El derecho administrativo sancionador en materia de consumo: de sarcasmos y aporías

AutorSalvador Mª Martín Valdivia
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Administrativo de la Universidad de Jaén
Páginas623-651

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I El derecho administrativo sancionador. Dos necesidades: de la intervención a la regulación

No podemos obviar un hecho hoy indiscutido: las muchísimas variables que conforman el tablero de una sociedad esencialmente consumista como la actual hacen que, necesariamente, las reglas del juego deban de estar contempladas a nivel normativo. El problema es que ese ánimo regulador se haya acometido con mayor profusión que la deseable; la prodigalidad de normas ha sido una constante en las últimas décadas, pero el estado de la cuestión lo requería. Fue necesaria la intervención de la Unión Europea (Directiva 98/27/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 19 de mayo de 1998, relativa a las acciones de cesación en materia de protección de los intereses de los consumidores y usuarios) para clarificar, refundiéndola, la galaxia de normas en defensa de los consumidores y usuarios en que hoy se mueven las relaciones de consumo. Analizado el anexo de la citada directiva, se contempla como un mandato al legislador español (y de ahí su

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reflejo en el Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias, en adelante LGDCU) abordar cuestiones tan diversas como las dictadas en materia de protección de los consumidores y usuarios que inciden en los aspectos contractuales regulados en los contratos celebrados a distancia y los celebrados fuera de establecimiento comercial; la regulación sobre garantías en la venta de bienes de consumo; la regulación sobre viajes combinados; la regulación sobre la responsabilidad civil por daños causados por productos defectuosos; los servicios de la sociedad de la información y el comercio electrónico, las normas sobre radiodifusión televisiva y la Ley 29/2006, de 26 de julio, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios; la norma-tiva sobre el crédito al consumo, también con aquéllas reglas reguladoras de los servicios financieros, en particular las referidas a las obligaciones de las entidades de crédito en relación con la información a los clientes, publicidad y transparencia de las operaciones; el peculiar régimen de constitución de los derechos de aprovechamiento por turno de bienes inmuebles de uso turístico y el establecimiento de normas tributarias específicas en la Ley 42/1998, de 15 de diciembre; las normas de protección al consumo derivadas de la aplicación de la Ley General de Publicidad; o, en fin, las normas reglamentarias que transponen directivas dictadas en materia de protección a los consumidores y usuarios, tales como las relativas a indicación de precios, etiquetado, presentación y publicidad de productos alimenticios, etcétera.

Será fácil comprender, pues, que ante tamaña tarea, no pueda por menos el Estado que intentar regular el enjambre de interrelaciones que de ese juego de intereses privados y colectivos se deriva. Y precisamente una de las manifestaciones más evidentes –por necesaria– de ese necesario intervencionismo estatal se encarna en el régimen de control de los excesos y desvaríos que allí puedan cometerse: el régimen sancionador. Ya advertía Alejandro Nieto1 que el exceso de intervencionismo lleva inevitablemente aparejado el incremento de la política sanciona-dora: si al Estado se le exigen mayores controles y se le reprocha su negligencia o tolerancia por no controlar los excesos cometidos por los particulares, por ejemplo, en materia de consumo, no se le puede, a la vez, recriminar que garantice la seguridad del consumidor a través de

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la imposición de sanciones en el cumplimiento de aquellas rigurosas medidas de control que se exigían. El régimen sancionador es una mera e inevitable consecuencia del régimen de intervención.

Precisamente por eso, forzoso es comenzar por preguntarse hasta dónde deben llegar los niveles de intervención, que no dejan de ser la consecuencia de una política económica y social previa, de tal forma que hoy podemos asegurar que “el Estado tiende a intervenir directamente cada vez menos en los factores económicos del mercado y cada vez más en los factores que influyen en la seguridad y la salubridad”2. Pero en realidad, esa vocación intervencionista no es en sí misma el fin al que el sistema debe aspirar; el objetivo es que estas medidas interventoras finalmente se cumplan. De ahí la importancia del sistema sancionador, no como paradigma de perfecto mecanismo represor de actuación, sino, todo lo contrario, para lograr el efectivo cumplimiento de las órdenes y prohibiciones mediante la construcción de un aparato represivo oficial prudente y eficaz, donde el objetivo no sea sancionar, sino justamente lo contrario, no hacerlo, de tal forma que la simple amenaza logre el cumplimiento efectivo de las órdenes y prohibiciones.

Ésa debiera ser, naturalmente, la regla a seguir en materia de protección al consumo. Dado que la intervención es inexcusable, sepamos cuando menos regularla. Por ello (y con el alcance e importancia que la observancia de esta advertencia tiene, conforme luego tendremos ocasión de comprobar), en esta materia tendrían que tenerse muy presentes algunas premisas que, ya lo adelanto, parecen no haber sido precisamente luz de guía en la regulación legal que analizamos: la exigencia del cumplimiento de ciertas conductas no debe quedar al arbitrio, más o menos caprichoso, del aplicador del derecho. El ciudadano tiene que conocer la consecuencia jurídica de su conducta, sin que la obscuridad en la tipificación del ilícito haga “en realidad imprevisible para el ciudadano cuándo su conducta puede ser constitutiva de infracción3; no deberían quedar tipificadas sanciones cuando se sabe de antemano que no podrán ser cumplidas las medidas de intervención; no se deberían tipificar más infracciones que las que las fuerzas del aparato inspector y represivo del Estado puedan alcanzar, porque las normas sistemáticamente incumplidas y toleradas por la administración no pueden luego, sin advertencia previa, ser exigidas a los particulares ni generar una

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sanción; y porque, en fin, el principio de proporcionalidad exige adecuar la gravedad de la sanción a la de la infracción, por lo que no cabe a la administración modular el quantum de las infracciones y de las sanciones al margen de la correspondiente previsión normativa4, ni deben ser calificadas de infracción ni conminadas con sanción las conductas de contenido antijurídico mínimo.

Por eso, intervención y regulación son conceptos que deberían vertebrar de consuno el régimen sancionador en materia de consumo, aún cuando parece que su conjugación no alcanza los niveles deseados en la regulación que nos proponemos analizar. Piénsese en ese sentido, como ya advertía Alejandro Nieto5, que el ejercicio de la potestad sancionadora puede convertirse en un auténtico sarcasmo, por cuanto se tiene que enfrentar con tal profusión de conductas reprensibles, va en muchos casos acompañado de tantas irregularidades, de tan profundas lagunas y contradicciones, que aquellos pocos que cometen las infracciones y son sancionados no encuentran justificación a la desigualdad que acontece cuando otros muchos infractores escapan de la red represiva del Estado precisamente por no haberse observado los principios enunciados en el párrafo precedente. Y, por otro lado, es tan amplio el actual repertorio de eventuales ilícitos que ni el jurista más estudioso es capaz de conocer las infracciones que cada día se puedan cometer. El principio de reserva legal y el de publicidad de las normas sancionadoras terminan pareciendo una burla. La profusión de conductas tipificadas genéricamente como infracciones hace imposible no haber cometido, en algún momento, alguna de ellas. Son dos, por tanto, los problemas con los que nos podemos encontrar ante una tan defectuosa tarea de tipificación como la que se contiene en la LGDCU: la terrible inevitabilidad de las infracciones y la arbitrariedad de la persecución. Ese es el sarcasmo.

Por otro lado, el mandato que se contiene en el artículo 46 de la LGDCU (“Principios generales.- 1. Las Administraciones públicas com-

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petentes, en el uso de su potestad sancionadora, sancionarán las conductas tipificadas como infracción en materia de defensa de los consumidores y usuarios,…”) se nos antoja poco menos que una aporía de difícil consecución, toda vez que, como a continuación creo que tendremos ocasión de comprobar, en tanto que la tipificación de determinadas conductas como infracciones va a resultar tan sumamente complicada, tan ardua y confusa su determinación apriorística, la tarea de perseguir eficaz y satisfactoriamente las conductas supuestamente transgresoras terminará perdiéndose en un laberinto jurídico inabarcable, precisamente por los defectos de tipificación a los que nos vamos a referir a continuación.

II El insuficiente esfuerzo por la tipificación de las infracciones y de su graduación

La ineluctable necesidad de intervención del Estado en la regulación de los conflictos en materia de consumo (en la que hemos concluido en el apartado anterior) parece que hubiera empujado al legislador a agotar al máximo los anhelos tipificadores de conductas reprensibles. Ahora bien, lo que ya nos parece discutible es el grado de precisión con que lo hace. El nomenclátor de infracciones que se...

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