Desórdenes y tumultos en las ciudades castellanas de la modernidad: La conservación del orden público

AutorRegina M.ª Polo Martín
Páginas17-59
DESÓRDENES Y TUMULTOS EN LAS
CIUDADES CASTELLANAS DE LA
MODERNIDAD: LA CONSERVACIÓN DEL
ORDEN PÚBLICO
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A lo largo de los siglos de la Modernidad la conflictividad política, social e
incluso económica que existió -a veces larvada y otras, las más, manifiesta- en las
ciudades castellanas1 provocó frecuentes y constantes estallidos de violencia y alte-
raciones de su quietud2, reflejados en los abundantes e incesantes tumultos, des-
órdenes y altercados que perturbaron la tranquilidad y el pacífico discurrir de su
vida diaria3. Fueron, sin duda, una amenaza grave y real para el mantenimiento del
estatus social y político establecido y también para la conservación de la seguridad
y del orden público en la esfera municipal. Ejemplo paradigmático de estas pertur-
baciones fueron las que tuvieron lugar a comienzos del siglo XVI, en 1520, provo-
cadas por la revuelta comunera o las que estallaron con los motines de 1766, muy
1 En este sentido M. Asenjo-González y A. Zorzi señalan que “Los conflictos y la conflicti-
vidad han estado en el punto de mira de la historia al ser acontecimiento y anomalía que, tanto por
las manifestaciones de violencia y expresión de rivalidad, diferencia y lucha como por la perturbación
causada en la vida política y social, no pasaron inadvertidas en crónicas y anales de diferentes épocas”
(“Conflicto y discordia en ciudades bajomedievales. Italia y reinos hispánicos”, en Hispania, LXXV,
250, mayo-agosto [2015], p. 323).
2 Tan arraigada llegó a estar la violencia en estos siglos que J. L. Castellano habla de “violencia
estructural”, afirmando que dicha violencia “es una estructura cotidiana de todo el Antiguo Régimen;
pero de manera especial en la época barroca” (“La violencia estructural en el Barroco”, en Violencia y
conflictividad en el universo barroco, J. J. Lozano Navarro y J. L. Castellano (eds.), Granada, Comares,
2010, p. 1).
3 Nos parece muy gráfica la expresión “ciudad alterada” con la que se enuncia uno de los capí-
tulos de Civitas: expresiones de la ciudad en la Edad Moderna, S. Truchuelo García, R. López Vela y M.
Torres Arce (eds.), Santander, Editorial de la Universidad de Cantabria. D. L., 2015, p. 297.
18 Regina M.ª Polo Martín
avanzado ya el XVIII4. En cualquier caso es indudable la estrecha vinculación entre
conflictividad y disturbios de orden público, de manera que en muchas ocasiones
evitar o resolver esa conflictividad impedía la aparición de esos alborotos que supo-
nían un trastorno grave de la paz y seguridad ciudadana.
La Corona necesitaba mantener pacificadas las ciudades, ya que durante estos
siglos de la Edad Moderna prestaban el auxilio financiero imprescindible para el
sostenimiento de la Monarquía hispánica5. Por esta razón no es de extrañar que, al
menos durante las dos centurias de gobierno de los Austrias, casi todo el peso de
la conservación del orden público y seguridad ciudadana descansase en el agente
regio por excelencia en los municipios, el corregidor, por lo que esta tarea quedaba
en manos de unos oficiales que acumulaban en la esfera municipal funciones ju-
risdiccionales, gubernativas, hacendísticas, de policía, incluso militares en algunas
épocas y circunstancias. En el supuesto de Madrid, además desempeñó un papel
importante la Sala de Alcaldes de Casa y Corte. No existía, pues, una regulación
uniforme y unitaria ni una estructura organizativa general para toda la Corona,
sino que la preservación del orden público quedaba encomendada a cada muni-
cipio, que generalmente tenía una dotación y organización precaria y en clara de-
pendencia de las autoridades judiciales. Es indudable, como señala B. González
Alonso, la indiferenciación a lo largo de estas centurias entre las funciones judicia-
les y las de policía6. No obstante, desde mediados del siglo XVIII la tendencia fue
a configurar un sistema más homogéneo, más profesionalizado y progresivamente
independiente de los jueces7. Los alcaldes de barrio fueron en parte exponente de
ese nuevo camino emprendido, aunque no fue ajena a ellos la faceta judicial. Por
tanto, a lo largo de la Modernidad fueron autoridades civiles con potestad jurisdic-
4 Afirma L. A. Ribot que no existe una tipología específica de las revueltas urbanas aunque sí
dos rasgos que las diferencian de las rurales: el primero “su mayor complejidad” pues “las revueltas urba-
nas son la más profundas de la época Moderna, las que cuentan con mayor transfondo ideológico”, y el
segundo “su capacidad de dirigir y orientar el comportamiento de localidades más pequeñas o núcleos
rurales” (“Revueltas urbanas en la Italia española (siglos XVI-XVII)”, en Ciudades en conflicto (siglos
XVI-XVIII), J. I. Fortea Pérez y J. E. Gelabert (coords.), Valladolid, Junta de Castilla y León, 2008, p.
338).
5 En una perspectiva más amplia E. Martínez Ruiz asegura que “la seguridad es una dimensión
de la propia estabilidad del Estado, por eso su mantenimiento no es solamente un objetivo que se persi-
gue en función de la protección de las personas y propiedades, es también algo que el Estado busca para
que redunde en su propio beneficio, pues una sociedad segura y tranquila presenta un índice menor de
conflictividad y más estabilidad de cara al futuro” (Policías y proscritos. Estado, Militarismo y Seguridad en
la España Borbónica (1700-1870), Madrid, Actas editorial, 2014, p. 22).
6 Esta afirmación se refleja con claridad en la figura del corregidor, ya que desde la Baja Edad
Media para el castellano de a pie “corregir” una ciudad o pueblo, que era la finalidad del envío de estos
oficiales a los municipios, “equivale a administrar justicia en él y, además, velar por el mantenimiento
del orden público” (Benjamín González Alonso, El corregidor castellano (1348-1808), Madrid, Instituto
de Estudios Administrativos, 1970, pp. 63-64).
7 Ángel Alloza afirma que hasta “el final del Antiguo Régimen no existió en las ciudades cas-
tellanas un sistema de vigilancia permanente, bien organizado, orientado a la prevención de la delin-
cuencia, y no a su pura y simple represión” (La vara quebrada de la justicia. Un estudio histórico sobre la
delincuencia madrileña entre los siglos XVI y XVIII, Madrid, Catarata, 2000, p. 46).
Desórdenes y tumultos en las ciudades castellanas de la modernidad 19
cional las encargadas de la custodia del orden y seguridad urbano, de manera que
solo en casos muy extremos se consideraba necesaria la intervención militar para la
pacificación de la vida cotidiana de las distintas localidades, aunque su participa-
ción en estas tareas fue incrementándose sobre todo a lo largo del siglo XVIII8. Esta
militarización tuvo lugar especialmente en el ámbito rural, en el que los problemas
de seguridad planteados eran diferentes a los de las ciudades9.
Recordamos que la organización municipal castellana en los siglos de la Edad
Moderna descansó sobre dos instituciones de origen bajomedieval, una de ellas es
precisamente el corregimiento y la otra el regimiento, ambas introducidas durante
el reinado de Alfonso XI, monarca que destacó por cercenar la autonomía muni-
cipal en sus vertientes normativa, jurisdiccional y gubernativa y por robustecer el
poder regio. Corregidores y regidores, pues, formaban parte de los ayuntamientos
de las ciudades castellanas de la Modernidad, y junto a ellos, aparte de otros diver-
sos de menor transcendencia, los oficios de representación pechera, llámense pro-
curadores del común, personeros, síndicos, jurados, etc. Aparentemente no hubo
modificaciones en el transcurso de estos siglos puesto que los oficios municipales
fueron los mismos, pero su esencia, su carácter, fue mudando, sobre todo la de los
regidores y jurados. El hecho que provocó esa mutación fue la venta generaliza-
da de oficios por parte de los monarcas a partir de 1543 -quedaron excluidos los
corregidores- que hizo que en muchos lugares donde aún se conservaban formas
diversas de elección vecinal pasaran de electivos a vitalicios y posteriormente de
vitalicios a perpetuos, por lo que quedaron fuera del control de la monarquía y
se fueron patrimonializando en manos de una oligarquía que dominaba todos los
resortes del poder municipal, muchas veces en detrimento de los propios vecinos.
Tenemos que esperar a finales del siglo XVIII para que se produzca un cambio im-
portante en el organigrama de los cargos municipales con la creación en 1766 de
los oficios de procurador síndico personero y diputado del común, que se incorpo-
raron a los ayuntamientos en defensa de los intereses de los vecinos, aunque en bre-
ve espacio de tiempo se habían convertido también en oficios patrimonializados
acaparados por esas elites oligárquicas, por lo que su naturaleza primigenia pronto
quedó alterada. No podemos olvidar la creación en estas fechas de los alcaldes de
barrio, importantes en materia de orden público. Es en este marco institucional
municipal donde se tenía que hacer frente a esa conflictividad patente y latente,
con toda la violencia y desórdenes que generaba en la vida urbana.
El objetivo de este trabajo no es analizar las concretas alteraciones de orden pú-
blico, muchas veces violentas y cruentas, que con mayor o menor gravedad salpi-
8 A este respecto E. Martínez Ruiz sostiene que desde la Ley de asonadas de 1774 hay una “in-
sistencia permanente en que las justicias civiles se auxilien por tropas del ejército cuando la necesiten o
las circunstancias lo exijan, pero en ningún momento se decide crear una fuerza específica para ponerla
a las órdenes de dichas autoridades” (Policías, cit., p. 141).
9 En este siglo se crean una serie de policías regionales, como los Mozos de Escuadra, “cuyo fin
en la mayoría de los casos es la lucha contra la delincuencia en el descampado” (Martín Turrado Vidal,
La policía en la Historia contemporánea de España (1766-1986), Madrid, Secretaría General Técnica del
Ministerio de Justicia e Interior, 1995, p. 27). Estudia con detalle este proceso de militarización Martí-
nez Ruiz, Policías, cit., pp. 132-170, y sobre los mozos de escuadra, pp. 247-287.

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