La desertificación en el contexto de gestión de los recursos hídricos desde los postulados del Derecho Ambiental

AutorPatricia Valcárcel Fernández
CargoProfesora Contratada Doctora de Derecho Administrativo Universidad de Vigo
I Introducción

El agua es el alma del Planeta Azul1. Esta sintética frase condensa dos grandes verdades. Por una parte, que tanta cantidad hay de este compuesto químico en la tierra que la visualización de las imágenes que de ella se han obtenido desde el espacio han permitido bautizarla como el planeta azul, como el planeta del agua. Y por otra, y más importante a los efectos que ahora importa subrayar, que este elemento es, si no el que más, desde luego uno de los recursos naturales más importantes, pues sus propiedades la acreditan como indispensable para la existencia de vida en nuestro planeta. Hasta tal punto que sin agua no hay vida posible. Así de importante es el agua tanto para nuestra propia supervivencia como, en general, para la de cualquier ecosistema del planeta. De ahí el fundamental compromiso que debemos asumir de velar por la preservación de este «líquido tesoro». El agua es el oro azul2.

En definitiva, el agua es un elemento clave para garantizar la subsistencia y el desarrollo biológico de la vida humana, animal y vegetal, pero a partir de ahí, también ha adquirido la condición de factor esencial para la realización de la práctica totalidad de los procesos productivos y económicos ideados por el hombre. La humanidad siempre ha sido consciente de la trascendencia de este hecho. Por ello, no resulta extraño que el agua se convirtiese en un elemento clave de adoración en las antiguas civilizaciones, habiendo asumido un papel esencial en la mitología y en la religión3.

Como se ha dejado entrever, la naturaleza ha proporcionado grandes cantidades de agua, y lo ha hecho en los tres estados físicos de agregación: sólido, líquido y gaseoso4. La estimación considerada más fiable de la cantidad total de recursos hídricos mundiales es la realizada por el Instituto Hidrológico Estatal de San Petersburgo, llevada a cabo ante un encargo de la UNESCO. Los cálculos efectuados por la mencionada institución estiman la existencia de unos 1.400 millones de kilómetros cúbicos de agua, líquida o congelada, en el planeta5. Y, además, se ha llegado a la conclusión de que el agua presente sobre la tierra no ha variado con el paso del tiempo, siendo la misma desde que el planeta se formó6.

Ocurre, sin embargo, que la sensación de abundancia que sugiere el conocimiento de los datos indicados se desvanece cuando nos percatamos de que no cualquier agua es apta para los procesos vitales. Para los mismos se requiere la conocida como «agua dulce», que es aquella que presenta un contenido tolerable de sales y que es la que realmente sirve para sustentar el equilibrio ecológico necesario para conservar la salud planetaria. Este agua, no tan abundante en relación con las necesidades totales de la misma, se obtiene fundamentalmente de las conocidas como aguas superficiales -ríos, lagos, arroyos, etc.- y de las subterráneas -que se almacenan en los acuíferos-7.

Es decir, de la cantidad total de agua existente, sólo una mínima proporción es susceptible de ser empleada en los procesos medioambientales y productivos apuntados. En realidad, el 97.5% del total planetario de este recurso se encuentra en los océanos y resulta demasiado salada tanto para el consumo humano como para su empleo en otros menesteres tales como el riego de cultivos. Por otra parte, alrededor de dos tercios del agua restante, esto es, en torno a un 2.5 % del total, -lo que equivale a unos 24 millones de kilómetros cúbicos-, está inmóvil en los casquetes polares y en las zonas de nieves perpetuas8; y otro elevado porcentaje de los restantes 16 millones de Kilómetros cúbicos está atrapado en escondrijos de roca sedimentaria situados a demasiada profundidad como para resultar accesible y ser empleada. Asimismo, una pequeña cantidad de agua dulce está localizada en la atmósfera en forma de lluvia, nubes o vapor.

Por lo que, en definitiva, las fuentes de las que es posible obtener naturalmente agua dulce, contienen tan sólo unos 90.000 kilómetros cúbicos de agua, que representa, un mero 0.26 % del volumen total del recurso9. Si recurrimos a un gráfico símil de Marq de Villiers recogido por Olza: «si toda el agua de la tierra se guardase en un recipiente de cinco litros, el agua dulce disponible no llenaría por completo una cucharilla». Pero es que si de esa agua descontamos las necesidades de los ecosistemas acuáticos no marinos, que requieren una considerable cantidad de la misma para su conservación, el recurso disponible para las necesidades humanas se reduce considerablemente, hasta el punto de que en la imagen propuesta de la cucharilla no representaría más que dos o tres gotas10.

Si centramos la atención en el agua que necesitan los seres vivos, el principal problema que se plantea es el de la irregularidad de su distribución por el planeta11. Desde el punto de vista meramente climatológico, conocidas son las diferencias entre las distintos lugares de la tierra, lo que da lugar a la existencia de zonas más áridas y zonas más húmedas. Se ha calculado que unas tres cuartas partes de las precipitaciones anuales tienen lugar en zonas donde se concentra menos de un tercio de la población mundial. Desigual reparto que determina que haya países con abundantes recursos hídricos para satisfacer todas sus necesidades, mientras que otros están afectados por una limitación endémica de este recurso12. Y el futuro parece no presentarse nada halagùeño, pues las previsiones realizadas hasta el horizonte del año 2025 indican que las disponibilidad de agua per cápita de todo el mundo tiende preocupantemente a disminuir debido a una multiplicidad de causas.

Un conocimiento a fondo del alcance general de la situación, de los esfuerzos realizados y de las metas a las que debe tenderse, nos la ofrecen distintos documentos de trabajo elaborados en sede internacional. Muy en particular destacan los informes de Naciones Unidas. En concreto, el primer Informe de las Naciones Unidas sobre el desarrollo de los recursos hídricos en el mundo, titulado: «Agua para todos, agua para la vida», presentado en Kioto, Japón, durante el tercer foro mundial del agua, en marzo de 2003; y su sucesor, el segundo Informe de las Naciones Unidas sobre el desarrollo de los recursos hídricos en el mundo, que lleva por rúbrica: «El agua, una responsabilidad compartida», que se presentó oficialmente el 22 de marzo de 2006.

En realidad, los apuros asociados a la escasez e irregular distribución del agua pueden considerarse dificultades históricas y universales13. Sin embargo, actualmente su complejidad se acrecienta porque las causas que provocan los inconvenientes asociados a la no disponibilidad de la cantidad de agua de la calidad precisa para atender las necesidades indicadas aumentan, siendo que la mano del hombre asoma por detrás de algunas. Es en relación a éstas donde más se puede incidir adoptando aptitudes y medidas que minimicen los efectos perversos de esta situación.

En el entramado de problemas asociados a la escasez de agua un lugar propio lo ocupa el fenómeno de la desertificación. A su análisis dedicamos estas páginas. Pero en la medida en que es un vértice de atención más entre los aspectos que inciden en la gestión del agua, no resulta inconveniente prestar primero atención a identificar el enfoque global que actualmente prima en el tratamiento de los problemas hidrológicos, pues está afectado por el mismo.

II La gestión de los recursos hídricos ante el reto del desarrollo sostenible. Apuesta por un enfoque ecosistémico que abarca, también, el tratamiento de la desertificación

Dentro de poco se cumplirán 20 años desde que en 1987 la Comisión Brundtland presentara el conocidísimo informe: «Nuestro futuro común», proponiendo un horizonte de actuación política global basado en el «desarrollo sostenible». Aquel momento marcó un punto de inflexión, pues supuso la formulación en sede jurídico-internacional de una idea: la del desarrollo sostenible, cuya gestación fue producto de la constatación visible, palpable, de una realidad poco agradable y muy amarga, como era el deterioro fulminante de la naturaleza, acusado o propiciado las más de las veces por una acción humana irreflexiva y atroz. Aquella idea primigenia tenía la fuerza centrífuga necesaria para inundarlo todo, por lo que poco a poco fue interiorizada y asimilada por la sociedad. Impulsada fundamentalmente por un innato instinto de supervivencia y de justicia distributiva14, se abrió hueco hasta encumbrarse en principio consustancial, en lo que ahora importa, del Derecho del Medio Ambiente. Nacía, de esta forma, una nueva manera de concebir la cultura ambiental hoy cristalizada en todos los órdenes. Hasta el punto de que este principio constituye actualmente un parámetro de actuación insoslayable en cualquier política ambiental15.

No es difícil suponer a la luz de las afirmaciones hasta aquí efectuadas que, dado su impacto «vital», en cualquier planteamiento de «desarrollo sostenible», la gestión del agua ocupa un lugar neurálgico16.

En términos globales, la traducción del principio de desarrollo sostenible aplicado al tratamiento ambiental del agua podría expresarse como la búsqueda de la compatibilidad entre el uso de este bien natural y el mantenimiento del ecosistema al que pertenece, velando, además, porque no se produzca una pérdida de las funciones para satisfacer las distintas demandas, evitando situaciones de...

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