El derecho del trabajo ante la crisis

AutorUmberto Romagnoli
CargoUniversidad de Bolonia
Páginas13-27

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El estado de ánimo en el que me encuentro ahora no es diferente del que me ha producido la invitación de la Fundación 1 de Mayo para introducir un debate sobre cómo afrontar la supremacía de una economía que ignora la democracia y amenaza con convertirse en condición universal. Amigos aquí presentes pueden atestiguar que he reaccionado como el común de los mortales que mira desde el fondo del valle el "ocho mil" que le han desafiado a escalar.

En efecto, el decaimiento de la democracia causado por una economía que jamás ha sido tan desgarradamente agresiva, aunque en Italia y en España esté más avanzado, afecta a toda Europa. Grecia docet.

Los síntomas son innumerables.

Se va del desplazamiento de la soberanía popular a las irascibles divinidades que llamamos mercados, al vaciamiento de las formas de participación colectiva en la deter-minación de la política nacional, perdiendo la brújula que ha guiado la construcción del derecho social europeo. Este último se basa en la idea de que el trabajo completa la personalidad, define la identidad de los seres humanos y constituye su principal o única fuente de promoción social. Por eso, corresponde al gran expolio de los derechos del trabajo funcionar como lente de aumento de las torsiones sufridas por la democracia practicada en Europa. Por eso me gusta pensar que italianos y españoles van cada vez con mayor frecuencia a tomar la calle para reivindicar más igualdad, más dignidad y más justicia social no tanto porque éstos son los valores y los principios enunciados por sus respectivas cartas constitucionales sino porque corresponden a valores y principios que la conciencia evolucionada de un país siente como propios.

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De hecho estoy convencido que, llegando a la cima de la montaña imaginaria sobre la que me esfuerzo por encumbrarme, se tendría la posibilidad de contar que, ahora mismo, estamos asistiendo a la reapertura de la cuestión social. Explotó en Europa en la época de la revolución industrial, y asistió al enfrentamiento entre el capital y el trabajo en el cuadrilátero de la historia con la idea de que se habría debido considerar vencedor sólo a aquel a quien el vencido reconociere la facultad de actuar como si el mundo le perteneciese por entero. Sin embargo, no basta decir que nunca como en los albores del nuevo siglo la contienda histórica parece cercana a la solución final a nivel planetario. Hay que poner a quien escucha o a quien lee en la condición de conocer las premisas de la narración y seguir todos los desarrollos de la misma.

Para ello debo decir inmediatamente que si no he renunciado a alcanzar la cumbre, lo debo al socorro involuntariamente prestado por un pensador inglés de mediados del siglo XIX y por una de sus tesis que nadie ha podido refutar. En torno a ella he posicionado mi campament-base.

1. La ambigüedad estructural del derecho del trabajo

Según Henry S. Maine, la transición de las rígidas estratificaciones sociales del antiguo régimen a una sociedad atravesada por las pulsiones del individualismo económico -from status to contract, por usar sus propias palabras- ha cambiado el derecho en el Occidente europeo, contribuyendo a orientarlo hacia la construcción de un mundo emancipado en el que el hombre puede sólo someterse a los vínculos que se impone a sí mismo.

Sin embargo, aunque el descubrimiento de la autonomía contractual de los individuos haya marcado en efecto un cambio de época, en lo inmediato poco o nada cambiaba para los comunes mortales más humildes o desheredados. Al ser privados de una capacidad real de auto-determinación, debieron aprender a someterse libremente a la necesidad de vivir empleando su propia actividad personal a favor de los sujetos que la utilizaban para realizar su propia ventaja económica. Aprendieron, pues, a ceder un pedazo relevante de su propia libertad personal, y por tanto un trozo de su propia vida, para satisfacer una necesidad primaria de naturaleza existencial.

Sin duda, se trata de uno de los más inquietantes oximorón que han recorrido la historia de las ideas jurídicas. Pero hay novedades que, aunque excéntricas, no asustan a la capa profesional de los operadores jurídicos. En efecto, siempre se encuentra uno a un jurista capaz de dar una explicación plausible. De hecho, nuestro oximorón fue prontamente descifrado.

Según la interpretación doctrinal patrocinada por influyentes opinions-maker, "el obrero que cede por salario sus energías de trabajo, se desprende de algo de su patrimonio, como el mercader que vende sus mercancías". Por tanto entre contrato individual de trabajo y contrato de compraventa existe una "identidad estructural":

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"la diferencia está precisamente en la cualidad y quizá en el origen del objeto de la prestación" de trabajo. En realidad, es la indecible diferencia que, siendo inherente de forma muy directa a la persona, constreñirá también a una cultura que, como la jurídica, es por tradición imperturbablemente burguesa, a situar al trabajo en un horizonte de sentido extraño al universo de las mercancías.

Hasta que esta opinión ha resistido, a menudo escondida porque causaba malestar a papas, párrocos y bienpensantes, es ciencia ficción hablar de derecho del trabajo. Las señales de la gestación de este último no pueden percibirse antes de la abolición del delito de coalición, producida en muchos lugares a la vez avanzado el siglo XIX, y a los primeros éxitos de la presión sindical dirigida a expropiar cuotas de autocracia privada que se expresaba en los reglamentos de empresa confeccionados unilateralmente por el empresario a los que los dependientes prestaban un consenso, más presunto que efectivo, que los transformaba en una ley doméstica.

Es decir que la formación histórica de un derecho que es nuevo porque tiende a valorizar la diferencia entre el contrato de trabajo y el contrato de compraventa, se inicia con la afirmación y la extensión de la negociación colectiva. En definitiva, la innovación institucional capaz de generar el ADN del moderno derecho del trabajo se adscribe a la negociación colectiva, es decir a la autonomía negocial de coaliciones solidarias, por muy inestables o transitorias que fueran éstas.

Sucede sin embargo que el emerger del "colectivo organizado" como dimensión básica de la regulación del trabajo subordinado, está, a su vez, en el origen de una paradoja posterior que, complicando el código genético del derecho del siglo XX, pone de relieve su ambigüedad. Una ambigüedad que no se puede suprimir. Por el mismo y excelente motivo por el que ningún empresario se sienta a la mesa de negociación para tratar su propia extinción. Es prudente por tanto contextualizar históricamente afirmaciones del tipo de que el del trabajo es un derecho "que toma del trabajo su nombre y su razón de ser". En realidad, no puede ser del trabajo sino en la medida en que sea compatible con su matriz de compromiso y esta última exige que el derecho del trabajo sea, a la vez, un derecho sobre el trabajo.

Es cierto que el derecho del trabajo se presta a una clave de lectura que hace de él la versión juridificada de la crítica de una ordenación de intereses susceptible de extremar los conflictos. Sin embargo, ésta se filtra en el orden normativo creado por la autorregulación social con moderación, es decir con la circunspección necesaria para asegurar que la pars construens acabe por prevalecer sobre la destruens al punto de relegitimar lo que es objeto de contestación. Por tanto la sistemática claudicación de la pars destruens de la crítica respecto de la construens es el indicio más seguro que el trabajo ha podido salir del agujero de la informalidad, adquirir la facultad de exponer su parecer y romper un silencio milenario a condición de que metabolice la prohibición de no hablar muy alto. Una prohibición que ha caracterizado la historia jurídica del trabajo incluso cuando (o sobre todo cuando) se ha intentado disfrazarlo mediante la manipulación que han prodigado los legisladores del fascismo mussoliniano y del franquismo. En efecto, la Carta del Lavoro del

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1927 y el Fuero del Trabajo de 1938 diseñaban un contexto que niega radicalmente la libertad sindical y el conflicto social. No obstante, el texto italiano documenta cómo la negociación colectiva puede ser cortejada siempre que se modifique su función. En cualquier caso, por tácito o explícito que sea, la prohibición que el trabajo no puede transgredir no es un invento del corporativismo. Más bien el corporativismo lo ha travestido para enfatizar su alcance en la medida más amplia posible. La prohibición es atemporal. Todo hace pensar que haya existido siempre y que siempre existirá. De hecho muchos, en especial los economistas de profesión, están convencidos que ese es el símbolo de una irreducible subalternidad del derecho del trabajo y no dudan de su prescindibilidad incluso al día de hoy. No carecen del todo de razón. La prohibición parece formulada a posta para justificar anticipadamente la tendencia a resolver las crisis intermitentes de la economía a favor del capital escuchando sus razones, dando por supuesto (o con el pretexto de) que hasta ahora las razones del trabajo lo han sido hasta demasiado.

No por casualidad, según el juicio muy incisivo de Gerard Lyon-Caen, el derecho del trabajo c’est Pénélope devenue juriste".

En definitiva, desde el momento en que el desarrollo del capitalismo tiene un carácter intrínsecamente cambiante, conflictivo y anárquico, lo cierto que el tema de mi intervención no puede tener el mérito de la originalidad.

No es solamente desde el final...

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