Los derechos sociales, hoy

AutorJosé Luis Cascajo Castro
CargoCatedrático de derecho constitucional de la Universidad de Salamanca
Páginas22-38

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I Introducción

Cuando observo a la oligárquica clase política que dice representarnos, dudo de su capacidad para salir del tiempo inmediato y a la vez temo por su afán de convertirnos, como diría Pocock, en mero material pasivo de alguien eternamente ansioso de inventar por nosotros. Porque los derechos sociales no están sólo en las declaraciones de los políticos sino sobre todo en la vida que se desenvuelve en las escuelas, las viviendas, los hospitales, es decir, allí donde estamos juntos. Allí donde la persona de carne y hueso, como titular de la parte alícuota de los bienes que supone la vida en común, coincide con otras personas en una práctica diversificada y conformada por el derecho, el poder político y la cultura.

Es cierto que, como se ha dicho, no sólo de derechos vive el hombre, pero no lo es menos que, a estas alturas, no podemos prescindir del valor y significado de las declaraciones de derechos que reconocen necesidades y aspiraciones vitales. Sin un determinado nivel en el ejercicio y disfrute de estos derechos, hay que ser muy cínico para poder hablar de vida digna. Se entiende así la proliferación de normas de distinto tipo y rango en los diversos catálogos de derechos sociales y la aparición, con la propia evolución de la sociedad, de otros nuevos que, de momento, podríamos decir que están en el camino.

El modelo norteamericano enseña que la función de los catálogos de derechos no es la de extinguir desacuerdos, dentro de las condiciones de pluralismo razonable que se dan en las democracias occidentales, sino la de proveer un marco dentro del cual puedan desenvolverse los mismos.

No obstante, este marco de derechos no puede entenderse como si se tratara de fórmulas completamente vacías. No admiten cualquier tipo de significado. Existen limitaciones que vienen dadas por el lenguaje o por determinadas convenciones interpretativas que servirían para dotar de cierta estabilidad al contenido de cada derecho.

Hoy corren tiempos que banalizan, en interés de los partidos políticos, la diferencia que media entre la historia política de la que se sienten únicos protagonistas y el derecho. Unos tiempos que deliberadamente confunden la fuente que crea el poder de reforma con la actividad que ejerce dicho poder.

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No queda más remedio que protegernos de este torpe «presentismo», esto es, de la incapacidad para salir de lo inmediato y lo simple,1 con ayuda de la reflexión crítica y el ejemplo. Me desconcierta lo que decía el recientemente fallecido V. Foa en su último libro, que del ejemplo no se habla nunca, incluso no existe como categoría de enjuiciamiento del comportamiento propio y ajeno, y, sin embargo, como bien sabemos, todo viene de allí.2

II Derechos sociales y estatutos de autonomía

En las actuales circunstancias históricas, las materias relativas a los llamados derechos sociales siguen siendo objeto de una profusa regulación. Basta con echar una ojeada a nuestras últimas reformas de algunos estatutos de autonomía para poder comprobarlo.

Se manifiestan así no sólo la voluntad explícita del poder de reforma, sostenido por un conjunto de fuerzas políticas, sino también las diversas metas y fines materiales propios de un Estado social y democrático, altamente descentralizado, que somete toda su actuación a los imperativos del Estado de derecho. De modo que los principios que encierra la densa fórmula del Estado social y democrático de derecho no pueden leerse como una yuxtaposición paradójica de principios contradictorios, sino como interrelación de elementos implicados formal y materialmente, que pueden y deben interpretarse también a la luz del principio del autogobierno. La división vertical de los poderes públicos entra aquí en juego con todo su apogeo.

Desde Alexy se sabe que los derechos sociales configurados como principios son mandatos de optimización, que están caracterizados por el hecho de que pueden ser cumplidos en diferente grado.3 Pero si el principio se fija en un texto que tiene el carácter de fuente, es necesario reconocer al principio un valor jurídico, aunque resulte problemático dar contenido a ese valor. No está de más recordar también la estructura alternativa de estos derechos, que sólo exigen que se realice una de las varias alternativas mediante las cuales puede garantizarse su protección.4

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La novedad reside ahora, dada la asimetría endógena de nuestro Estado compuesto, en garantizar un régimen jurídico descentralizado de los derechos sociales, donde se pone a prueba el carácter marcadamente económico y funcional de la autonomía en la elaboración de sus propias políticas públicas, con su correspondiente correlato subjetivo de prestaciones, sin romper el marco estatal unitario del estatus de ciudadano, que viene sustentado en los artículos 53, 81.1, 139.1 y 149.1.1ª de la Constitución.

Porque más de uno sospecha que no haya una estricta correlación entre derechos estatutarios y competencias, o lo que dicho en otros términos significa que las declaraciones estatutarias de derechos no sean acaso la hijuela de las competencias propias.

Cabe incluso pensar que algunas atribuciones de rigidez a normas de rango estatutario, relativas a esta materia, no tengan suficiente encaje y apoyo en la propia Constitución. Se plantea así el problema de la relación entre el principio democrático y la rigidez de los estatutos.

El propio Tribunal Constitucional despacha este grave asunto diciendo que los estatutos podrán establecer con diverso grado de concreción normativa aspectos centrales de las instituciones y competencias que regulen, pues no puede olvidarse que el Estatuto es obra de un legislador democrático, vehículo de la voluntad de autogobierno de un determinado territorio y expresión de la voluntad del Estado (STC 247/2007, de 12 de diciembre).

El argumento sirve más para salir del paso que para lograr un convencimiento pleno sobre la cuestión. Porque aunque no pueda hablarse de una división natural del trabajo entre los diversos niveles normativos, no parece que tenga mucho sentido que un estatuto de autonomía supere el propio ámbito del autogobierno para interesarse por aspectos globales o generales del sistema, o en sentido opuesto se ocupe pormenorizadamente de materias que debieran corresponder al propio legislador autonómico.5

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No supone ninguna sorpresa recordar, a estas alturas, que aplicar a este campo la posible disociación del binomio validez-eficacia de la norma jurídica dejaría en letra muerta muchas disposiciones relativas a este tipo de derechos. Una vez más resulta obligado repetir que el cumplimiento de las condiciones que posibilitan la propia eficacia de algunos derechos sociales no depende sólo de la regulación jurídica alcanzada. El Tribunal Constitucional no puede por menos de reconocer las normas estatutarias que contienen derechos y principios, aunque para ello se vea forzado a devaluar su contenido y atenuar su fuerza. Pero en mi opinión esta interpretación es de puro compromiso, y en esta medida está abierta aún a un cambio, porque las soluciones de compromiso son siempre susceptibles de evolución, cuando se alteran los equilibrios en juego.

El nuevo dato normativo viene dado por la atención especial que prestan los estatutos de autonomía reformados a los derechos sociales, cuyo desarrollo se descentraliza de una forma bien patente. En los copiosos textos estatutarios se encuentran fácilmente ese tipo de normas que contienen mandatos al legislador, de cuya legitimidad no cabe dudar si están vinculados a las propias competencias, o si asignan tareas que no suponen una invasión o sustitución del legislador estatal.

No hace falta tener mucha capacidad de predicción para suponer que la cuestión de los estándares comunes de protección judicial en materia de derechos pueda ser controvertida, aunque sólo sea porque se trata de normas sujetas a excepciones implícitas que no pueden ser determinadas sino con ocasión de su aplicación. Tampoco es de extrañar que aumente el nivel de interferencias entre los distintos legisladores a la hora de definir los niveles esenciales de las prestaciones a las que dan lugar los distintos derechos civiles, económicos y sociales. Pero también cabe pensar que la actual gobernanza de sistemas complejos requiera garantizar una cierta circularidad flexible en la participación colectiva sobre las decisiones que se adopten. Se favorecería así el paso de la lógica de la conflictividad y el antagonismo a la de una recíproca complementariedad. Paso que se torna, si cabe, más necesario cuando el criterio de la función constitucional del Estatuto no resuelve la dificultad de señalar con nitidez los límites de la materia estatutaria. Porque si todos los aspectos de un estatuto de autonomía pueden ser vistos en forma competencial y todas las competencias se instrumentalizan al servicio del mayor y mejor autogobierno, resulta difícil acotar de modo cierto y seguro la propia materia estatutaria.

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De cualquier modo se sabe que, en el nuevo paradigma del constitucionalismo multinivel, no cabe distinguir a un solo exponente del poder soberano, bien pretenda ser un órgano constitucional estatal o identificarse con el nivel estatal de gobierno o ni siquiera con la suma de los niveles de gobierno del Estado. En este nuevo orden de ideas, el principio de unidad ya no puede entenderse como expresión de las competencias atribuidas al Estado stricto sensu, sino más bien como el resultado de la lealtad constitucional entre todas las articulaciones territoriales del poder público.

A veces se tiene la impresión de que los nuevos estatutos se han llenado de retórica declarativa de normas y principios que van a desembocar en un bloque de constitucionalidad de muy difícil interpretación. Incluso podría terminarse por declarar que algunas disposiciones estatutarias no son contrarias a la Constitución en la medida en que carecen de relevancia jurídica. Pero este resultado, además de superfluo, devaluaría la normatividad del propio Estatuto. Negar eficacia jurídica a los principios estatutarios concernientes a derechos supondría, además, una afectación al principio de certeza jurídica y al propio contenido de la autonomía estatutaria.

Hay posiciones para las que no existe objeción a que los estatutos de autonomía incluyan materias relativas a derechos fundamentales y principios rectores e incluso algunas sostienen que les parece inevitable, siempre que se respete la condición constitucional de los mismos.

Por otra parte es bien conocido el razonamiento aportado por el dictamen del Consejo Consultivo catalán a este respecto. Se argumenta que el desarrollo, promoción y protección de estos derechos está vinculado al ejercicio de las competencias propias de la Comunidad Autónoma. Se dice también que estos derechos sirven de impulso a la acción de los poderes públicos de la misma y que conectan con la función del Estatuto pues orientan y limitan el ejercicio de las competencias autonómicas, respetando en cualquier caso los límites constitucionales de los artículos 81.1 y 149.1.1ª de la Constitución.

De las 18 leyes aprobadas en 2007 por el Parlamento catalán hay algunas que pueden entenderse en este sentido: la relativa al Instituto Catalán de la Salud, convertido en instrumento de referencia de la política sanitaria de la Generalidad; la Ley de servicios sociales, que describe detalladamente los derechos y deberes de las personas en relación con esta materia, o la Ley del derecho a la vi-Page 27vienda, que pretende incidir en el mercado inmobiliario, adoptando determinadas medidas,6 por medio de técnicas de fomento pero también con técnicas de intervención administrativa.

Hay también un sector de la doctrina que no ve conveniente ni valora positivamente que los estatutos de autonomía deban dotarse de una especie de parte dogmática. Aunque algunos admitan que no es inconstitucional, piensan que no es función de los estatutos llevar a cabo esta tarea. Tampoco falta quien se apunta a la figura de la mutación, para tratar de explicar lo que sin duda es un hecho cierto: el notable desarrollo del derecho positivo en este punto.

No es necesario entrar en el debate doctrinal sobre esta materia, que, como casi siempre, termina por ser farragoso, poco clarificador y de escasa ayuda. Pero acaso sea útil dejar constancia de la posición mantenida por los profesores Aparicio y Barceló, según la cual «la expresa intención de regular un sistema propio de derechos y libertades que supongan la expresión de una de las principales facetas del autogobierno manifestada de esta forma en los estatutos de autonomía, aunque necesariamente haya de ser en colaboración con el sistema constitucional, ha venido a poner de relieve la imposible disociación en las actuales democracias entre la posibilidad de ejercicio de un poder político propio y el reconocimiento de derechos y libertades públicas».7

Efectivamente, no parece en absoluto banal relacionar la finalidad del autogobierno con una más pormenorizada atención a los derechos e intereses de los ciudadanos que integran los distintos entes públicos territoriales, es decir, donde se desenvuelve la vida en común y se materializan las prestaciones a los ciudadanos de una forma más próxima e inmediata.

Según lo hasta ahora expuesto, cabría pensar que estas normas estatutarias no pueden ser entendidas inutiliter datae, sino que más bien expresan una mejor definición y adaptación a la Comunidad Autónoma de principios y valoresPage 28contenidos ya en la Constitución que funcionan como líneas de desarrollo de políticas públicas propias. En este sentido, dentro de los respectivos intereses de las distintas colectividades, organizadas en comunidades autónomas, entrarían también las situaciones jurídicas subjetivas que se pretenden reconocer a los miembros de las mismas.

En este punto entraría en juego el legislador autonómico, actuando incluso praeter constitutionem sometiéndose después al control del Tribunal Constitucional. Algunos de los derechos sociales que se han positivizado en los estatutos reformados tratan de expresar distintas sensibilidades políticas presentes en cada Comunidad Autónoma. No pueden quedarse en el limbo de las hermosas promesas sino que demandan una lectura aplicable de los mismos. No son simples afirmaciones retóricas; en su nivel mínimo representan al menos enunciados de principios de naturaleza política y cultural y en su nivel máximo poseen el pleno valor de las normas jurídicas.

Desde esta posición se desprenden fácilmente dos elementales consecuencias. La primera hace referencia al contexto institucional que exigen las declaraciones estatutarias de derechos, presuponiendo poderes notables de las comunidades autónomas con suficiente dotación financiera para la actuación efectiva de los principios y derechos estatutariamente afirmados. La segunda es la mayor complejidad que alcanza al bloque de constitucionalidad de estos derechos, con las disposiciones estatutarias, que a efectos de su ajuste a lo dispuesto en la Constitución puede operar como tertium comparationis.

En este momento de vocación «constituyente» de las comunidades autónomas, parece cambiar su posición en el ordenamiento, pasando de ser la de un ente territorial de atribución a otra más propia de un ente con competencia legislativa general. Los propios estatutos reformados expresan un contexto de valores que reclaman juicios de legitimidad disponibles para hacer valer y, en su caso, enjuiciar sus proclamaciones.

La incorporación de nuevos derechos sociales a los estatutos reformados se ha debido a muy distintos factores. En general, la preocupación por este tipo de derechos y principios rectores busca una mayor legitimación del nivel autonómico de gobierno y administración, además de permitir una actualización del catálogo conforme a las circunstancias del momento de la reforma. De esta manera se pueden ajustar mejor, material y funcionalmente, a las competenciasPage 29asumidas. Dan también mayor significado al ejercicio del autogobierno, con el fin de expresar de forma más precisa el alcance de la autonomía política. Esta forma de razonamiento lleva a vincular la regulación de los derechos estatutarios al correspondiente título competencial, sin que por esto quepa utilizar la incorporación de una declaración de derechos y principios en el Estatuto de autonomía para alterar el régimen de distribución de competencias, ni la creación de títulos competenciales nuevos o la modificación de los ya existentes, tal como establece el art.º 13 de la Ley orgánica 2/2007, de 19 de marzo, de reforma del Estatuto de Andalucía.

En esta misma línea hay que traer a colación el art.º 8.3 del vigente Estatuto de autonomía de Castilla y León al determinar que las disposiciones estatutarias en materia de derechos y libertades (título I) no podrán ser desarrolladas, aplicadas e interpretadas de forma que reduzcan o limiten los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución y por los tratados y convenios internacionales ratificados por España. Como este mismo Estatuto dedica su art.º 13 a los «Derechos sociales» en una especie de codificación actualizada de los mismos (educación, salud, servicios sociales, derechos laborales, derechos de las personas mayores y menores de edad, situaciones de dependencia y de discapacidad, derecho a una renta garantizada de ciudadanía y derechos a la cultura y el patrimonio), habrá que concluir que la descentralización de estos derechos determina nuevas y complementarias situaciones jurídicas subjetivas de ventaja, reenviadas en muchos casos al legislador autonómico y de no fácil protección. En mi opinión hay más voluntarismo político que acierto técnico-jurídico al dotar a esta materia de nivel y rango estatutario.8 En todo caso se habrá de estar a lo que resulte del desarrollo del propio Estatuto, tan generoso y prometedor en esta materia.

Para dar cuenta de estos cambios, podría hablarse también de las señas de identidad de una especie de «ciudadanía social» heterogénea y verificable, en la medida que se materializa en un conjunto de prestaciones a cargo de los poderes públicos autonómicos.

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Abierta la veda para proclamar y regular derechos más allá de los contenidos propios de la Constitución, era previsible que las fuerzas políticas que protagonizaron el poder estatuyente no se autolimitaran con un mejor sentido de contención y de mayor probidad política. En este sentido se han formulado como «derechos propios» derechos ya existentes, «con respecto a los cuales [se] ha realizado una “selección” o una “reformulación” conforme a las necesidades, aspiraciones o valores presentes de una manera u otra en la ciudadanía de la respectiva Comunidad Autónoma».9

La operación no se va a saldar sin costes jurídicos, algunos probablemente no deseados. En primer lugar si la titularidad de los derechos estatutarios sociales se ciñe a la condición de ciudadanos de la propia Comunidad Autónoma, esto es, a quienes tienen la condición política correspondiente, que los estatutos vinculan a la tenencia de la vecindad administrativa y a la condición de español, pueden aparecer ya problemas de fragmentación y discriminación respecto de quienes no poseen el citado estatus. En segundo lugar cabe formular como derechos, sin serlo, contenidos cuya protección y garantía no depende exclusivamente de los propios recursos del ordenamiento jurídico autonómico, donde ocupan tan destacada posición. Se vuelve a olvidar de nuevo que, en este terreno, lo importante no es tanto declarar como derechos nuevos contenidos de un derecho social o principio rector ya positivizado, cuanto poder garantizarlos eficazmente. Para lo cual, dado el carácter transversal de la materia, se llega a condicionar el origen y aplicación de estos derechos al cumplimiento de una especie de obligación de hacer exigible de los propios órganos estatales o de otras comunidades autónomas. Por eso algunos autores estiman que «el principal déficit de estas declaraciones es la dificultad de identificar derechos subjetivos directa e inmediatamente exigibles […] con la consiguiente afectación de su eficacia».10

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Cabe incluso pensar que los distintos derechos sociales tengan también diferencias en su grado de eficacia, según sean sus diversas modalidades de positivación en los respectivos estatutos, dejando a salvo las posiciones jurídicas básicas de igualdad que establece el art.º 149.1.1ª de la Constitución. De manera que los derechos sociales, hoy, sin pretenderlo específicamente, pueden constituirse en auténtico banco de pruebas de la autonomía política. Por eso me parece fundamental seguir vinculando los derechos estatutarios sociales al criterio de las propias competencias, para no incurrir en el error de prometer lo que no se puede dar y no disociar las políticas públicas propias de la capacidad de decidir, es decir, de la política de autogobierno tout court.

También el desarrollo estatutario de algunos de los contenidos de los derechos sociales vincula al legislador autonómico y exigirá una respuesta jurisprudencial sobre la titularidad, el ámbito y la eficacia de estos derechos. Dada la heterogeneidad de estas nuevas declaraciones de derechos, que pasan a integrar el bloque de constitucionalidad en la materia, según lo dispuesto en el art.º 28.1 de la Ley orgánica del Tribunal Constitucional, se va a necesitar la fijación de contenidos mínimos de estos derechos para no lesionar la exigible unidad y coherencia del sistema.

En todo caso, que se pueda hablar de una cierta federalización de los derechos sociales no quiere decir que haya comenzado la carrera, entre las distintas comunidades autónomas, por alcanzar la carta social más avanzada o, lo que puede ser lo mismo, más costosa.

III Releyendo a la doctrina: R. Alexy y L. Ferrajoli
  1. A pesar de todo lo que se ha escrito en los últimos veinte años sobre este tema, aún puede leerse que «ahora, desde el punto de vista de los contenidos materiales de la teoría de los derechos fundamentales, la pregunta por los derechos sociales es su piedra de toque».11

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    En un reciente debate de gran interés doctrinal se ha recordado la conocida teoría de R. Alexy sobre este tipo de derechos, que considera como subsidiarios del mercado y como derechos mínimos. Se puede estar más o menos de acuerdo con la elaborada posición del autor citado, pero en cualquier caso constituye, hoy, un punto de referencia insoslayable.

    Para García Manrique «el tibio reconocimiento de los derechos sociales en la teoría de los derechos fundamentales de Alexy arroja una sombra de duda sobre la capacidad de la teoría para satisfacer los ideales que subyacen a los derechos fundamentales y que legitiman los modernos estados constitucionales».12 Garzón Valdés cuestiona que sea el principio de libertad fáctica el que fundamente los derechos sociales y propone a cambio el principio de la dignidad humana, que fundamentaría igualmente todos los derechos y no sólo los de defensa.13 También está a favor de la competencia judicial para promover la igualación material de las condiciones sociales. Para F. Bastida la fundamentalidad de los derechos sociales depende de su articulación jurídica concreta por parte del legislador constituyente y en particular de su alto grado de «preservación normativa»,14 a favor de su titular y frente al legislador. Tanto el legislador constituyente como el estatuyente de los derechos sociales no deberían olvidar que son del todo autónomos para organizar internamente la eficacia de los cita-Page 33dos derechos, que como se sabe no se configuran, generalmente, como normas de potencial autodisposición ni son indisponibles por el legislador.15 De manera que si como dice Bastida la fundamentalidad de los derechos es una cuestión de grado, podríamos hablar de una fundamentalidad «líquida» según la cual unos derechos son jurídicamente más fundamentales que otros en función de su mayor o menor preservación normativa a favor de su titular y frente al legislador.

    Desde que hace ya muchos años se calificara a los derechos sociales como derechos de prestación y de configuración legal, en la mayoría de los supuestos no parece haberse avanzado mucho en el proceso de su configuración dogmática.

    El trabajo de L. Hierro en el volumen colectivo que venimos comentando16 tiene la virtud, en mi opinión, de cuestionar con detalle la tradicional distinción entre derechos individuales y derechos económico-sociales. Su esfuerzo analítico es de agradecer aunque sólo sea para combatir tanta literatura fácil que se empeña en encontrar diferencias ontológicas entre derechos donde no las hay.

    No hace falta tampoco mucho esfuerzo para entender que los intereses que tutelan los derechos sociales, relativos a la educación, trabajo, salud o vivienda, entran en colisión fácilmente con otros derechos y que frecuentemente necesitan de instituciones, organización y procedimientos para su cabal tutela. De manera que la exigible mediación legislativa que requiere este tipo de figuras jurídicas es amplia y en muchos casos está por hacerse, además de depender de la propia expansión de la riqueza material y cultural de una sociedad.17

    Si muchos derechos sociales se encuentran positivizados en los textos legales en forma de principios objetivos, habrá que ponderar el alcance de los intereses (efectos) reflejos que de ellos resultan.18 La desenfadada equiparación que se ha propiciado con excesiva frecuencia entre derechos subjetivos e intereses legítimos, tanto desde el punto de vista material como procesal, puede resultar en este campo de los derechos sociales de efectos devastadores para el manejo y funcionamiento del ordenamiento jurídico.

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  2. La obra de L. Ferrajoli, basada en un modelo integrado de ciencia jurídica donde se aúnan teoría del derecho, dogmática, filosofía política y sociología del derecho, resulta de especial interés para el análisis del tema que nos ocupa.19

    Hace ya tiempo que el citado autor venía sosteniendo que «los derechos de libertad son efectivos siempre si se sustentan en la garantía de los derechos sociales a prestaciones positivas: el derecho a la subsistencia y a la salud y, aún más, obviamente, en el derecho a la educación y a la información. Sin la satisfacción de estos derechos, tanto los derechos políticos como los derechos de libertad están destinados a permanecer en el papel. No existe participación en la vida pública sin la garantía de mínimos vitales, es decir, de derechos a la supervivencia, ni existe formación de voluntad consciente sin educación e información».20

    En mi opinión resulta también acertado subrayar la consideración de los derechos sociales como una suma de poderes y facultades, atribuidos a todos y cada uno de los miembros del pueblo en carne y hueso. Por eso, estos derechos son la auténtica sustancia democrática porque se refieren a cada persona, a modo de fragmentos de la soberanía de todo el pueblo.21 Ya la doctrina más atenta había advertido el nexo que liga estos derechos con el propio principio democrático. Hoy se plantean nuevos desafíos que tienen que ver más con problemas de titularidad, ámbito de los mismos e implementación en sistemas propios del constitucionalismo multinivel.22

    En este sentido Ferrajoli sostiene «que en ordenamientos complejos, articulados en varios niveles, se producen lagunas y antinomias. Esta posibilidad esPage 35un corolario del constitucionalismo rígido, cuyo rasgo característico es, por lo tanto, el espacio virtual que éste abre a la existencia de un derecho ilegítimo originado en el posible desconocimiento por parte del legislador de su obligación de aplicar las normas constitucionales.23 La dificultad estriba en exigir judicialmente esta obligación de una legislación de aplicación de los derechos constitucionalmente establecidos.

    Es precisamente en la laguna o en la ineficacia de las garantías legislativas, esto es, de las leyes de desarrollo de los derechos sociales, como el derecho a la salud, a la educación y a la subsistencia, donde reside hoy —según Ferrajoli— el principal factor de ilegitimidad constitucional de nuestros ordenamientos.24

    Es evidente, como ha dicho Atienza, que la de Ferrajoli es una concepción exigente del derecho, que reconoce el carácter esencialmente ambivalente de los derechos contemporáneos y se esfuerza, por así decirlo, por hacer que el derecho cumpla sus promesas en relación con los derechos fundamentales.25

    Sostiene también que una concepción principialista de los derechos fundamentales termina por debilitar de manera considerable la normatividad constitucional. Es cierto, además, que el papel propositivo que le asigna a la ciencia jurídica potencia el lado emancipatorio del derecho y su función crítica con respecto a la práctica real. Pero nunca sobra en este campo un recordatorio del número importante de incumplimientos que se pueden producir, tanto en forma de antinomias por comisión como de lagunas por omisión, dando como resultado un derecho ilegítimo, digno de crítica,26 no valiendo como coartada ni los costes que se producen, ni las dificultades que presentan para su aplicación.

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IV A modo de epílogo

En mi opinión tiene razón Ch. Courtis cuando escribe que «parte del desafío de pensar sobre derechos sociales hoy día tiene que ver con cómo concebir esos derechos independientemente de la posición de trabajador asalariado de su titular».27 Por esta vía, que obedece a un tipo de sociedad ya superada, quedan sin resolver los problemas que plantean hoy los grandes colectivos situados fuera de los habituales mecanismos de distribución de la riqueza.28

La propuesta de este autor ante la necesidad de crear categorías para pensar los derechos sociales que se adecuen a la realidad pasa por la experiencia adquirida en el ámbito internacional a la hora de elaborar un material sustantivo que se desprende de la propia práctica del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales o de otras instancias internacionales y regionales.29 Pero invocar a estas alturas la cláusula de apertura de los ordenamientos estatales al derecho internacional de los derechos humanos puede resultar una solución, además de lenta, insuficiente.

Después de la experiencia habida en la elaboración de la llamada Carta de Niza y a la vista de la propia evolución de la doctrina sobre la materia, parece indiscutible ya la interdependencia e indivisibilidad entre derechos civiles y políticos y derechos sociales.30

También la legitimidad de los derechos sociales puede oscilar desde el nivel individual hasta el universal, pasando por el colectivo, en función del principio jurídico al que tenga que servir, bien sea el de dignidad de la persona, el de soli-Page 37daridad o el de igualdad. Pero esta materia no admite generalizaciones fáciles y habrá de estarse a lo dispuesto en cada ordenamiento jurídico. De otra manera se corre el riesgo de aumentar la asimetría entre validez y eficacia, que constituye el auténtico punto débil de este tipo de derechos.

Los viejos lugares comunes sobre la mayor o menor justiciabilidad de estos derechos, o el reparto de funciones entre legisladores y jueces para la implementación de los mismos, deben dar paso hoy a cuestiones sobre procedimientos y técnicas que incidan sobre una mejor gestión de los servicios que, en régimen jurídico de derecho público, privado, cooperativo o mixto, suministren las prestaciones propias de la ciudadanía. Aquí también cabe señalar la novedad que supone el proceso de implementación descentralizada de los derechos sociales en las distintas comunidades autónomas.

Aplicando lo anteriormente expuesto al derecho a la vivienda, cabe decir que la ordenación territorial y urbanística de los últimos tiempos no ha tenido muy en cuenta las estipulaciones constitucionales que establecen la tutela del interés general, el aseguramiento a todos de una digna calidad de vida y más en concreto el acceso y disfrute del derecho a una vivienda digna y adecuada.31

Después de treinta años resulta superfluo repetir que el texto fundamental contiene preceptos como los artículos 45, 47, 148.1.3 y 149.1.23 que hacen referencia, directa o indirectamente, a la variable territorial. Se invoca en vano el valor de la indispensable solidaridad colectiva como forma de legitimación y finalidad al mismo tiempo. Pero todo esto no ha logrado frenar un estado generalizado de especulación, cuando no de corrupción, opuesto frontalmente al orden de valores constitucionalmente establecido.

Por parte de algunos se desea que nuestro derecho urbanístico, sin retroceder un ápice en las protecciones desplegadas en torno al derecho de propiedad, incidiera con renovados ánimos en la protección y promoción de otros derechos y de otros intereses afectados por la utilización del suelo, ampliando la, a veces, unívoca y limitada perspectiva del derecho de propiedad privada.32

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Lo cierto es, sin embargo, que el resultado en esta materia ha sido muy poco razonable. Al margen de las responsabilidades privadas, que han sido numerosas, los poderes públicos no han sido respetuosos con el mandato de organización racional de la vida social que les incumbe por su competencia en la ordenación territorial y urbana.

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[1] . Cfr. Foa, V. y Montevecchi, F., Le parole della política, Turín, 2008, p. 56.

[2] . Últ. op. cit., p. 11.

[3] . Alexy, Robert, Derechos sociales y ponderación, Madrid, 2007, p. 20.

[4] . García Manrique, Ricardo, últ. op. cit., p. 28.

[5] . El voto particular de Rodríguez Zapata a la STC 247/2007, de 12 de diciembre, alude a esta idea de un estatuto de autonomía como fuente del derecho descontrolada, que amenaza con desestructurar el sistema: «Ese carácter de fuente de contenido legítimo ambiguo e impreciso y de pétrea fuerza de resistencia, en cuanto a su posibilidad de reforma, produce unos efectos indeseables en nuestro sistema de fuentes que, hacia arriba, deconstruye las competencias constitucionales del Estado y, hacia abajo, limita en forma grave el funcionamiento democrático de las comunidades autónomas».

[6] . ACP Anuari polític de Catalunya, núm. 1, Barcelona, ICPS, 2008, p. 47 y ss.

[7] . M. A. Aparicio (ed.), Josep Mª Castellà, Enriqueta Expósito (coords.), Derechos y principios rectores en los Estatutos de Autonomía, Barcelona, 2008, p. 15. Se ha querido, escribe M. A. Aparicio, perfeccionar el ordenamiento jurídico propio (que es tanto como hacerlo más autosuficiente) mediante una declaración de derechos… potenciar el contenido jurídico de los derechos sociales mediante los propios estatutos. Cfr. p. 9.

[8] . Cfr. el trabajo de E. Seijas en el vol. colectivo cit. en nota 7. Allí sostiene que el catálogo es una apuesta decisiva y definitiva por la consolidación de esta Comunidad Autónoma, aunque advierte que utilizar las declaraciones de derechos como factores potenciadores de asimetrías conlleva grandes riesgos.

[9] Cfr. las conclusiones de E. Expósito y M. A. Cabellos en la últ. op. cit., p. 355.

[10] . Últ. op. cit. p. 360. «No se comprende bien por qué los derechos que se conectan con ámbitos competenciales no pueden generar estatutariamente auténticos derechos subjetivos, posibilidad que, sin embargo, se relega a un plano infraestatutario», p. 361. En esta misma línea se ponen en evidencia «las dificultades derivadas de los límites de las competencias autonómicas y del ámbito susceptible de regulación de la Comunidad, lo que en definitiva afecta a la misma extensión de la declaración y al elenco de los derechos susceptibles de ser incluidos en ella, pero sobre todo al sistema estatutario de garantías, que tiende a manifestar muy relevantes carencias en el terreno jurídico». Cfr. F. J. Díaz Revorio, últ. op. cit., p. 342. También son de interés las conclusiones y valoración que hacen al respecto E. Sáenz y M. Contreras en el vol. colectivo cit., p. 283 y ss.

[11] . Cfr. op. cit. en nota 3, p. 29. En recientes publicaciones (Los desafíos de los Derechos Humanos, hoy, vol. colectivo coordinado por Asís, R., Bondia, D. y Maza, E., Valladolid, 2007) ya he venido sosteniendo la necesidad de una tutela pública de algunos bienes jurídicos, al abrigo de las exigencias del mercado. También el mercado como institución de integración social debe estar sujeto a reglas verificadas a través del procedimiento democrático. No es una cuestión de más o menos Estado sino la comprobación empírica de que un mercado sin controles degenera irremediablemente en un emporio de mafiosos (p. 383). No podemos ser complacientes con un eventual contexto dónde sólo pueda reinar la ley del más fuerte y del mero beneficio económico… No cabe olvidarse del equilibrio desigual que se produce entre las exigencias económico-financieras y las exigencias sociales. De modo que debe insistirse en que el fin es la satisfacción de los derechos sociales de la persona y el medio es la eficiencia económica que debe valorar también el cálculo de los costes y de los beneficios sociales (p. 394). Bien puede afirmarse que los derechos sociales aparecen pues como una connotación ineliminable de la democracia, porque donde hay elecciones libres y libertad de expresión termina siendo insoslayable la preocupación por cuestiones relativas a la justicia social (p. 384).

[12] . Cfr. op. cit. en nota 4, p. 35.

[13] . Últ. op. cit., p. 39. Es socorrida la común apelación a las posibilidades interpretativas de los valores del art.º 1 CE y del concepto del art.º 10.1 CE, que al ayudar a definir el sentido general de los derechos fundamentales, podrían constituir una base para una tal construcción judicial de nuevos derechos sociales fundamentales (p. 38). Esta idea me parece acertada en el plano de la fundamentación de los derechos, pero quedan serias dudas a la hora de utilizarlo como criterio de positivación y eficacia de los mismos.

[14] . Últ. op. cit., p. 103 y ss. La posición de Bastida en este campo es rigurosamente formalista y clara, contribuyendo así a incrementar los principios de certeza y seguridad jurídicas. Presenta no obstante una propensión a dejarse llevar por criterios autoreferenciales y estipulativos cuando escribe que sólo son fundamentales los derechos que participan de la fundamentalidad de la norma fundamental del ordenamiento jurídico, la Constitución (p. 117).

[15] . Op. cit., p. 138.

[16] . Op. cit., p. 163 y ss.

[17] . Op. cit., p. 201.

[18] . Cfr. Pardo, C., últ. op. cit., p. 398.

[19] . Cfr. Ferrajoli, L., Moreso, J. J. y Atienza, M., La Teoría del derecho en el paradigma constitucional, Madrid, 2008.

[20] . Op. cit.. p. 81.

[21] . Op. cit., p. 89.

[22] . Como ya he escrito en otra ocasión, aquí no es fácil encontrar el mismo patrimonio jurídico que subyace en la práctica aplicativa de los distintos niveles o una misma aplicación, por ejemplo, del metaprincipio de la dignidad humana. De modo que el problema no parece que vaya a encontrar solución por parte de la jurisprudencia comunitaria, sino más bien buscando en el acervo jurídico de estos derechos, dentro del ordenamiento que mejor haya solucionado las demandas jurídicas que los citados derechos representan. Así pues, la Unión Europea podría fijar niveles esenciales de cumplimiento, dejando a su vez a los estados miembros la determinación de las políticas propias para alcanzar dichos estándares.

[23] . Op. cit., p. 110.

[24] . Op. cit., p. 112, y añade: «[…] faltan en muchos ordenamientos las garantías primarias de muchos derechos sociales. Y sobre todo, faltan técnicas jurídicas idóneas para obligar a los poderes públicos a introducirlas. Faltan, incluso, en muchos casos, las técnicas garantistas adecuadas para impedir o reparar el desmantelamiento en curso en muchos países de las garantías sociales existentes».

[25] . Op. cit., p. 164.

[26] . Op. cit., p. 205.

[27] . Cfr. su trabajo en el vol. colectivo Teoría del Neoconstitucionalismo, Madrid, 2007, p. 185 y ss.

[28] . Últ. op. cit., p. 188, donde escribe: «Este es un problema sobre el que todavía no existen categorías conceptuales demasiado sólidas: el pensamiento y la capacidad de reacción de los juristas y de los reformadores sociales han sido en general lentos, y han quedado muy rezagados con respecto a una realidad que parece alejarse irreversiblemente del ideal del empleo pleno y estable».

[29] . Op. cit., p. 207: «[…] las organizaciones de la sociedad civil deberían poner énfasis en las posibilidades de desarrollo de la justiciabilidad de los derechos sociales en el nivel local, mediante la articulación pro homine de estándares constitucionales de aquellos provenientes del derecho internacional de los derechos humanos y de los contenidos de las leyes que reglamentan derechos sociales».

[30] . Cfr. Pisarello, G., Los derechos sociales y sus garantías, Madrid, 2007, p. 41.

[31] . Cfr. Parejo, L., Documentación Administrativa, núm. 271-272, 2005, p. 486 y ss.

[32] . Cfr. Ponce Solé, J., Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 57, 1999, p. 353.

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