Los derechos del menor en la obsolescencia de las medidas de divorcio o paternofiliales y en el despliegue de las constelaciones familiares

AutorJoan Cerdà Subirachs
Páginas147-160

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La legislación española en materia de divorcio, de 1981 (Ley 30/1981, de 7 de julio), y por extensión analógica la referida a medidas paternofiliales, es fruto del contexto sociopolítico de la denominada Transición y, en consecuencia y pese a las reformas operadas, especialmente la de 2005 (Ley 15/2005, de 8 de julio), que pretendió abandonar para siempre la

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separación-sanción, presenta características específicas que enlazan con la pretensión del legislador de 1981 de dar respuesta a lo que entonces era un clamor social pero compatibilizando, en la medida de lo posible, con el bagaje social marcado por el nacionalcatolicismo, y el papel relevante de la Iglesia en la España de la Transición, integrante, junto al Ejército o la banca, de los entonces denominados poderes fácticos.

La reforma de 2005 normativizó lo que ya era una realidad judicial debido a que los tribunales interpretaron laxamente, y consecuencia de la lectura de acuerdo con la realidad social de la norma, ex artículo 3 del CCiv, algunos de los impedimentos de base antidivorcista contenida en la norma de 1981, como la de impedir que el mero acuerdo entre los cónyuges pudiera ser causa de divorcio; pese a ello persistió hasta 2005 el periodo de separación previa antes del divorcio.

Lo que para un sector de la doctrina representó la normativización del libre desistimiento como causa de disolución del matrimonio, para otro significó que el matrimonio dejó de ser no sólo un contrato sino también un negocio jurídico, al considerar que los contratos o, en general, los negocios jurídicos se caracterizan por la necesidad de cumplir lo pactado.

Con sus condicionantes, el legislador de 1981 logró, o lo intentó en la medida de lo posible, superar las reticencias de los sectores inmovilistas de la sociedad, una sociedad que a ritmo acelerado dejaba atrás las fatuas seguridades del franquismo y quedaba inmersa en una crisis de modelo económico que tanto costó superar. En contraposición, el legislador de 2005, pretendió “ampliar el ámbito de libertad de los cónyuges en lo relativo al ejercicio de la facultad de solicitar la disolución de la relación matrimonial”, como se señala en la exposición de motivos de la norma.

La sociedad española de 1981, sacudiéndose aún lo más impregnado del franquismo, poco o nada tenía que ver con la de 2005, un momento de optimismo socieconómico. Si la de 1981 era una sociedad que aún, ni que fuera equivocada y parcialmente, confiaba en los anclajes sociales y económicos tras una dictadura, la de 2005 era una sociedad líquida, utilizando la terminología acuñada por Zygmunt Bauman; una sociedad optimista pero llena de incertidumbres que la llamada crisis de 2008 puso frente a su inconsistencia; y lo hizo en mayor medida que las sociedades de su entorno, entre otros factores y primordialmente, por el crecimiento de la desigualdad. Una sociedad que vivía mayoritariamente al margen de los cánones católicos que otrora la atenazaron, que iba muy pronto a recepcionar, pioneramente y sin espasmos significativos, el matrimonio entre personas del mismo sexo y, en definitiva, en la que el matrimonio, o las uniones análogas, se veían, y se ven, mayoritariamente como lo contrario a lo que la doctrina más conservadora lo entiende configurado: un negocio jurídico en el que hay que cumplir lo pactado. Es decir, en 2005 el matrimonio se convirtió legalmente en una institución propia de la sociedad líquida, sometida a la voluntad permanente

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de sus actores respecto a su continuidad. Todo ello se manifiesta en datos objetivos, como que mientras en 1980 sólo el 4,5% de los matrimonios era civiles hoy lo son, grosso modo, dos de cada tres.

Podemos afirmar, pues, que la norma divorcista española dio respuesta, en 1981 y en 2005, a dos realidades sociológicamente muy distintas. Y que, al contrario de lo ocurrido en 1981, en 2005 la norma tuvo en cuenta la realidad y arbitró los mecanismos jurídicos adecuados. La nota más destacada de esa adecuación a la realidad, es dejar a la voluntad de uno cualquiera de los cónyuges el divorcio.

En la España de 1981, y por supuesto en la de las ignomiosas décadas anteriores del franquismo, los cambios en torno al hecho familiar eran puntuales y escasos. El “abandono de familia” o el “amancebamiento” eran la excepción en una sociedad gris que, coincidiendo con los estertores de la dictadura, inició un cambio sin retorno liderado por los jóvenes de las emergentes clases medias urbanas.

Pero el legislador de 1981, autocomplacido por haber logrado una ley de divorcio sin grandes destrozos políticosociales, no previó que los cambios sociales traerían consigo la necesidad de adecuar las medidas que surgieran del divorcio, o de la separación, a unas realidades, que en lo global y en lo familiar, cambiaban más en unos pocos años que lo habían hechos en décadas. Por ello la previsión de modificación de las medidas de divorcio, que incluyen las referidas a los menores fue de lo mínima2y, procedimentalmente, se diseñó como un mero incidente.

Lo trascendente a los efectos que nos ocupan es que la Ley 15/2005, de 8 de julio, apenas introdujo cambios en lo referido a modificación de medidas, ya que se limitó al artículo 775.2 LEC para resolver de forma definitiva que no se está ante una cuestión incidental consolidando así una liturgia procedi-mental equiparable en tiempos y costes para el justiciable a la de un divorcio.

En cualquier caso, es preciso subrayar que sólo y únicamente con una ley de divorcio consolidada normativa y socialmente se aborda la posibilidad de modificación de medidas, atendiendo al hecho de que en los primeros años de vigencia, las sucesivas leyes de divorcio éstas dieron respuesta a situaciones ya consolidadas y, en todo caso, las medidas acordadas lo fueron en aquel momento, con la salvedad de las que habían sido dictadas con anterioridad a la Ley 30/1981, de 7 de julio, de significancia cuantitativa poco relevante y en la mayor parte de ocasiones procedentes de los tribunales eclesiásticos.

El producto de todo ello, tras los cambios legislativos de 2005, es que modificar las medidas acordadas o consensuadas en su día era aún más com-

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plejo, al menos desde la perspectiva procesal, que antes de la Ley 15/2005, de 8 de julio, al constituir un procedimiento autónomo.

Paradójicamente, la reforma de 2005, al eliminar el lapso mínimo obligatorio entre separación y divorció tendió a fosilizar las medidas adoptadas en el momento álgido de la crisis de familia, ya que a partir de dicha reforma de 2005 las medidas adoptadas o consensuadas en el primer procedimiento judicial están llamadas a perpetuarse, ya que, pese a que la norma permite la separación previa al divorcio, la utilización de este mecanismo procesal es, en el aspecto cuantitativo, anecdótica. Con ello se puso fin a la posibilidad de adecuar las medidas vigentes en el momento del divorcio que, obligatoriamente, sucedía con al menos un año de lapso al de la separación.

Y lejos de mejorar la situación desde la perspectiva de adecuar las medidas en vigor a la realidad, ésta empeoró en octubre de 2015, al obligar una nueva reforma, en este caso meramente procesal, a dirimir ante el Juzgado que hubiese dictado las medidas el procedimiento de modificación, con lo que si los progenitores, y especialmente el menor, habían cambiado su domicilio en el ínterin, debían volver al Juzgado de su antigua residencia a litigar o, simplemente, a homologar un convenio. Con ello nuevamente el legislador dio la espalda a la realidad líquida de la sociedad.

Podemos afirmar que hoy, en España, es al menos tan complejo y costoso modificar las medidas acordadas o dictadas en su día que instaurarlas por primera vez. Y, en ocasiones, es más complejo y costoso porque, ex artículo 775.1 LEC en su redacción tras la precitada reforma de octubre de 2015, el tribunal competente es el que las dictó en su momento, con lo que es posible que haya que ir a litigar, o simplemente lograr la homologación del acuerdo ya alcanzado en forma de convenio, a otro punto de España en el que ya no reside el menor o, incluso, ninguno de los miembros de la unidad familiar, con lo que ello supone, por una parte, de incremento del gasto, pero también por el hecho que el tribunal pueda tener que resolver sobre algo que sucede en un escenario social y económico que le es ajeno, con la quiebra consiguiente de inmediatez social, que obliga a los operadores jurídicos a un esfuerzo comprensivo y explicativo evitable y que puede alejar, nunca tan bien empleado el término, la resolución de la realidad. Ello entendemos que es especialmente grave porque colide con las normas supranacionales al respecto, especialmente el Reglamento Bruselas II bis, que prevé un régimen de remisiones con un lógico objetivo: acercar la competencia judicial a la residencia del menor para así defender mejor el interés superior del menor, algo que la norma procesal española ignora en el citado artículo 775.1 LEC.

La contradicción se hace aún más evidente si nos remitimos al artículo 22 quater de la LOPJ, de aplicación subsidiria al reglamento Bruselas II bis, en materias de divorcio y responsabilidad parental en general. Y ello porque la LOPJ, en el precitado artículo, sí prevé la gravitación del procedimiento en torno al lugar de residencia del menor. Todo ello nos puede llevar al

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absurdo de que, en aplicación de la norma procesal interna española, una modificación de medidas tenga que dilucidarse a cientos de kilómetros del lugar de residencia del menor o menores, mientras que si el cambio de residencia se ha producido con un elemento internacional con ello se posibilite el acercamiento del foro al justiciable y, especialmente, al menor. Por poner un ejemplo clarificador: si una pareja se divorció en Canarias y ahora reside en Barcelona, deberá modificar las medidas en Canarias. Pero si de divorció en Dunkerque (un...

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