Un derecho penal contra el pluralismo y la libertad

AutorJ. Carbonell Mateu y E. Orts Berenguer
Cargo del AutorCatedráticos de Derecho Penal de la Universitat de Valencia
Páginas181-194

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I Planteamiento

Una sociedad democrática es, necesariamente, una sociedad plural, en la que la discrepancia es considerada un valor positivo. Y un Estado que responde a esa sociedad genera un Derecho al servicio de la libertad, la igualdad y el pluralismo; los valores que, junto a la justicia, proclama el artículo primero de la Constitución española de 1978. El Derecho penal de un Estado democrático constituye el instrumento último de tutela de los valores e intereses que le caracterizan. Puede, en fin, afirmarse que las normas punitivas suponen el límite último al ejercicio de los derechos fundamentales, evitando que el abuso de la libertad pueda agredir los derechos y las libertades de los demás, y tratan de reconducir las conductas de los ciudadanos hacia el terreno de lo tolerable por la mayoría. Toda sociedad, para convivir, requiere de una mínima homogeneidad de conductas: aquélla en la que se respetan los derechos ajenos. Y ese ha de ser el terreno al que nos referimos. El Derecho penal, en suma, delimita el ámbito de homogeneidad que se exige, marcando el límite a la heterogeneidad, al pluralismo, como valor. Resulta obvio señalar que cuanto mayor sea el ámbito de reconocimiento de éste y menor, consiguientemente, el de la imposición de homogeneidad, más democrático será ese Derecho. Y que la máxima negación de esos valores se patentiza en la carrera hacia la sociedad del pensamiento único.

La disyuntiva entre el Derecho penal liberal, hijo del Iluminismo, y el autoritario, descendiente directo de la Inquisición, es una lógica consecuencia de la lucha entre democracia y totalitarismo, entre laicismo y fundamentalismo y entre pluralismo e integrismo. Luchas que, desde luego, no nacieron el 11 de septiembre de 2001. Los acontecimientos de esa fecha han acentuado una tendencia que ya era evidente, dentro de la cual el gran valor a alcanzar es, según se afirma, la seguridad; valor que se presenta contra-Page 182puesto a la libertad. La seguridad, sin embargo, no puede constituir por si misma un valor: es menester predicarla de algo, puesto que se trata de un concepto de referencia. Son los derechos fundamentales de la persona los que deben estar por detrás de la idea de seguridad. Y, paradójicamente, son los que sufren hasta verse negados. Esta contraposición, esta dialéctica libertad-seguridad, es por lo demás forzada por no se sabe qué intereses o motivos, pues ni es ineludible recortar la primera para fortalecer la segunda, ni ésta es un valor degradado desde el punto de vista democrático –apariencia que adquiere a causa de la mentada contraposición–, toda vez que es absolutamente legítimo que los ciudadanos quieran ver reducidos al máximo los riesgos de sufrir un ataque, terrorista o no, contra sus derechos, sin olvidar que quienes más expuestos están a sufrirlo son los que menos tienen. De hecho, al abandono del estado de naturaleza y a la asunción del contrato social les subyace, entre otras, la preocupación por la seguridad. Pero es que, además, para acrecentar ésta, desde un enfoque exclusivamente represivo, es radicalmente falso que hayan de debilitarse los derechos de los ciudadanos, salvo con arreglo a las ideas de quienes en el fondo desean hacerlo, no creen en los servicios públicos, han influido en la drástica reducción de las plantillas policiales estatales, no están dispuestos a invertir dinero público para optimizar los organismos de policía y de inteligencia (acaso porque teman tener algún motivo por el que éllos mismos puedan ser investigados) ni a impulsar las reformas necesarias en los mismos para estimular a rendir más a los funcionarios que trabajan en ellos, en lugar de desanimarles, de hacer experimentos absurdos, merced a los cuales se trasladó a expertos en un tipo de investigación al lugar en que su experiencia servía de menos (por cierto, siguiendo planes de quien ahora vocifera por la inseguridad que su política contribuyó a crear), o de criticarles despiadadamente echando sobre sus espaldas los propios errores y responsabilidades (en tanto, cabría añadir, favorecen de paso la expansión de las empresas de seguridad privada, que desde hace unos años han experimentado un crecimiento espectacular en sus volúmenes de negocio).

En todo caso, una buena forma, eficaz, barata (coste 0) y al alcance del legislador de reforzar la seguridad ciudadana es la de robustecer, no la de mermar, la seguridad jurídica. Por el contrario, podemos afirmar que si una de las metas perseguidas por el legislador de 2003, que así lo declaró en las Exposiciones de motivos de alguna de las leyes aprobadas, es, en gran medida, combatir la delincuencia (la pequeña delincuencia, debería puntualizarse) y amortiguar la llamada inseguridad ciudadana, ha emprendido la lucha con el Derecho penal como arma exclusiva y semejante empeño tiene escasas probabilidades de alcanzar el éxito. Y tiene escasas probabilidades de éxito, de reducir, en definitiva, los índices de delincuencia, entre otras cosas, porque de nada sirve endurecer las sanciones si no se pone al infractor ante la justicia, tras una rigurosa investigación y la correspondiente aportación de pruebas bastantes para enervar la presunción de inocencia, que le garantiza el artículo 24.2 de la Constitución; algo que no se está en disposición de hacer cuando, como hemos dicho, desde hace años han venido decreciendo las plantillas de los cuerpos nacionales de la policía y la guardia civil, se ha prescindido de buenos y experimentados profesionales, por el expediente de pasarlos a "segunda actividad", se han hecho remodelaciones desastrosas de aquellos cuerpos, no se ha conseguido una adecuada coordinación entre los mismos, no se han creado los juzgados anunciados y requeridos, Page 183 no hay suficientes plazas en centros penitenciarios, ni en centros especiales para menores, ni en centros para personas con alteraciones psíquicas ni discapacidades, etc.; y, por supuesto, y esto es más grave y sintomático de qué es lo que realmente se pretende, no se habló siquiera de crear e impulsar políticas sociales y educativas, tendentes a evitar la marginación, la "asocialidad" y a favorecer la igualdad y la integración, y de afrontar, de una vez por todas, con políticas inteligentes, razonables, imaginativas y humanitarias el arduo y complejo problema de las drogas... De hecho, la agravación de las penas sólo sirve para que, a quien tiene la mala suerte de ser aprehendido, –y es preciso hablar de mala suerte, porque, como la experiencia enseña, es muy improbable que el autor de un hecho delictivo sea descubierto, procesado y condenado, salvo que se trate de un asesinato u otro delito grave, en que las posibilidades de serlo aumentan–, se le reprima más severamente. De modo que, puede hablarse de un cierto ensañamiento con el pequeño delincuente, por supuesto, con el delincuente caído, con el delincuente menos afortunado. En este sentido, produce escándalo, por ejemplo, que a un pobre diablo se le pueda imponer una pena de nueve o más años de privación de libertad por vender unas pastillas de MDA o unas dosis de heroína (en virtud de las previsiones del artículo 368 y el juego de la regla 5ª del artículo 66).

Además, aquella, la seguridad jurídica, no ha salido muy bien parada de las referidas reformas del Código penal y de la Ley de enjuiciamiento criminal, por cuanto en parte entrañan o pueden entrañar un recorte de las garantías y de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos, apreciable muy particularmente en la textura de los juicios rápidos, en la reimplantación de la multirreincidencia, en la conversión de cuatro faltas en delito, etc.; pero también, en los problemas interpretativos fruto de la mala técnica legislativa empleada, que obligó, entre otras cosas, a repetidas correcciones de dudosa legalidad, en el tosco solapamiento de unos preceptos con otros, propiciando complejos y casi irresolubles concursos, en la utilización de vías legislativas totalmente inadecuadas por extravagantes para la aprobación de disposiciones penales, etc. Todo lo cual, innecesario es decirlo, genera inseguridad jurídica.

En este orden de cosas, el mensaje del miedo desempeña un destacado papel en la obtención de la complicidad de la opinión pública, a la hora de resaltar la importancia de aquella, de la seguridad, y el riesgo de que se resquebraje. Para el Poder es sumamente rentable. Por eso resulta muy útil exagerar la trascendencia del terrorismo, utilizar en el propio provecho a las víctimas y asegurar que es menester limitar la libertad para alcanzar la seguridad. Aunque para eso se confundan conceptos, se aplique el calificativo a fenómenos y actitudes de muy distinta naturaleza y se extienda su ámbito a posiciones claramente políticas o intelectuales. Valgan de ejemplo, la prohibición de partidos políticos, la deliberada, aunque a veces justificada, confusión entre fines y medios, la desaprobación sólo del nacionalismo no estatalista y el desprestigio de quienes se separen de la doctrina oficial, del pensamiento único ultraconservador, que culminó con la puesta del Código Penal al servicio de la prohibición sectorial del debate y la palabra, al hacer planear la criminalización nada menos que sobre representantes de la ciudadanía.

Por otro lado, el manejo electoral del terrorismo y la manipulación de los lógicos sentimientos de las víctimas por parte de partidos políticos, en general conservadores, Page 184 aunque no son los únicos que lo hacen, resulta constante, pues no se circunscribe sólo a épocas electorales, ya que son utilizados sin el menor pudor para implementar políticas que so pretexto de combatir al primero y dar satisfacción (cuasi venganza) a las segundas no hacen otra cosa sino recortar los derechos civiles y las libertades públicas de los ciudadanos. En este apartado no hay límites para quienes no...

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