La humanización del Derecho penal y procesal en los siglos XVI y XVII

AutorJosé Manuel Rodríguez Uribes/Francisco Javier Ansuátegui Roig
Páginas457-502

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A La situación del derecho penal y procesal en los siglos XVI y XVII
Introducción

Existe un consenso generalizado a la hora de afirmar que sólo se puede hablar de humanización del Derecho penal a partir del siglo XVIII. Hasta entonces como ha señalado Tarello el problema penal no es abordado de una manera sistemática y articulada1. Incluso podría decirse que «el pensamiento precedente se mostró escasamente crítico con las instituciones penales del antiguo régimen o, al menos, su crítica careció de una orientación global y totalizadora»2. Esta situación no deja de producir una cierta perplejidad pues parece que a partir del Renacimiento se dan las condiciones necesarias para que se produzcan profudnas transformaciones que van a alterar la visión del mundo que hasta entonces había estado vigente3.

El humanismo renacentista reafirma la dignidad, autonomía y libertad de los seres humanos. La quiebra de la unidad de la Iglesia y la nueva mentalidad determinaron una progresiva secularización de la sociedad. Final-

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mente, el pluralismo religioso desembocó en la defensa de la tolerancia que, a partir de entonces, se constituye como uno de los valores fundamentales en la configuración del pensamiento moderno. Por consiguiente, parece que las condiciones eran propicias para someter a crítica los principios básicos de un Derecho penal caracterizado, entre otras cosas, por su extrema cruel-dad. Sin embargo, tal crítica no se produjo durante los siglos XVI y XVII. Puede decirse que la mayoría de los autores (juristas, filósofos, teólogos e incluso literatos) no cuestionan en ningún momento —al menos de un modo total— la legitimidad de un sistema decididamente represivo, brutal y despiadado que debía repugnar a las nuevas conciencias. Como ha dicho Bloch «el proceso penal discurría completamente aparte del mundo exterior, siniestro, pavoroso, lleno de horribles abusos, desembocando en la mutilación o la muerte, y sólo por milagro en la absolución»4.

Por todo ello resulta verdaderamente sorprendente que las ideas renovadoras que triunfan en el Renacimiento no fueran utilizadas para cuestionar un sistema penal deshumanizado y que, por tanto, esetaba en abierta contradicción con la mentalidad que poco a poco se irá abriendo camino. De todos modos, para comprender adecuadamente el sistema penal de las monarquías absolutas es preciso tener en cuenta determinadas circunstancias históricas que condicionan el nacimiento y desarrollo de dichos sistemas.

En primer lugar, es necesario referirse a la propia aparición de los Estados modernos a partir del Renacimiento. Es evidente que la configuración política del mundo occidental se modifica substancialmente cuando desaparece el Imperio. El nuevo modelo de organización política que surge a partir de entonces se caracteriza por la centralización del poder. Frente a la multiplicidad de poderes relativamente independientes que existían en la Edad media ahora nos encontramos ante Estados soberanos, fuertes e independientes que no reconocen ninguna instancia superior. El poder se residencia originariamente en una sola persona —el Soberano— que lo detenta de un modo exclusivo. Naturalmente esto no quiere decir que no existan otras personas que realicen actos de poder, pero la legitimidad de sus actuaciones tiene siempre un carácter delegado. La monopolización del poder por parte del monarca implica la existencia de una autoridad que se sitúa incuestionablemente por encima de todos los súbditos. Sin embargo, la consolidación del poder real se produce poco a poco. Es indudable que los monarcas absolutos tuvieron que vencer fuertes resistencias. Por una parte las que provenían de los residuos señoriales de la Edad media que en oca-

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siones cuestionaban la propia autoridad del monarca. En este sentido, la utilización de la fuerza de las armas es relativamente frecuente para frenar la desobediencia reiterada de algunos sujetos que se resisten a acatar las órdenes del rey.

Pero, además de esos residuos señoriales que intentan menoscabar la autoridad del rey, tampoco puede decirse que los súbditos acaten de una manera generalizada las disposiciones reales. En este sentido, la eficacia de muchas normas es ciertamente relativa y esto sucede de un modo especial con las normas penales. Y hay que decir que este fenómeno no tiene lugar sólo durante el siglo XVI, sino que se extiende a lo largo del XVII y afecta a toda Europa. El profesor Tomás y Valiente resumía acertadamente la situación de la monarquía absoluta en sus primeros momentos: «como padre de familia autoritario pero habitualmente desobedecido, el monarca absoluto hace oír su voz imperativa constantemente, dando disposiciones legales que pretenden regularlo todo; y como sabe que la ley ni se respeta ni se cumple, amenaza a través de cada una de ellas para forzar a su cumplimiento con penas siempre duras y muchas veces exageradamente desproporcionadas. Desde este punto de vista casi toda ley real era ley penal. En cerrado círculo vicioso, la ineficacia conducía a un aumento de la severidad represiva y ésta, al ser excesiva, a aquella. La coacción intenta suplir la falta de un serio respeto del súbdito a la ley, y pone de manifiesto la impotencia de un mecanismo administrativo y judicial muy viciado e ineficaz para ejecutar el tropel inorgánico y minucioso de las leyes y disposiciones menores de carácter penal»5.

En definitiva, la autoridad de los Estados absolutos encarnados en la figura del rey no consigue imponerse de una vez por todas. Se trata de un proceso lento que marca una línea de actuación caracterizada por la intención de los reyes de imponer y extender su autoridad a todos los súbditos. Finalmente, cuando se consolida la posición de los monarcas, se produce el triunfo definitivo aunque para ello fuese necesario vencer muchas batallas.

Es curioso observar que la historia de los derechos fundamentales comienza precisamente con la aparición de los Estados absolutos. Como ha dicho Peces-Barba «la filosofía de los derechos fundamentales, que aparentemente está en radical contradicción con el Estado absoluto, necesita sin embargo de éste, de su centralización y monopolio del poder, que subsisti-

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rán en el Estado liberal, para poder proclamar unos derechos abstractos del hombre y del ciudadano, teóricamente válidos para todos, dirigidos al homo juridicus. Sin el esfuerzo previo de centralización, de robustecimiento de la soberanía unitaria e indivisible del Estado, no hubieran sido posibles históricamente los derechos fundamentales»6. Precisamente, una de las características típicas del absolutismo monárquico fue su política de centralización que se proyectó en una doble vertiente: por una parte, centralización legislativa y, por otra, centralización de las jurisdicciones. Con esta política se pretendía conseguir la unificación y la racionalización del sistema jurídico y político7. En este aspecto se puede hablar de una cierta coherencia en la organización política y jurídica de las monarquías absolutas. Todas ellas descansan en una serie de principios comunes que podrían resumirse como sigue:

1) Centralización o concentración del poder en una sola instancia;

2) El ius puniendi queda en manos del Estado; de hecho la práctica totalidad de la legislación penal procede del monarca y sólo en menor medida de disposiciones aprobadas por las Cortes;

3) Dependencia de la magistratura —mayor o menor según los países— respecto del rey o, dicho en términos modernos, la llamada independencia judicial brilla por su ausencia;

4) Inusitada severidad de la legislación penal que afecta no sólo al contenido de las penas sino de manera muy especial al desarrollo de los procesos judiciales;

5) Ambigüedad manifiesta de la legislación lo cual permite a los jueces realizar interpretaciones de lo más dispares de manera que disminuye considerablemente la seguridad jurídica y,

6) Como consecuencia de todo lo expuesto, ausencia de garantías efectivas para la defensa de los reos.

Una vez realizada esta caracterización general parece imprescindible descender un poco más al objeto de examinar el funcionamiento de las dis-

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tintas instituciones. Por supuesto, no se trata de analizar en detalle el contenido del Derecho penal durante los siglos XVI y XVII en Europa, entre otras razones, porque tal empresa corresponde más bien a los historiadores del Derecho. Las consideraciones que siguen a continuación pretenden describir la estructura de un sistema jurídico y para ello se estudiarán algunas de sus piezas fundamentales. Mi atención se centrará preferentemente en el Derecho español pero quisiera advertir dese el principio que no hay grandes diferencias en relación con otros sistemas del continente europeo8. En este sentido se ha afirmado muchas veces que las características de la legislación penal española no difieren esencialmente de las extranjeras y que, por tanto, es posible hablar de un «Derecho penal común a los Estados europeos durante la Edad moderna»9.

Para ello basta con realizar una comparación entre el contenido de las distintas legislaciones: todas ellas contemplan penas similares y procedimientos análogos. En consecuencia, aunque es posible encontrar algunas diferencias lo cierto es que todas ellas carecen de relevancia.

Para proceder ordenadamente creo que es posible dividir la exposición distinguiendo dos aspectos fundamentales que se refieren respectivamente a la legislación y a la práctica judicial. Son aspectos íntimamente relacionados pero, obviamente, estos dos niveles reflejan realidades diferentes de modo que es posible encontrar ciertos desajustes dependiendo del punto de vista que se adopte. En...

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