).

Asimismo, la libertad de enseñanza supone, también, el derecho a crear y dirigir centros docentes, que entraña la imposición de un carácter propio o ideario (no puede confundirse la coeducación ni con el ideario ya que como ha argumentado la doctrina, «(aquella) no está en el ideario constitucional, ni puede estarlo porque no es un objetivo educativo, mi un valor o fin en sí mismo. Es (todo al contrario) un medio instrumental, un modelo educativo con el que se pretende alcanzar objetivos de enseñanza», Esteve Pardo, 2013: 11) y goza de un espectro más amplio «que se extiende tanto a los aspectos pedagógicos como a los organizativos, y no sólo a los morales y religiosos»

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(STC 77/1985, de 27 de junio). Sus límites, se concretan en el respeto a los principios constitucionales (art. 27.2 y 6 CE); la solvencia científica de las enseñanzas; y la misma libertad de cátedra (arts. 20.1.c) y 27.10 CE). Parece también evidente que, como se desprende de la jurisprudencia del Supremo (como luego veremos), «la opción por un modelo educativo distinto (...) al de la coeduación es una libertad constitucional básica que corresponde a los titulares de centros privados» (Esteve, 2013: 11).

La constitucionalización del régimen de conciertos, a partir del precepto citado, que impone el mandato a los poderes públicos de ayudar a los centros docentes «que reúnan los requisitos que la ley establezca», vendría a completar dicho marco normativo. Conviene traer a colación no obstante, como recuerda la doctrina, que «el ejercicio de la libertad de creación de centros docentes (...) no ha sido producto de un inexistente derecho a la subvención, derecho que no aprecia el Tribunal Constitucional (STC 86/1985, de 10 de julio), si no de la extensión decidida por el poder público de la financiación estatal y autonómica de centros privados que cumplían los requisitos legales y se sometían a las servidumbres impuestas por la ley» (Canosa Usera, 2003).

En base a ello, tras la aprobación de la Constitución española de 1978, el acceso de los centros privados de educación diferenciada al régimen de conciertos ha venido siendo una realidad, a partir de la constatación de dos hechos diferenciados: a) la voluntariedad del centro y b) el cumplimiento estricto de los requisitos legales. Por tanto, la existencia, validez y realidad de la enseñanza diferenciada y su posibilidad de participar en conciertos educativos estaría reconocida en nuestro ordenamiento constitucional, sin ningún género de dudas, y ello como excepción a la coeducación, que aparece configurada como una opción igualmente legítima...

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