El deseo y la necesidad. Reflexiones en torno a la publicidad y el consumo

AutorJusto Villafañe
CargoCatedrático de Comunicación Audiovisual y Publicidad de la Universidad Complutense
Páginas12-18

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Muchas son las dimensiones posibles desde las que abordar la relación entre la publicidad y el consumo. La más común quizá sea la económica ya que no puede olvidarse que la publicidad es un eficaz instrumento de manipulación de la demanda, además de la importancia económica que como fenómeno independiente en sí mismo posee (en España, en 1994 el mercado publicitario rondaba el 1,4 por 100 del PIB). Socialmente la influencia de la publicidad en los modos de vida y en el imaginario colectivo es evidente y se manifiesta en formas de consumo que determinan nuevos valores y estilos de vida. Desde otro punto de vista, el ideológico, la publicidad reproduce los principios y la ideología sobre los que se basa el sistema de producción capitalista el cual exige para su propio desarrollo y pervivencia un consumo masivo de todo aquello que pueda producirse y venderse. La dimensión cultural de la publicidad queda asimismo patente en la mimesis por parte de un gran número de manifestaciones artísticas -especialmente audiovisuales- del look publicitario. Podría, incluso, hablarse de una dimensión psicopatológica de la publicidad en su relación con el consumo a juzgar por los informes de psiquiatras y psicoanalistas en torno a procesos de identificación de toda clase que al parecer tienen su origen arquetípico en los mensajes y las imágenes publicitarias.

La publicidad ha sido también, históricamente, una de las variables clásicas en el análisis del consumo, al mismo nivel que la estructura del gasto o la tasa de crecimiento en el equipamiento doméstico.

La perspectiva en la que se enmarcan estas reflexiones mías es, sin embargo, mucho más próxima e informal, ya que se refiere a la mediación que el binomio publicidad-consumo ejerce en la vida cotidiana de los individuos, consciente e inconscientemente, con voluntariedad o sin ella, de acuerdo con sus valores o a pesar de estos. Es, el suyo, un efecto poderoso, individual y colectivamente, que merece éstas y muchas otras reflexiones.

Apocalípticos e integrados, todavía

La distinta valoración y el juicio sobre los efectos que la publicidad tiene sobre el consumo en particular, y sobre los usos sociales en general, ha mantenido permanentemente abierto ese viejo debate entre lo que podrían considerarse la tesis liberales, partidarias de la libre regulación del mercado por los instrumentos que le son propios -entre los cuales la publicidad es uno de los más genuinos- y las tesis críticas, desde las que se percibe el consumo como una práctica alienante y a la publicidad como el atizador de esa alienación. Es ésta una polémica vieja entre los partidarios de adelgazar el papel del estado en la vida social y los que prefieren que éste ocupe un mayor espacio y control. Nada diferente, como digo, a los encendidos debates de los años ochenta en España en torno a la ruptura de monopolios (lo público versus lo privado, aplicado a la televisión, la enseñanza universitaria, la sanidad...), o a los procesos legislativos que precedieron a la regulación de algunas de esas actividades (ley de televisión privada, ley de publicidad, ley orgánica de las telecomunicaciones...).

Aunque la polémica está, a mi juicio, bastante gastada, los adversarios de la privatización -o, más exactamente, la posición de los adversarios, tal como ha sido con frecuencia caricaturizada por los partidarios de la desreglamentación- pone de relieve, como señala Mattelart 1, que la publicidad es un despilfarro y una sangría de recursos, conduce al monopolio y a una competencia desorbitada; supone barreras para la entrada de los mercados y suprime o reduce la competencia entre las firmas; eleva los costos y los precios y genera beneficios excesivos; produce una diferenciación artificiosa al magnificar diferencias pequeñas o imaginarias; la información que proporciona es demasiado redundante y engañosa.

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En frente, los epígonos del «menos estado» argumentan que la publicidad estimula l crecimiento económico, la inversión y el trabajo, que conserva e intensifica la competencia; ofrece rendimientos crecientes y proporcionados (y, por tanto, precios bajos); incrementa, mantiene o estabiliza la demanda y de esta forma reduce el riesgo y la incertidumbre del mercado, y facilita información libre y educación al consumidor, además de proporcionar incentivos para elevar su nivel de vida.

No voy a comentar ni uno solo de estos argumentos a favor o en contra de la publicidad como estimulante del consumo y, por ende, del desarrollo económico. Negar esto sería tan ridículo como ignorar los contraefectos que se le atribuyen a la publicidad y entre los que yo destaco, de manera sobresaliente, aquellos que afectan a la dimensión que hemos convenido adoptar en este texto, es decir, al desarrollo de la vida cotidiana, manifestados por pequeñas pero continuas alteraciones de la identidad individual y colectiva. La sociedad española vive una crisis de valores y de identidad que no hay que magnificar ni dramatizar pero tampoco ignorar. El objeto de este artículo, la publicidad y el consumo, no son necesariamente manifestaciones de esa crisis, al menos en términos de causa efecto; sin embargo, como fenómeno sintomático de una sociedad, constituye un buen escaparate para observarla.

La clave principal del problema hay que buscarla en la propia sociedad actual, en sus principios y valores vigentes y en los nuevos que emergen, porque es sobre un modelo social concreto sobre el que hay que reflexionar acerca del papel que la publicidad puede jugar en dicho contexto social. España no presenta en este sentido ninguna situación especial que haga que se le considere una país fuera.

Las tensiones regulación-desregulación son a mi juicio bastante razonables, aunque esto siempre es opinable; su desarrollo económico, similar a la media de los países desarrollados (1.369.196 pesetas de renta en el año 1993 según fuentes del INE), induce un consumo privado sólo alterado en algunas regiones por la repercusión de la tasa de desempleo, pero en general tampoco puede justificar ninguna clase de situación anómala. Hablar de la crisis política como justificante de tal situación puede ser desde una tautología a un argumento rancio y justificador hasta de la sequía. Es necesario, por tanto, encontrar otras explicaciones más hondamente enraizadas con los comportamientos colectivos y con los valores vigentes en la sociedad española.

Aquella decada prodigiosa

Como quiera que el proceso al que me estoy refiriendo es a mi entender un fenómeno típico de los años ochenta, aunque en muchos aspectos continúe en la actualidad, creo conveniente revisar cuáles eran esos valores en aquella década prodigiosa, tan sospechosamente lejana para las expectativas que despertó, que si no fuera porque sus restos nos siguen sorprendiendo casi cada mañana nadie pensaría que está aún tan próxima. Y nada mejor para ello que acudir a la obra de un alto ejecutivo de una multinacional de la publicidad, dado que por ser los publicitarios los que más dinero se gastan en investigación sobre estilos de vida y consumo, suelen ser también los mejor informados.

La represión de la clase media, la desilusión y falta de confianza en el pasado y en el futuro -afirma Ángel del Pino 2- están...

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