Los derechos humanos en la sociedad democrática

AutorLiborio L. Hierro
CargoCatedrático de Filosofía del Derecho. Universidad Autónoma de Madrid
Páginas109-124

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I Introducción: planteamiento del problema

El 23 de septiembre de 1992 Jürgen HABERMAS iniciaba una conferencia pronunciada en el Departamento de Filosofía de la North-Western University con las siguientes palabras: «Las ideas de soberanía popular y derechos humanos han conformado nuestra comprensión normativa de los Estados constitucionales hasta hoy». Añadía, pocos renglones después, que «las dos corrientes principales del pensamiento político, calificadas como «liberal» y «republicana», tienden respectivamente a subordinar la soberanía popular a los derechos humanos o al revés» (HABERMAS 2004, pp. 191 y 192). Esta es la cuestión.

La octava enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, que entró en vigor en diciembre de 1791, prohibió aplicar castigos crueles e inusitados. Hasta 1972 la pena de muerte nunca fue considerada cruel y, por tanto, las leyes que la imponían eran consideradas Page 110 conformes con la Constitución. En 1972, en el caso Furman contra Georgia, dos jueces del Tribunal Supremo (los jueces BRENNAN y MARSHALL) consideraron que la pena de muerte era cruel y por tanto resultaba inconstitucional cualquier ley que la permitiese. Los otros siete consideraron que eran inconstitucionales las leyes que la establecían pero sólo en cuanto no incluían suficientes garantías para evitar la arbitrariedad y la discriminación. Las legislaturas de muchos estados revisaron la legislación para adaptarla a las exigencias de la sentencia y sólo cuatro años después, en 1976 en el caso Gregg contra Georgia, el Tribunal Supremo admitió que tales leyes eran constitucionales.

Esto quiere decir que si la pena de muerte es o no es cruel y por tanto es o no es constitucional no depende, en una de las democracias más grandes y más antiguas del mundo, de la idea que tengan sobre lo que quiere decir la Constitución la mayoría de sus doscientos y pico millones de ciudadanos, ni siquiera de la idea que tengan sobre ello la mayoría de los representantes elegidos por esos millones de ciudadanos, sino de la idea que tengan sobre ello la mayoría de los jueces del Tribunal Supremo. Este tipo de situaciones parece plantear algún problema desde el punto de vista democrático.

Este no es sólo un problema de los norteamericanos. El ajuste a la Constitución de la configuración de los supuestos de despenalización del aborto, de la situación fiscal de los matrimonios, de la relación entre el derecho al honor y el derecho a la información o del matrimonio de los homosexuales son todas ellas cuestiones que en España han quedado o quedarán decididas por la opinión mayoritaria entre los doce magistrados del Tribunal Constitucional y no por la opinión mayoritaria entre los españoles o entre los representantes elegidos por los españoles.

En el debate político cotidiano quienes se sienten bien reflejados en la opinión de la mayoría de los miembros del tribunal al que corresponde esa última palabra, suelen argumentar que si la mayoría parlamentaria no está de acuerdo con lo que la constitución dice, lo que tiene que hacer es cambiar la constitución. Surge entonces una segunda dimensión del problema: que la Constitución, tanto en España como en Estados Unidos, es muy difícil de cambiar. Atribuir la última palabra a la mayoría de los miembros de un tribunal y, al mismo tiempo, poner serias dificultades al cambio de una constitución son dos medidas institucionales que conjuntamente -y sean cuales sean las buenas razones que pueden apoyar a la una y a la otra- bloquean cualquier solución a lo que puede ser la situación más frecuente: que la mayoría legislativa no esté en desacuerdo con lo que dice la constitución sino que esté en desacuerdo con lo que la mayoría de los miembros del tribunal constitucional dicen que dice la constitución.

Este es hoy uno de los problemas, quizás el principal problema, de la articulación entre los derechos humanos y la democracia.

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II Derechos humanos y democracia: una relación necesaria

En relación con este problema, el título de este artículo -que es el que me propusieron para la conferencia de la que él procede- resulta bastante más sugerente de lo que a primera vista podría parecer. La simple mención de los derechos humanos «en» la sociedad democrática insinúa inmediatamente que los derechos humanos podrían no estar «en» la sociedad democrática sino en otro tipo cualquiera de sociedad e, inversamente, que una sociedad democrática podría ser un lugar en el que no hubiese derechos humanos; es decir: el título mismo parece dar a entender que hay una relación contingente entre los derechos humanos y la sociedad democrática. La idea de los derechos humanos «en» la sociedad democrática parece también insinuar, en una segunda instancia, algún modo peculiar de estar aquellos en ésta; es decir, parece dar a entender que los derechos humanos están en la sociedad democrática de un forma distinta a cómo estarían en otra sociedad y, como consecuencia, que una sociedad democrática con derechos humanos es un tipo particular de sociedad democrática distinta a una sociedad democrática en la que no estuviesen los derechos humanos. En resumen, el título mismo sugiere la posibilidad de cuatro mundos distintos: el de una sociedad-no-democrática en la que no están los derechos humanos, el de una sociedad-no-democrática en la que están los derechos humanos, el de una sociedaddemocrática en la que no están los derechos humanos y el de una sociedad-democrática en la que están los derechos humanos.

. SOCIEDAD NO DEMOCRÁTICA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA
NO HAY DERECHOS HUMANOS 1. SOCIEDAD NO DEMOCRÁTICA SIN DERECHOS HUMANOS 3. SOCIEDAD DEMOCRÁTICA SIN DERECHOS HUMANOS
HAY DERECHOS HUMANOS 2. SOCIEDAD NO DEMOCRÁTICA CON DERECHOS HUMANOS 4. SOCIEDAD DEMOCRÁTICA CON DERECHOS HUMANOS

Si la relación entre derechos humanos y democracia efectivamente fuese una relación contingente entonces los cuatro mundos serían posibles. Si, por el contrario, la sociedad democrática fuese una condición necesaria para la presencia de los derechos humanos entonces el mundo número dos no sería posible. Del mismo modo pero inversamente, si los derechos humanos fuesen una condición necesaria para la presencia de la sociedad democrática entonces el mundo número tres no sería posible. Naturalmente, si ambas condiciones fuesen alPage 112 mismo tiempo requeridas entonces no serían posibles ni el mundo número dos ni el mundo número tres y los mundos posibles serían exclusivamente el número uno (una sociedad no democrática sin derechos humanos) y el número cuatro (una sociedad democrática con derechos humanos). Esta última parece ser la hipótesis que nos resulta más familiar y la que aquí voy a tratar, en primer lugar, de demostrar.

Sir Isaiah BERLIN sostuvo que la relación entre la libertad negativa -a la que Benjamín CONSTANT había llamado «libertad de los modernos»- y la libertad positiva -a la que el ilustrado francés había llamado «libertad de los antiguos»- era meramente contingente. Algo parecido, con parecidos argumentos y parecidos ejemplos pero proyectado expresamente sobre la relación entre la democracia y los derechos, ha sostenido recientemente entre nosotros Alfonso RUIZ MIGUEL. Sostiene, en efecto, RUIZ MIGUEL, que el principio democrático y el principio liberal son tan diferentes que «llevados a sus extremos, al menos en la teoría, podrían realizarse independientemente» lo que ocurriría -explica- en un sistema democrático que suprimiera todos los derechos salvo los de participación y, paralelamente, en un sistema no democrático que garantizase todos los derechos menos los de participación (RUIZ MIGUEL, Alfonso, 2004, p. 65). Sendas hipótesis me parece que no responden a ningún ejemplo real y, lo que es más grave, me parece que no resultan sostenibles ni siquiera en la teoría, esto es: que son conceptualmente erróneas.

Respecto a la primera posibilidad sostenida por RUIZ MIGUEL -un sistema democrático sin derechos, que se corresponde con el mundo tres de nuestro cuadro- la hipótesis es la de una colectividad que democráticamente suprime todos los derechos salvo los de participación. Es una hipótesis que no sólo resulta poco plausible desde un punto de vista empírico sino que es claramente insostenible desde un punto de vista conceptual. Una situación en la que los miembros de un determinado colectivo no tienen igualdad de oportunidades ni derecho a un mismo trato legal, carecen de seguridad jurídica pudiendo por ello ser arbitrariamente detenidos y carecen de libertad de expresión, reunión y asociación sería, en todo caso, una sociedad en la que la participación de todos sus miembros en las decisiones colectivas sería imposible por definición ya que la supresión de todos los demás derechos salvo el de participación implicaría, en la medida en que fuera efectiva, que algunos o muchos no podrían participar por falta de capacidad, por falta de libertad o por falta de ambas; implicaría también que los que pudiesen participar sólo pudiesen hacerlo de forma parcial y limitada, algo así como participar en el juego con las manos atadas. Por muy distintas y contrapuestas razones la idea de una democracia sin derechos ha inspirado dos paradigmas durante el siglo XX: el de las llamadas «democracias populares» y el de las llamadas «democracias orgánicas». Ambas han demostrado concluyentemente que sin derechos no hay democracia. Esto significa que el mundo tres de nuestro esquema no es un mundo posible.

Respecto a la segunda posibilidad -un sistema no democrático con derechos, que se correspondería con el mundo dos de nuestro cuadro- cabe decir que si asumimos que los derechos humanos son ciertas posiciones...

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