Urbanización, derecho de propiedad y libertad de empresa

AutorJosé María Vázquez Pita
Páginas21-41

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I Planteamiento de la cuestión

La presencia que la gestión urbanística ha tenido en los últimos años en la vida social, económica y política, podría explicar las razones por las cuales el común de los ciudadanos, profano en Derecho urbanístico, acepta con normalidad que la contratación de una misma obra pública –la obra de urbanización– se puede encauzar a través del régimen contractual administrativo o, alternativamente, confiar a la autonomía de la voluntad privada en función de una decisión del alcalde o del concejal delegado de turno. Esta indiferencia no siempre muda en desconcierto cuando se advierte que esta decisión generalmente se toma a la vista de la identidad de los propietarios del suelo o del promotor interesado en la actuación.

Pero la normalidad con la que se viven las tradiciones en ocasiones es perturbada cuando irrumpe una mirada extraña. Hoy esta mirada es la de Europa. Sus instituciones, su acervo, observan nuestras normas, nuestras tradiciones jurídicas, y las enjuician desde su propia razón de ser.

Hoy en día prácticamente no quedan reductos vírgenes a la mirada y al juicio de Europa. El urbanismo, que hasta hace bien poco se había mantenido al margen del Derecho comunitario a la sombra del derecho de propiedad o del ejercicio del poder público, ha ido quedando al descubierto. El Tribunal de Justicia de la Unión, bajo la bandera de la interpretación funcional del Derecho comunitario, ha ido retirando los velos con los que ciertas tradiciones jurídicas nacionales ocultaban los servicios económicos a las libertades de los Tratados.

En el ámbito urbanístico, la retirada del velo se inicia con la muy comentada sentencia recaída en el asunto Ordine degli Architetti1, sentencia en la que se planteó por vez primera la compatibilidad de las técnicas de gestión urbanística con el Derecho comunitario europeo y, especialmente, con el derecho derivado de coordinación de contratos públicos de obras.

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A esta sentencia siguieron otras que fueron perfilando una doctrina jurisprudencial ambigua y sobre la que a día de hoy no existe consenso acerca de su repercusión en el derecho urbanístico español.

El presente trabajo pretende contribuir a clarificar el estatuto contractual al que ha de sujetarse quien promueva la actividad urbanizadora, y pretende hacerlo desde la perspectiva que nos ofrece la calificación de esta actividad como servicio de interés económico general.

La cuestión relativa al régimen contractual de la ejecución de la urbanización no solo no es novedosa, sino que su formulación ha sufrido tantas variantes como titubeos ha tenido nuestra historia en la permanente búsqueda de la financiación del urbanismo. De forma tal que, cuando tal financiación se atisbó en la solvencia patrimonial del propietario del suelo, el régimen contractual de las obras de urbanización coincidió con el estatuto del propietario y, cuando se adoptó la lógica de la obra pública o del servicio público, con el estatuto del licitador o del concesionario.

Estas tres concepciones de la actividad urbanizadora –como facultad propia del derecho de propiedad, como obra pública y como servicio público– explican las divergencias doctrinales que, a día de hoy, mantienen vivo el interés por la cuestión.

Prescindiendo de la legislación urbanística anterior –centrada en la consideración de la obra de urbanización como obra pública–, desde la aprobación de la Ley de 1956 y hasta la aprobación de la Ley 8/1990, de 25 de julio, el mode-lo urbanístico español descansó más o menos pacíficamente sobre la coexistencia de diferentes formas o sistemas de ejecución de la urbanización, que podrían clasificarse en directos –en los que la Administración asumía la función urbanizadora– e indirectos –en los que dicha función era asumida por los propietarios del suelo o por un concesionario–2. La opción entre una y otra forma de gestión se ejercitaba con la vista puesta en el principio de subsidiaridad de la iniciativa pública respecto de la privada, en coherencia con la concepción liberal de la economía y del Estado preconstitucional.

Este panorama se ve alterado con la Ley 8/1990, de 25 de julio, sobre reforma del régimen urbanístico y valoraciones del suelo, que elimina el principio de

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subsidiaridad de la iniciativa pública respecto de la privada e irrumpe en la tradicional concepción liberal de la propiedad inmobiliaria con un modelo innovador basado en la adquisición gradual de las facultades urbanísticas. Esta ley genera un fuerte debate acerca de la necesaria relación entre la concepción constitucional del derecho de propiedad y el modelo urbanístico.

En este estado de cosas hace su aparición la Ley 6/1994, de 15 de noviembre, de la Comunidad Valenciana, Reguladora de la Actividad Urbanística (en adelante, LRAU), que desplaza a los propietarios de la gestión del suelo y reubica la actividad urbanizadora en el ejercicio de la libre empresa del denominado «agente urbanizador».

Si bien es cierto que la figura del agente urbanizador no fue una figura total-mente innovadora3, la ruptura con la excepción licitatoria de la Ley de 1956 y su trasunto del TRLS 1976, planteó numerosos interrogantes acerca de la conveniencia o necesidad de ubicar la facultad de urbanizar en el derecho de propiedad o en la libertad de empresa. Los defensores de una y otra posición apelaron al contenido esencial de ambos derechos para defender sus posiciones, lo que es tanto como defender la predeterminación constitucional del modelo urbanístico4.

Tras la sentencia del Tribunal Constitucional 61/1997 y la consiguiente aprobación de la LS 1998, la cuestión quedó impregnada de los matices propios de la distribución constitucional de competencias, planteándose hasta qué punto los títulos competenciales estatales (particularmente, la regulación de las condiciones básicas de ejercicio de los derechos de propiedad y libertad de empresa) podrían condicionar al legislador autonómico en el ejercicio de sus competencias en materia de urbanismo.

Esta vorágine de incertidumbre se aviva en el año 2001, en el que surgen dos pronunciamientos judiciales que terminaron de formular la cuestión tal y como hoy en día se plantea.

En el primero de ellos el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma de Valencia5cuestiona la constitucionalidad de la LRAU en tanto

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–a juicio del Tribunal– el procedimiento de selección del agente urbanizador no respeta la legislación básica de contratación administrativa. Tras este auto late la percepción de la ejecución de la urbanización como el objeto propio de un contrato de obra pública y, si bien el mismo no prosperó por razones procesales, abrió el camino a un rosario de sentencias del Tribunal Superior de Justicia valenciano posteriormente confirmadas por el Tribunal Supremo6.

El segundo pronunciamiento lo constituye la ya citada sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 12 de julio de 2001, en el asunto Ordine degli Architetti7, en la que se declara contraria al Derecho de la UE la legislación italiana en materia de urbanismo que permite la realización directa por el propietario del suelo –titular de una licencia o plan urbanístico– de una obra de urbanización, con imputación de la totalidad o parte de la obra a cuenta de la contribución adeudada por la concesión de la licencia, en tanto dicho proceder contradice el derecho de coordinación de los procedimientos de adjudicación de contratos públicos de obras.

Al margen de las notorias diferencias entre las legislaciones italiana y española8, existe entre ellas una similitud innegable: la atribución al propietario del suelo de la facultad de urbanizar; similitud que expone al sistema de compensación a su confrontación con el Derecho comunitario y resucita el debate nacido con ocasión de la promulgación de la LRAU sobre la delimitación entre el derecho de propiedad inmobiliaria y la libertad de empresa9.

Asimismo, ambos pronunciamientos presuponen la sujeción de los procedimientos de gestión urbanística a las normas estatales y comunitarias de contratación pública, lo que acarrearía una considerable restricción de la libertad de las CC. AA. en el ejercicio de sus competencias legislativas en materia de urbanismo.

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Finalmente, dos textos normativos del año 2007, el Tratado de Lisboa10y la Ley 8/200711, introducen en la cuestión una nueva variable: el servicio de interés económico general (en adelante, SIEG), concepto que está llamado a cohonestar el derecho de competencia y las libertades comunitarias de circulación con las exigencias propias de la correcta prestación de los servicios esenciales, tal y como estos son definidos por los Estados miembros.

El reforzamiento de los SIEG en el Tratado de Lisboa tiene su reflejo inmediato en la exposición de motivos de la Ley 8/2007, que califica la iniciativa privada en la actividad urbanística como actividad de interés económico general y, más específicamente, a la urbanización como servicio público12, en lo que puede entenderse como una clara apelación a los efectos moderadores que los SIEG están llamados a desempeñar en la aplicación de las normas de unidad de mercado.

Paralelamente, la Ley 8/2007 detrae la urbanización del contenido del derecho de propiedad ubicándola –de forma un tanto ambigua– en el espacio propio de...

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