Los derechos de los españoles en la Constitución de Cádiz

AutorJuan María Bilbao Ubillos
CargoCatedrático de Derecho Constitucional. Universidad de Valladolid
Páginas127-150
236
Los derechos de los españoles
en la Constitución de Cádiz
JUAN MARÍA BILBAO UBILLOS
CATEDRÁTICO DE DERECHO CONSTITUCIONAL
UNIVERSIDAD DE VALLADOLID
1. Introducción
A diferencia de las Constituciones francesas de 1791, 1793 y 1795, y para evitar
precisamente el reproche de un supuesto mimetismo respecto de aquellos textos
revolucionarios, la Constitución de Cádiz no contiene una declaración de dere-
chos. Se limita a reconocer determinados derechos que aparecen dispersos a lo
largo de sus 384 artículos. La Comisión de Constitución manejó en los meses de
marzo y abril de 1811 distintas versiones de un borrador en el que se consagraban
y definían los derechos a la igualdad, a la seguridad, a la libertad, y a la propiedad
en una escueta declaración que figuraba al principio del texto constitucional. Pero
de esa primera redacción sólo se mantuvo en pie, como tímida fórmula compri-
mida, la cláusula general del art. 4: «La Nación está obligada a conservar y prote-
ger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos
legítimos de todos los individuos que la componen», es decir de los españoles. Se
conciben, pues, como libertades civiles, de titularidad individual (no son privile-
gios o prerrogativas concedidas a determinados grupos) y sujetas a la correspon-
diente regulación legal, no como derechos naturales o innatos del hombre, ante-
riores y superiores al Estado que los reconoce.1
Pero antes de la aprobación definitiva de la Constitución el 18 de marzo de
1812, las Cortes generales y extraordinarias, reunidas primero en la Real Isla de
León (San Fernando) y después en la ciudad de Cádiz, dieron sobradas muestras
de su firme compromiso con las libertades. Y lo hicieron desde el mismo día en
que se constituyeron, el 24 de septiembre de 1810.2
1. Frente a la concepción iusnaturalista, los diputados liberales se inclinaron p or una fundamentación histori cis-
ta de los derechos reconocidos en la Constitución. Para ocultar conscientemente una fuente de inspiración que
podía levantar sospechas de afrancesamiento. En el curso de los debates, se apela con frecuencia a los Fueros y a
las antiguas Leyes fundamentales del Reino. Y en el Discurso Preliminar apenas hay rastros de la f ilosofía iusra-
cionalista, siendo numerosas, en cambio, las referencias a las tradicionales libertades de la nación (I. Fernández
Sarasola, La Constitución de Cádiz. Origen, contenido y proyección internacional, CEPC, 2011, pp. 246-251).
2. L. Martín-Retorti llo ha calificado esta intensa actividad legislativa en favor de las libertades como una decla-
ración de derechos «por entregas» (en la Presentación del libro Derechos del hombre y del Ciudadano con varias
máximas republicanas y un Discurso Preliminar dirigido a los americanos, Aranzadi / Civitas, 2011, p. 22, nota 18).
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2. Libertad de imprenta
Así, la reivindicación de la libert ad de imprenta por parte de los círculos liberales
e ilustrados, como ingrediente básico de su acervo ideológico y de su programa
de reformas, fue atendida de inmediato por las Cortes. El clima era propicio. Por
un lado, en estos años (1809-1810) se registran diversos pronunciamientos en
favor de la libertad de imprenta. Unas veces consisten en proyectos o peticiones
dirigidas a las nuevas autoridades; otras son llamamientos a la opinión pública
realizados mediante folletos propagandísticos o la prensa periódica. En la prácti-
ca totalidad de estos manifiestos, se asume con naturalidad la necesidad de limi-
tar esa libertad cuando se trate de opiniones en materia religiosa. La Iglesia había
ejercido hasta entonces un doble sistema de control mediante los tribunales del
Santo Oficio y la censura en general: un control ideológico de las conciencias y un
control efectivo de las publicaciones y de la libre circulación de las ideas.3
Por otra parte, la ocupación francesa y los sucesos del 2 de mayo rompieron el
«cordón sanitario» establecido durante el reinado de Carlos IV mediante una
férrea censura de las publicaciones y provocaron en 1808, en el territorio liberado
tras la victoria de Bailén, el 19 de julio, una eclosión sin precedentes de escritos,
proclamas y folletos patrióticos con los que se pretendía contrarrestar la propa-
ganda de los ocupantes franceses que se presentaban como abanderados de las
reformas que necesitaba España, un país en irremediable decadencia bajo la di-
nastía de los Borbones. El denominador común de esa literatura es la condena de
la invasión francesa, la fidelidad al rey cautivo, engañado por la perfidia de Napo-
3. De esta tónica general se separa precisamente el asturiano Flórez Estrada. En sus Reflexiones sobre la libertad
de imprenta (1809) aboga por una libertad plena, que comprende también las creencias y opiniones religiosas. La
Junta de Legislación, creada en octubre de 1809 por la Comisión de Cortes con el fin de proponer a ésta las
reformas legislativas que se estimasen necesarias, ya había aprobado en una sesión extraordinaria celebrada en
Sevilla el 17 de diciembre de 1809 un dictamen en el que se afirmaba que «la libertad de imprenta no sólo es útil
y provechosa a la mejora y prosperidad del Estado, sino también necesaria e indispensable para mantener la
libertad política y civil de toda sociedad en que se halle establecido un gobierno justo y liberal». Son tan conoci-
dos los saludables efectos de la libertad de la imprenta que la Junta «no cree necesario detenerse en probar una
verdad tan calificada por la experiencia y prosperidad de los países en que se halla establecida». Es cierto que la
ignorancia y la mala fe han pervertido a veces el sentido de esta palabra. Por eso, «para prevenir este abuso y
atajar en su origen sus funestas consecuencias, la Junta juzga indispensable que la libertad de la imprenta, al paso
que se establezca del modo más amplio, quede siempre sujeta a las justas limit aciones prescritas por las leyes de
los gobiernos liberales, prohibiendo, bajo de graves penas, escribir contra la religión, bu ena s cos tumb res, f ama y
reputación de los particulares, por lo cual deberá de establecerse que no se imprima ningún escrito sin nombre
del autor, y que en el caso de no aparecer éste, hayan de quedar responsables el impresor que lo publiqu e, con
otras medidas sabias y prudentes que pongan freno a la impiedad y a la calumnia y hagan que la libertad justa no
degenere en licencia y en desorden». Y añade: «para que la libertad de la imprenta no sea en adelante ilusoria y
nominal, será muy conveniente que la Comisión de C ortes proponga a las que están para convocarse medidas
eficaces para que en las prohibiciones que se hicieren de obras o escritos por contravenirse en ellos a lo dispuesto
en las leyes, haya de procederse con la debida justificación en juicio público, evitando así que pueda el gobierno
en ningún tiempo y bajo de ningún pret exto apoderarse de la prensa como hasta aquí ha sucedido en España».
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