De la dependencia a la dependencia. Presentación y balance

AutorMiquel Izard
Páginas43-53

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No soy derrotista, pero ante el exacerbado triunfalismo que conlleva cualquier celebración política pienso que deberíamos tocar de pies en el suelo e intentar decir las cosas por su nombre. Finalizando la década de los ochenta del pasado siglo, el repliegue de los militares a sus cuarteles con el aparente abandono del poder fáctico, así como el retroceso de la opción guerrillera en varios países, permitieron aliviar parte de un lastre ideológico abrumador y una pesada rémora para comprender el pasado; además llegaron nuevos proyectos historiográficos más o menos estructuralistas y surgieron nuevos temas de interés: mujeres, esclavos, procesos electorales o excluidos.

Poco antes, Michel de Certeau, en un ensayo fulminante sobre falacias y confusiones del menester, denunció el empeño en construir comunidades imaginarias, inventando tradiciones con una arenga canonizante que recurre a ancestros, genealogías, próceres patricios (siempre masculinos), hechos seminales, procesos germinales y actos fundacionales.1Veredicto que me parece luminoso para el período; la crónica consagrada latinoamericana de la emancipación es grotesca, lo que obstaculiza en gran manera

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acercarse a lo ocurrido; ya hace años maravilló a Pierre Chaunu que a un período tan corto se refiriera el 33 % de la producción historiográfica.2Por añadidura, si la Historia Oficial (HO) europea, y por tanto liberal, afirma que naciones milenarias tuvieron que aniquilar el feudalismo para dar paso al progreso y a la felicidad, igualdad y libertad, según la HO indiana, el obstáculo a vencer allí era el colonialismo metropolitano, y las naciones nacieron abruptamente durante la epopeya germinal, lo que confirmaría la tesis de Benedict Anderson que sostine que el nacionalismo brotó antes en América que en Europa.3En estas hagiografías los libertadores son figuras patricias, padres de la patria hermafroditas creando sin pareja, raro portento que permite entender que se haya generado un culto que en más de un lugar llega a la sacralización; alguna batalla, Carabobo o Ayacucho, es hecho seminal, y alborotos de notables, reuniones concretas, la entrevista de Guayaquil, o congresos magnificados, serían actos fundacionales.

En otra obra, Anderson apunta que folkloristas europeos, en su afán de concebir patrias hurgando en el pasado, intentaron recuperar lenguas regionales arrinconadas por las imperiales, alemán o castellano, ruso o inglés, lo que por supuesto no ocurrió jamás en América Latina; la lengua «nacional» continuó siendo el español, y quechua o quiché siguen marginadas en la actualidad.4Diría que éste es otro tópico a denunciar: me parece lamentable que quienes perpetran la solemne oratoria, académica o política, sobre estos sucesos mientras se llenan la boca hablando de los pueblos originarios, sus maravillosas culturas o su rol en las hostilidades, sigan como en el período colonial menospreciándolos y explotándolos. Prevaricación y alevosía que practican tanto políticos como colegas y suele ser más impactante en países donde el abuso y el racismo son, precisamente, mayores. Bastará recordar un caso: cuando Miranda y luego Bolívar pensaron en bautizar el Estado que soñaban que abarcaría las enteras Indias de Castilla, optaron por Colombia, en honor del almirante que «descubrió», según la HO, América; para nada tuvieron en cuenta a quienes ya estaban allí y que habían señoreado el territorio durante miles de años; eran y son criaturas desechables, los libertadores no los mentaron, de la misma forma que en discursos, escudos, himnos o leyendas aparecen caballos o trigo, en detrimento de llamas o maíz.

La abrumadora avalancha de potajes, calcados siempre de otros previos, dificulta, por no decir impide, captar, ni que sea de forma muy aproximada, lo que sucedió en el período, mientras obras discrepantes pueden contarse con los dedos de una oreja, como decía el humorista catalán Perich. Pero hay algunas y, dado el poco espacio que tengo, me limito a la de Bonilla y a las de Chust. Aquél, con estimulante bibliografía, afirma que las revueltas de Tupac Amaru y las siguientes no fueron precursoras, al contrario, aterrorizaron a una élite blanca cada vez más pusilánime; que mucho secesionismo provincial no se oponía a España sino a las capitales virreinales; que la segregación peruana la forzaron los ejércitos de San Martín y Bolívar, añadiendo, a mi vez, que estas tropas fueron alejadas por las respectivas oligarquías pues, resueltas las conflagraciones que ellas ni desearon ni suscitaron, devinieron un elemento desestabilizador en un panorama que ya era bastante inquietante sin unas mesnadas que se debían nutrir y exigían satisfacciones, en especial a medida que se propagaba la leyenda de unas hazañas patrióticas de las que ellos habrían sido gestores.5

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Chust ha dedicado varios trabajos y convocado simposios sobre el tema, y con José Antonio Serrano ha editado unos muy útiles Debates sobre las independencias iberoamericanas en cuya introducción desmenuzan la HO surgida en los cincuenta en todo el ámbito, HO chauvinista, germinal, simple, maniquea y heroica, discurso engendrado por conservadores y radicales, tiranos y demócratas que empezó a revisarse en los setenta por estudiosos, locales y extranjeros, no sólo historiadores sino gente vinculada a otras ciencias sociales, muchos de ellos influidos por la teoría de la dependencia que, mejor pertrechados con un positivismo fructífero, denunciaban la carencia de rigor de los primeros al tratar las fuentes y que no sólo la reinterpretaron, sino que además se plantearon una serie de cuestiones frente a la petrificada epopeya anterior, interesándose por añadidura en cinco temas antes ninguneados: cuestionamiento de una interpretación dogmática, fatalista y cerrada, análisis regional o de las bases materiales, aportes de la historia social y desmantelamiento del culto a los héroes o del embaucamiento de tanto protoindependentista apócrifo; por otra parte, se destaparon otros proyectos surgidos en el período o se puso en evidencia la continuidad social y económica entre los siglos coloniales y la época contemporánea.6Una de tantas secuelas de la crisis global que estamos padeciendo es el descrédito de la Historia, que algunos hemos llamado Oficial y que califico desde hace algunos años de Sagrada (HS) por el cariz taumatúrgico del discurso que evoca a reyes o políticos ejemplares, honestos y veraces, gobernando en beneficio de todos; conquistadores que, en vez de asesinar, violar y saquear, civilizaban, pacificaban y poblaban; sacerdotes, cúmulos de virtudes, desviviéndose sólo por la salud espiritual del rebaño; una religión, la única verdadera, ante las de los otros, meras sectas paganas; un arte exquisito, una ciencia exacta o técnicas superiores. La HS inventa, además, antagonismos infinitos y descomunales, clases explotadas estúpidas y sin programa, colonizados salvajes y/o caníbales y enemigos nacionales de cualidades antagónicas a las propias.

Pienso que tras casi trescientos años de explotación colonial la pequeña parte del Nuevo Continente (poco más del 15 %), propiedad teórica de la corona castellana, había devenido un ámbito de creciente y espeluznante explotación en el que se mudaron todas las actividades para obtener cantidades crecientes de excedentes, plata o coloniales, esmeraldas, cueros o ganado vivo para las Antillas. Las víctimas del sistema iban de esclavos africanos -bestializados y exprimidos hasta la extenuación- a nativos o mestizos que, si legalmente eran libres y gozaban de alguna real protección, padecían así mismo toda suerte de atropellos o vejámenes y el embrutecedor e irracional racismo era sólo una de las piezas de una cultura punitiva que se proponía mantener sojuzgados a quienes antes habían disfrutado del espacio. Los escasos beneficiarios del abuso se subdividían en una notable cantidad de variantes: las migajas se las repartían algún indígena o pardo felón fungiendo de intermediario, o cantidad de blancos pobres ocupando cargos burocráticos, castrenses o judiciales. Pero quienes podían obtener exorbitantes utilidades de la atrocidad eran patrones -solían ser colosales- de tierras, plantaciones, minas u obrajes; comerciantes, incluso peninsulares, pues la mayoría de los intercambios iban al margen, que no en contra, de la ley, para lo que los forasteros estaban mejor preparados; altas dignidades gubernamentales y la corona, la última y la menos favorecida.

Todos codiciaban aumentar sus ganancias pero no rehusaban un orden que les proporcionaba, sin mayores problemas, tanto provecho; mientras, los mencionados en primer lugar rechazaron la explotación desde el inicio de la agresión -otra cuestión es que la HS lo haya disfrazado u ocultado de forma sistemática-, que no cesó de crecer a lo largo de los tres siglos y se desbocó durante el último al coincidir un incremento de los perjudi-

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cados (la llegada de esclavos creció de forma extraordinaria y los nativos empezaban a recuperarse del mortal impacto biológico de la invasión) con las secuelas de la implantación definitiva del sistema excedentario, con su busca, al precio que fuese, de mayores lucros. Quizás baste recordar que derrotada la insurgencia encabezada por Tupac Amaru, los Andes fueron sacudidos por centenares de revueltas, o que la nueva cultura, primero ilustrada y luego capitalista, desairaba la de los nativos, agravio acompañado de la desamortización de las tierras de la...

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