La desjudicializacion como respuesta a la delincuencia de menores de edad

AutorMaria Elena Torres Fernandez
CargoDoctora en Derecho y Profesora de Derecho Penal de la Universidad de Almería
Páginas79-107
  1. LA RESPONSABILIDAD PENAL DE LOS MENORES DE EDAD

    El Código penal vigente aborda de manera novedosa en nuestro ordenamiento jurídico la regulación de la respuesta a la delincuencia protagonizada por menores de edad, que rompe con su precedente en el que se equiparaba al menor con el inimputable al declararlo exento de responsabilidad penal en el artículo 8.2.º del Código penal texto refundido de 1973. En su artículo 19 establece que «los menores de dieciocho años no serán responsables criminalmente con arreglo a este Código. Cuando un menor de dicha edad cometa un hecho delictivo podrá ser responsable con arreglo a lo dispuesto en la Ley que regule la responsabilidad penal del menor», lo que presupone, en primer lugar, la responsabilidad cri minal de los menores de edad, pero también la previsión de un tra tamiento jurídico diferenciado y, de acuerdo con unas reglas específicas, distintas de las que rigen para los adultos (1). A partir de esa base, es la LO 5/2000, de 12 de enero, de responsabilidad penal del menor (en adelante LORPM), la que define el régimen jurídico para exigir responsabilidad penal a los menores de edad.

    A partir de las líneas maestras trazadas en el Código, la LORPM diseña un modelo de justicia penal juvenil basado en la idea de res ponsabilidad, y por tanto, sometido al mismo nivel de garantías que cualquier otro proceso penal, de naturaleza sancionadora. De esa forma se da cumplimiento a las exigencias derivadas de los c o m p romisos internacionales suscritos por España, al mismo tiempo que se despeja toda duda sobre la vigencia del status jurídico de todo justiciable, reconocido en el artículo 24 de la Constitución Española para todas la personas, lo que no excluye a los menores de edad que hayan cometido un ilícito penal, pues con ello se vulneraría el contenido del principio de igualdad del artículo 14 de la Constitución.

    Tal reconocimiento del menor de edad sometido a un proceso penal con idénticas garantías a las de todo justiciable se inserta en un contexto más amplio e iniciado el ámbito internacional, dentro una línea política más amplia de protección de menores, de manera que puede decirse que, a lo largo del siglo XX se ha gestado un profundo cambio en la posición del menor de edad ante el ordenamiento jurídico, en tanto que, el Derecho ha pasado a reconocerlo como sujeto jurídico diferenciado, cuya situación personal se caracteriza por unas necesidades específicas, para las que es preciso un tratamiento diferenciado al del adulto. En ese sentido, el niño ha pasado de ser un elemento pasivo dentro de la familia regida por el Derecho privado, a ser considerado como un sujeto cuyos derechos fundamentales deben ser especialmente protegidos, al tiempo que se toma conciencia no sólo de la especificidad de sus intereses como individuo, sino del trasfondo social que hay detrás de toda política de atención a esas necesidades de protección (2). Con ello se dejan atrás los enfoques paternalistas y la regulación de la figura del menor se hace sobre la idea de respeto hacia su persona. Como consecuencia de ese proceso, el niño se convierte en un sujeto de derecho diferenciado y autónomo. En ese sentido se ha llegado a hablar de un auténtico Derecho del Menor (3), caracterizado por un desplazamiento de su regulación hacia el ámbito público, en cuyo surgimiento se atribuye al Derecho Internacional el mérito de ser el motor que ha impulsado los cambios en la legislación interna de los Estados para asegurar el tratamiento más adecuado a los menores de edad.

    El Ordenamiento penal no ha permanecido ajeno a esa tendencia y ha evolucionado en la línea de fijar un Derecho penal del menor, distinto del de los adultos, atendiendo a la especial cualidad de sus destinatarios y a su particular situación personal y social. Tal derecho está sujeto a un mínimo de garantías, en términos semejantes a las de los delincuentes adultos, previstas singularmente en el artículo 40.2 de la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 20 de noviembre de 1989, en vigor en España desde su publicación oficial (4). Dicho artículo somete la exigencia de responsabilidad penal a un niño al principio de legalidad, reconoce la garantía de presunción de inocencia junto con el derecho a no declararse culpable, el derecho a la asistencia jurídica necesaria para su defensa, el derecho a un juez imparcial y el derecho al recurso ante una instancia superior. Igualmente, tales aspectos quedan plasmados en el principio 7 de las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para la administración de justicia de menores (Reglas de Beijing) y el artículo 8.23 de la Carta Europea de Derechos de los Niños.

    En la línea iniciada en la LO 4/1992, de 5 de junio, sobre Reforma de la Ley reguladora de la Competencia y el Procedimiento de los Juzgados de Menores, la vigente LORPM marca la superación definitiva de un modelo de justicia de menores tutelar, en la que se trataban conjuntamente las situaciones de desamparo social y de delincuencia juvenil, bajo un enfoque paternalista, ajeno a los límites que deber regir la imposición de cualquier medida sancionadora, en lo que se calificó como «fraude de etiquetas» (5). La regulación vigente instaura, como ya se ha afirmado, un modelo de responsabilidad, que reconoce al menor de edad como infractor penal, y por tanto, sujeto a una imputación que ha de estar rodeada del régimen de garantías del proceso penal (6). La clave del cambio en la orientación de la legislación penal juvenil se sitúa en la STC 36/1991, de 4 de febrero, que fundamentaba la necesidad de un régimen de garantías en el contenido material de las consecuencias a imponer a los menores delincuentes, consistente en la restricción de derechos fundamentales, declarando la inconstitucionalidad de algunos de los preceptos de la antigua Ley de Tribunales Tutelares de Menores y sentando de esa manera las bases para la reforma operada por la mencionada ley de 1992 (7).

    Pese a su naturaleza de ley sancionadora, sin embargo, la regulación contenida en la LORPM no pierde de vista la singularidad de sus destinatarios, menores de edad y jóvenes delincuentes, que están inmersos aún en el proceso de formación personal, por lo que la Ley dispone un sistema de consecuencias jurídicas definido por su contenido marcadamente educativo, y diverso del Derecho penal tradicional, por considerarse que en la base de la delincuencia de menores está, entre otras causas, un defecto de aprendizaje social (8). Sobre el particular, la Exposición de Motivos reconoce como criterio rector que «la responsabilidad penal de los menores presenta frente a la de los adultos un carácter primordial de intervención educativa que trasciende a todos los aspectos de su regulación jurídica y que determina considerables diferencias entre el sentido y el procedimiento de las sanciones en uno y otro sector sin perjuicio de las garantías comunes a todo justiciable» (9). En ese sentido, se abandona el significado retributivo o expiatorio de la pena y, como afirma GARCÍA PABLOS, «la sanción del joven ha de concebirse prioritariamente como instrumento impre s c i n d i b l e para orientar de forma positiva el proceso de socialización», de manera que el contenido aflictivo de la sanción favorezca el proceso de maduración del menor (10).

    Las razones, que avalan una respuesta sancionatoria distinta de la pena tradicional en el marco de la criminalidad juvenil, son variadas e insistentemente repetidas: un mínimo sentido común en la política criminal desaconseja el tratamiento de los menores con el sistema de consecuencias jurídicas previsto en el Código penal, centrado sobre el eje de las penas privativas de libertad, y que cumplidas en los centros de adultos, introducen de lleno al joven en la escuela del delito. Por otra parte, dada la crisis que aqueja a la prisión y que ha motivado la búsqueda de alternativas a su utilización generalizada, se nos muestra como una injusticia aún más cruel, la transposición de esa clase de penas al Derecho penal juvenil, colocando al joven infractor en el inicio de una larga carrera criminal (11); y, por último, si la característica diferencial de los menores es el estar inmersos todavía en su fase de formación, y, por tanto, ser más permeables al cambio, ello obliga a hacer un esfuerzo especial por encontrar alternativas al puro castigo, pues si existe una mínima esperanza de recuperación de los delincuentes, ésta es, sin duda, más viva e intensa en los más jóvenes (12).

    En esa línea, de evitar el tratamiento de los menores con los instrumentos previstos para los delincuentes adultos, se sitúan las directrices de política criminal frente a la delincuencia juvenil plasmadas en los textos internacionales. Así, la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño establece como criterios, en su artículo 37.b) y c), la utilización de la privación de libertad de niños como «último recurso y durante el periodo más breve que proceda», que su ejecución se realice separada los adultos, «a menos que ello se considere contrario al interés superior del niño». Además, en su artículo 40.4 prevé la diversificación de los instrumentos de intervención sobre menores delincuentes con medios distintos al internamiento en instituciones, «para asegurar que los niños sean tratados de manera adecuada para su bienestar y que guarde proporción tanto con sus circunstancias como con la infracción». También la Carta Europea de Derechos del Niño, aprobada por Resolución de 8 de julio de 1992, en relación con el menor delincuente proclama, en su artículo 8.23, que «se evitará que sea privado de su libertad, o recluido en una institución penitenciaria para adultos». En el mismo sentido se orientan las indicaciones contenidas en el principio número 17 de las Reglas de Beijing, de limitar el uso de la privación de libertad sólo paara «el caso de que el menor sea condenado por un acto grave en que concurra violencia contra otra persona o por la reincidencia...

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