Democracia y parlamento

AutorManuel Aragón Reyes
CargoCatedrático de derecho constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid, magistrado del Tribunal Constitucional.
Páginas130-152

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I Democracia y representación: la democracia a través del Parlamento
1. La exclusión, por el constitucionalismo, de la democracia directa

El Estado constitucional, que desde su surgimiento a finales del siglo XVIII se asentaba, aparte de en la soberanía nacional, en la idea de que el poder político ha de estar limitado, funcional (división de poderes) y materialmente (derechos fundamentales), optó (salvo algunos muy cortos y fracasados experimentos de democracia directa, o más bien semidirecta), de manera consecuente con esos postulados, por la democracia representativa. Y esta opción no se basaba principalmente en razones utilitarias o, si se quiere, de eficacia, por las dificultades de funcionamiento de la democracia directa en comunidades políticas de grandes dimensiones, o en razones no menos importantes, por supuesto, de tipo procedimental, en el sentido de que la adopción de decisiones debe estar predicha de la suficiente deliberación, lo que sólo cabe si los que deliberan están reunidos y no son excesivamente numerosos, sino, sobre todo, en razones de coherencia teórica con el tipo de forma política que se adoptaba, basada en una Constitución que garantizase que la soberanía perteneciese a la nación y, por lo mismo, que el poder político institucionalizado en el Estado había de ser limitado y nunca absoluto. Ello exigía la distinción entre poder constituyente y poder constituido, lo que se hacía imposible si los dos estuviesen materialmente confundidos. De ahí el fracaso de la democracia rousseauniana que basaba todo el ejercicio del poder en una sola fuente: la voluntad popular, única instancia capaz de expresar la voluntad general.

Para preservar las libertades no cabía, pues, más solución que romper esa confusión, de tal manera que la expresión de la voluntad general residiera directamente en el poder constituyente y sólo indirectamente, a través de representantes, en el poder constituido, de suerte que esta segunda expresión (como indirecta o delegada) quedaba sometida en su actuación a los límites que, a través de una norma suprema, la Constitución, aquella voluntad que se expresaba mediante una fuente distinta, directa u originaria, le había impuesto. En ese sentido, cabría decir que la democracia constitucional exige, por principio, la democracia representativa.

Y así fue, en el Estado constitucional, hasta el presente, sin que hoy, pese a las modernas facilidades telemáticas (voto electrónico, etc.), hayan decaídoPage 131aquellas razones (que son teóricas y no sólo prácticas). Lo que no impide, claro está, que como complemento de la democracia representativa, y no como su sustitución, quepa admitir determinados instrumentos de democracia directa (referéndums, especialmente) para la adopción de decisiones de muy especial trascendencia, o determinadas fórmulas de participación, que no de decisión, di- recta (por ejemplo, la iniciativa legislativa popular) en el Estado constitucional. Así se ha hecho en numerosos Estados constitucionales sin que por ello quiebre la democracia representativa, siempre que aquellos instrumentos o fórmulas se presenten como excepción y no como regla general, de suerte que no sirvan para deslegitimar a la representación política, que ha de considerarse, por lo antes dicho, como el sustento de la democracia constitucional.

2. La democracia representativa como democracia parlamentaria

La representación política democrática, que está basada en el mandato general representativo (pues se representa a todo el pueblo, ya que la soberanía es indivisible), en la elección directa (para evitar el fraccionamiento en «cuerpos intermedios») y en el sufragio universal, igual, libre, directo y secreto, origina la existencia de un órgano, al que por tradición se denomina Parlamento, que tiene como funciones primordiales o características la de legislar (incluida aquí, por simplificar, la de aprobación de los presupuestos) y la de controlar al Gobierno. La democracia constitucional, que ha de ser representativa, se identifica, en consecuencia, con la democracia parlamentaria. Así lo constataba Kelsen al afirmar (en su Esencia y valor de la democracia) que no hay más democracia que la parlamentaria, o más aún, que la democracia parlamentaria es la única democracia posible.

Por ello, la democracia parlamentaria es la forma común en los Estados auténticamente constitucionales. Democracia parlamentaria que puede albergar diversas formas de gobierno, principalmente la forma de gobierno parlamentaria y la forma de gobierno presidencial, o algunas variantes o mezclas de éstas, como la semipresidencial o directoral. En todas ellas, el Parlamento es el poder (o si se quiere el órgano) del Estado que tiene atribuida la adopción de las decisiones políticas más importantes por debajo de la que corresponde al soberano, o en otros términos, la función de crear las normas jurídicas infraconstitucionales de mayor rango, así como la función de controlar la acción del ejecutivo. Ese control puede comprender, incluso, una relación de confianza, de manera que el ejecutivo surge del Parlamento y éste puede removerlo, como sucede en laPage 132forma parlamentaria de gobierno, pero cuando esa relación no existe, como en la forma presidencial, el control opera por otras vías de sujeción, aprobación y fiscalización no menos eficaces.

II Las funciones del Parlamento democrático. La democracia en el Parlamento
1. La función legislativa en el presente

Esta función se ha entendido siempre tan consustancial al Parlamento que, precisamente por ello, se le ha solido denominar como poder legislativo. Lo que su- cede es que en el presente no es tan sencillo como en el pasado acotar lo que sea legislar. Por eso creo que el primer problema teórico que hoy tiene la función legislativa es el de su propia definición. Si entendemos por función legislativa la actividad de producir leyes, habrá de convenirse qué se entiende por leyes al objeto de encontrarle algún sentido a la función. Pero resulta que el concepto de ley, lejos de ser en la actualidad un concepto unívoco, ha adquirido un alto grado de complejidad.

Ciñéndonos a nuestro ordenamiento ¿qué tipo de función sería ésta mediante la cual se producen normas tan dispares como Estatutos de Autonomía, demás leyes orgánicas, leyes ordinarias del Estado y de las Comunidades Autónomas, Decretos-leyes, Decretos legislativos del Estado y de las Comunidades Autónomas (sin que acaben ahí todas las peculiaridades)? Todas esas normas son «leyes», esto es, ocupan el lugar de las leyes, o en otras palabras, tienen «fuerza de ley». ¿Cómo se definiría, pues, una función que ejercen muy distintos órganos (Parlamento y Gobierno del Estado, Parlamentos y Gobiernos de las Comunidades Autónomas) y empleando muy distintos procedimientos? Por lo pronto, ya no sería la función exclusiva de un poder del Estado, el legislativo (aun concebido éste de manera plural: legislativo estatal y legislativos territoriales), sino una función que desempeñan varios poderes (cada uno de plural composición): Parlamentos y Gobiernos. La función de «legislar», más que de un poder o de un órgano, habrá de predicarse hoy, en consecuencia, del Estado en su conjunto (del Estado en su significación «global»).

Una situación así, que es la actual, no viene, ni mucho menos, a «enterrar» (se entiende que definitivamente) a Montesquieu, que ello sería un modo muyPage 133simple de concebir la división de poderes, sino a mostrar que hoy esa división tiene poco que ver con la estricta «separación» (modelo tópico que, por lo demás, nunca ha existido de modo puro) y mucho con la «compartición», la «concurrencia» y la «cooperación» funcional, con los actos complejos, con los controles mutuos, con los frenos y contrapesos; en definitiva, con esa mezcla de división de poderes, forma mixta de gobierno y Constitución bien equilibrada, que es el sistema que existe en los Estados democráticos de nuestro tiempo.

Cualquier indagación que hoy se haga acerca de la función legislativa y sus problemas ha de enmarcarse, pues, en esa consideración multiforme de la «legislación», de la que se deriva, cuanto menos, una desazonante perplejidad teó- rica: la dificultad de singularizar una función tan heterogénea, o de comprender, con las categorías clásicas del Derecho público, una realidad tan distinta de la que existía cuando aquellas categorías fueron elaboradas.

Ahora bien, constatada esa dificultad, el problema puede enfocarse de otra manera: no se trataría de indagar sobre la función legislativa «en general», sino sobre la función legislativa «del Parlamento» (o de los Parlamentos). Así reducida, la función tendría por objeto la producción no de cualquier tipo de norma con rango de ley, sino de «leyes» en sentido propio, esto es, de disposiciones legislativas parlamentarias, y la función la ejercería, no una pluralidad de poderes, sino un único poder (aunque estuviese territorialmente diversificado o dividido a su vez): el Parlamento, es decir, el poder «legislativo».

Sin embargo, el mero enunciado de la cuestión en los nuevos términos que ahora acaban de utilizarse, ya pone de manifiesto que la reducción al propio ámbito parlamentario tampoco resuelve los problemas de conceptualización. Lo único que se consigue es distinguir las leyes (así «denominadas») de otras normas de idéntica fuerza, pero ni se facilitan elementos para saber lo que aquellas leyes sean ni tampoco, por lo mismo, para comprender lo que de singular tenga la función legislativa parlamentaria. Todo se queda en un juego de remisiones conceptuales recíprocas y, por ello, de tautologías. Es función legislativa del Parlamento la actividad que éste realiza de producir leyes. Son leyes las decisiones del Parlamento adoptadas en el ejercicio de su función legislativa. La legislación (entendida como función) es la tarea de hacer leyes. Las leyes son el producto de la legislación. En definitiva, función legislativa del Parlamento se identifica con un determinado procedimiento de actuación parlamentaria: el procedimiento legislativo.

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Esta caracterización, únicamente «procedimental», de la ley no es, ni mucho menos, desechable y es posible que hoy sea una de las más seguras para en- tender lo que las leyes significan. Desde luego, resulta absolutamente necesaria para aprehender el concepto de ley. Pero no basta por sí sola para dotar a la ley de sentido, por la misma razón de que para ello tampoco basta la exclusiva concepción «formal». Parece que la dimensión «procedimental» es capaz de singularizar una determinada actividad (la elaboración de las leyes), pero no ofrece todos los apoyos para valorarla y criticarla (es decir, para comprenderla), ya que nos daría cuenta de «cómo» se legisla pero no de «qué» se legisla; dejaría, en fin, al margen de la función aquello que en última instancia le presta sentido: su resultado o, si se quiere, su producto.

Y hoy, el producto de la actividad legislativa parlamentaria es ciertamente heterogéneo: leyes de «principios», leyes completas, leyes incompletas, leyes de detalle (leggine), leyes de bases, leyes de transferencias competenciales, leyes de habilitación, leyes «programa», leyes «marco», leyes «medida» (o leyes singulares), etc. Hoy ya no es tan clara la vigencia de la vieja frase de Locke de que el Parlamento está para hacer leyes y no para hacer legisladores; como tampoco es tan clara la vigencia de otros grandes postulados del Derecho público, tales como los que afirmaban la «generalidad intrínseca» de la ley o la exigencia de que sólo mediante la ley pudiera regularse la libertad y la propiedad.

¿Ese producto tan variado de la actividad del legislador o, más exactamente, pues en ello estamos ahora, del legislador parlamentario, puede servir para prestar un sentido (unívoco) a un función, de tal manera que baste para comprenderla, esto es, que el producir «leyes» dote de significado a la función legislativa? Creo que no, en la situación actual, por la sencilla razón de que el producto mismo (la ley en sentido estricto o ley parlamentaria) carece de sentido unitario dada la evidente heterogeneidad «normativa» que puede albergar.

En tales condiciones parece (y vuelvo a repetir lo que dije al principio) que el primer problema teórico que hoy tiene la función legislativa es el de su propia definición. Pero ese problema teórico no es más que la consecuencia (a mi entender) de problemas existentes en la práctica, esto es, en la actividad que a través de la función legislativa se desarrolla. Cuando la teoría encuentra dificultades para comprender (o al menos formular conceptualmente) la realidad es porque, o bien los defectos están en la misma teoría, o bien la realidad es la defectuosa (y requiere de correcciones normativas), o bien (que suele ser lo másPage 135común) los defectos o las imperfecciones o, si se quiere, los problemas se dan en uno y otro plano (planos que no pueden rígidamente separarse en ningún sector del conocimiento y menos en el Derecho, que es, sin duda alguna, un saber eminentemente práctico).

Ahora bien, esas dificultades de conceptualización no son un obstáculo insuperable para sustentar un sentido aproximado (como sucede con todo lo conceptualmente complejo) acerca de la importancia de esta función: la legislativa parlamentaria. A través de ella (y con subordinación a la Constitución) se producen las decisiones más importantes del Estado o, en otras palabras, las normas jurídicas infraconstitucionales de máximo rango. Dada la vinculación negativa de la ley a la Constitución, mediante la función legislativa se adoptan, con el evidente margen de libertad que de aquel tipo de vinculación se deriva, las políticas públicas inherentes al ejercicio del poder. Y esas decisiones reciben la legitimación democrática precisamente porque el Parlamento es el único órgano del Estado que representa al pueblo en su conjunto y, por ello, en el que se expresa, de un lado, la mayoría, pero de otro, también el pluralismo político de la sociedad. De ahí la conveniencia de introducir mejoras en el ejercicio de esta función, entre ellas las relacionadas con el procedimiento legislativo parlamentario, y que aquí no procede detallar, pues han sido suficientemente señaladas por gran parte de la doctrina, mejoras que creo indispensables al objeto de que se fortalezca la legitimidad del Parlamento o, si se quiere, su importancia política a los ojos de la opinión pública. Al fin y al cabo, la tan repetida «centralidad» parlamentaria no significa, en el fondo, más que esto: que el Parlamento es el locus característico de la democracia, ya que, a mi entender, como dije antes, no hay más democracia que la democracia parlamentaria, por lo que, a largo plazo, la suerte del sistema depende más de las virtudes del Parlamento que de la eficacia del Gobierno (aunque algunos, por error, no lo entiendan así).

Y entre las virtudes del Parlamento no está exactamente, a mi juicio, suplantar al Gobierno y a la administración. Hoy el Parlamento «no puede hacerlo todo», es decir, no puede predicar, para sí mismo, una competencia universal (desde el punto de vista material, que es cosa distinta de la capacidad universal normadora o de legislar). Un sistema de división de poderes (con todas las rectificaciones que se quiera) exige no sólo, como es obvio, que el Parlamento no invada la función jurisdiccional, sino también que no invada la función de Gobierno, función que debe gozar de un determinado nivel de autonomía (o de competencias exclusivas), pues, de lo contrario, no se entiende, entre otras cosas,Page 136cómo puede darse entre nosotros un conflicto de atribuciones entre Parlamento y Gobierno residenciable en el Tribunal Constitucional. Aquí nos encontramos con una cuestión tan interesante y polémica como es la llamada «reserva de administración» o mejor, «reserva de Gobierno», inmediatamente conectada con el problema de las leyes singulares (pero no solamente con él, como es claro). Sin entrar en los detalles de este formidable problema, lo menos que puede aquí decirse es que hoy la función legislativa no cabe comprenderla sin ponerla en relación con la función de Gobierno, y que los problemas actuales de concepto de la primera tienen mucho que ver con los que hoy también afectan a la segunda.

2. Sentido actual de la función de control
a) Algunas consideraciones críticas sobre la práctica de nuestra forma parlamentaria de gobierno

Quizá convenga, ante todo, aclarar la posición desde la que abordaré el significado del control parlamentario. Carece de sentido, me parece, enjuiciar el funcionamiento actual de nuestro parlamentarismo (de cualquier parlamentarismo, incluso) a partir de aquel modelo ideal del parlamentarismo clásico que partía del supuesto de unas Cámaras formadas por individuos enteramente libres a la hora de debatir y de votar, y que concebía al ejecutivo como una especie de comité del Parlamento enteramente sometido a las instrucciones de éste, que podía revocarlo en cualquier momento. Es muy dudoso que ese modelo haya existido en cualquier momento del pasado (aun en los casos que más se le aproximaron, como fueron el de la III República francesa o el de la Alemania de Weimar), puesto que los intereses, la ideología, las «amistades políticas», etc., han operado siempre en las Cámaras imponiendo cierta disciplina a los parlamentarios.

De todos modos, lo que no es dudoso es que en el presente tal modelo es absolutamente irreal, no sólo por la introducción en las Constituciones (en algunas de ellas) de reglas destinadas a favorecer la estabilidad de los gobiernos (lo que se ha llamado el «parlamentarismo racionalizado»), sino, sobre todo, por la radical transformación operada en el sistema de relaciones Parlamento-Gobierno merced a la «democracia de partidos».

Hoy los agentes principales de la actividad de las Cámaras no son los parlamentarios individuales sino los partidos políticos. La disciplina de partido y suPage 137proyección parlamentaria, la disciplina de grupo, hace muy difícil la remoción del Gobierno por la Cámara. Las votaciones parlamentarias están predeterminadas y, en consecuencia, la vieja idea (en que se sustentaba el parlamentarismo clásico) de la subordinación política del Gobierno al Parlamento está, en el presente, muy alejada de la realidad, hasta el punto de que se ha dicho que hoy, en realidad, el Parlamento es el comité legislativo del Gobierno.

Que todo ello, en sus líneas fundamentales, es así no cabe negarlo, pero, al mismo tiempo, tampoco es conveniente volver a caer en el error de construir un nuevo modelo del parlamentarismo del presente, radicalmente opuesto al anti- guo y clásico, y que viniese a retratar no el funcionamiento normal de la forma parlamentaria de gobierno sino su patología, que en el pasado pudo ser el «parlamentarismo de asamblea» y hoy el «parlamentarismo del Estado de partidos». El exceso de rigidez y disciplina que los partidos han introducido en las Cámaras hasta el punto de que éstas hayan perdido su función central en el sistema, el alejamiento entre los representados y sus representantes, la atonía de la vida parlamentaria, sustituida por el protagonismo de los jueces y de los medios de comunicación, la absoluta prevalencia, en fin, de un poder del Estado (el Gobierno) sobre otro (el Parlamento) no es el fiel retrato del parlamentarismo de nuestro tiempo, sino la imagen de un tipo de parlamentarismo enfermizo que sólo se ha producido en algunos países (especialmente del sur de Europa) y que, por ello, más que al parlamentarismo lo que muestra es a su caricatura.

Es cierto que hoy, gracias a la disciplina de partido, los Parlamentos están razonablemente organizados y los gobiernos disfrutan de una estabilidad también razonable. Ello es conveniente y además viene exigido por los mismos ciudadanos, que desean gobiernos eficaces, aparte de ser congruente con los principios constitucionales en que el sistema descansa y que imponen la necesidad de que la mayoría pueda llevar a cabo su programa electoral. Ahora bien, ello no tiene porqué conducir necesariamente a la práctica desaparición del control parlamentario, a la pérdida de protagonismo de las Cámaras y a la virtual erradicación de la división de poderes. La forma parlamentaria de gobierno, creación de la historia constitucional británica, descansa en un sistema de equilibrios, de frenos y contrapesos que resultan incompatibles con la radical hegemonía de un poder sobre otro. Su correcto funcionamiento ni ha sido una excepción en el pasado ni lo es en el presente: ahí están los ejemplos de las seculares monarquías parlamentarias europeas para demostrarlo. Allí, la transformación de los Parlamentos de individuos en Parlamentos de partidos no ha conducido a la perversión del sistema,Page 138esto es, a la conversión del Parlamento en una institución sin relieve político propio, totalmente sometida a la voluntad del Gobierno.

En España parece que estamos ante el riesgo de incurrir en aquella situación patológica a la que antes me refería, y no por obra, precisamente, de las normas constitucionales reguladoras de la forma de gobierno (que, salvo en lo que se refieren al Senado, proporcionan un esquema de parlamentarismo bastante razonable), sino de las normas infraconstitucionales y de la práctica política, que, de una parte, han acentuado, en exceso, las tendencias oligárquicas de los partidos y, de otra, han disminuido, también en exceso, la función parlamentaria de control.

Tenemos unos partidos excesivamente burocratizados, que dejan muy escasa libertad de actuación a sus miembros. Además, el sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas (obra de la ley electoral, que no de la Constitución) potencia la dominación del partido por sus dirigentes. Por otra parte, los reglamentos de las Cámaras contribuyen a acentuar la dependencia de los parlamentarios respecto de sus correspondientes grupos, de tal manera que son los portavoces o presidentes de éstos los auténticos directores (o impulsores) de las actividades parlamentarias. En el seno de las relaciones Parlamento-Gobierno se introduce, pues, una férrea estructura jerárquica que descansa en la subordinación del parlamentario individual a su jefe de grupo, en la de éste a su partido y en la del partido a su líder. Como el líder del partido mayoritario es a su vez el Presidente del Gobierno (y si no lo fuera daría igual, sólo ocurriría que el Presidente del Gobierno estaría subordinado al líder del partido, o que uno y otro deberán pactar), éste ocupa la cúspide del poder: a él están subordinados el Gobierno, el partido y el grupo parlamentario, esto es, a él está subordinada la voluntad del ejecutivo y del legislativo. Es cierto que esa situación es más visible cuando el partido del Presidente tiene la mayoría absoluta de la Cámara pero no desaparece del todo cuando ese partido sólo tiene la mayoría relativa y el Presidente necesita de apoyos parlamentarios, pues ya sea bajo la fórmula de gobiernos de coalición o ya lo sea mediante pactos de legislatura o incluso a través de pactos parlamentarios coyunturales, mientras estos acuerdos se mantengan lo decisivo serán las directrices emanadas del Gobierno y no tanto la voluntad independiente de la Cámara.

Esta situación se afianza si a los factores ya aludidos se añade la realidad de unas elecciones, como las españolas (el fenómeno, claro está, no es exclusivo dePage 139nuestro país), que, por obra de una propaganda en la que predomina sobre todo la imagen, se manifiestan más como elecciones plebiscitarias que como elecciones representativas, es decir, como elecciones no tanto a Diputados o Senadores cuanto a Presidente del Gobierno. Los aspirantes a parlamentarios que componen las listas electorales quedan en muy segundo plano; puede decirse incluso que se difuminan, máxime cuando la relación de los candidatos con la circunscripción en que se presentan o no existe o juega muy escaso papel. Celebradas las elecciones y constituidas las nuevas Cámaras, los parlamentarios continúan virtualmente en el anonimato: la suerte del Gobierno, las leyes que se dicten, los Presupuestos que se aprueben, no van a depender ni de sus discursos ni de sus decisiones, sino de los jefes de sus respectivos grupos políticos, que serán los que actúen en los principales debates parlamentarios y los que les impartan instrucciones para votar de una u otra manera.

Ahora bien, la difuminación de los parlamentarios individuales no tendría por qué conducir, necesariamente, a la difuminación del Parlamento; sólo llevaría a un Parlamento oficialmente numeroso pero virtualmente reducido: un Parlamento de jefes de grupo, es decir, un Parlamento de «portavoces». Ocurre, sin embargo, que la forma en que están organizados en nuestro país los debates parlamentarios contribuye a que incluso ese Parlamento reducido continúe difuminado. Aunque ahora, a diferencia de lo que hasta hace poco sucedía, el Presidente del Gobierno interviene constantemente en la Cámara, y esa ha sido una mejora muy notable para nuestro parlamentarismo, como lo ha sido la institución de una sesión semanal de control, los debates se celebran con muy escasa vivacidad: los miembros del Gobierno y los portavoces de los grupos ocupan, sucesivamente, la tarima de oradores y leen (muy pocas veces improvisan) sus discursos preparados. Pese a que suele haber réplicas desde el escaño, éstas, por su brevedad, ocupan una posición muy secundaria respecto de la intervención principal. Por otro lado, no siempre los problemas políticos más importantes son tratados, de forma inmediata, en el Parlamento, con el consiguiente desprestigio de éste. A todo ello ha de añadirse la tendencia a «consensuar» las grandes decisiones (incluidas las que ha de revestir forma de ley) con los llamados protagonistas sociales, utilizándose muchas veces a las Cámaras como órganos de mera ratificación de lo ya acordado fuera de ellas.

Es cierto que el Parlamento español trabaja y que es una imagen muy poco fidedigna de la actividad parlamentaria la que a veces se propaga con ocasión de una eventual sesión en que aparezcan vacíos la mayoría de los escaños.

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Se presentan infinidad de preguntas, numerosas interpelaciones, se preparan proposiciones de ley (aunque la mayor parte estén condenadas a no prosperar), se hacen y discuten enmiendas a los proyectos de ley presentados por el Gobierno, hay un quehacer continuo en ponencias y comisiones. En esas tareas desempeñan un gran papel los parlamentarios individuales. También hay que destacar (sería injusto silenciarlo) la importante actividad informativa y de debate que se desarrolla con ocasión de las frecuentes comparecencias de los ministros en las comisiones parlamentarias. Pero todo ello trasciende poco a la opinión pública, que sólo recibe del Congreso y del Senado las imágenes que transmiten sus plenos. Y no podría ser de otra manera, ya que a los ciudadanos más que las cuestiones técnicas lo que les interesa son los auténticos problemas políticos, esto es, los que, por su propia naturaleza, debieran tratarse en el pleno de las Cámaras.

El protagonismo del Parlamento se ha incrementado, sin duda, y por fortuna para el sistema, en las últimas legislaturas, pero aún no ha adquirido el necesario vigor, lo que provoca un vacío (aunque sea parcial) en la vida democrática de un país que suele ser llenado por otras instituciones: especialmente por los medios de comunicación y por la judicatura. No se trata, en modo alguno, de que estos nuevos protagonistas vengan a invadir campos que no son suyos. Una sociedad democrática no puede existir sin una prensa libre, se decía hace ya más de un siglo; hoy podríamos añadir, ni sin una radio y una televisión libres. Un Estado de Derecho no lo es tal sin control jurisdiccional. El problema surge cuando el control social y el control jurisdiccional del poder sustituyen, en gran parte, al control parlamentario. En ese caso, los ciudadanos tienen muy poco que ganar y la democracia parlamentaria mucho que perder.

b) La tentación presidencialista de nuestro parlamentarismo

Podría pensarse, sin embargo, que el enjuiciamiento que acaba de hacerse sería errado, en cuanto que no se estaría ante una situación patológica, eso es, ante una perversión del sistema parlamentario, sino ante un sistema nuevo, que muy poco tendría ya que ver con el parlamentarismo. Así, cabría argüir que esta práctica política de la forma parlamentaria de gobierno no tiene consecuencias negativas, necesariamente, sino que en realidad lo que supone es la transformación del sistema, que de parlamentario habría pasado a ser presidencial, produciéndose una especie de mutación constitucional mediante la cual, sinPage 141cambiar la letra de la Constitución y por obra de la práctica política, tendríamos en España una forma de gobierno más próxima a la de los Estados Unidos de América que a la del Reino Unido (que siempre ha sido el modelo de la monarquía parlamentaria).

Nuestro Presidente del Gobierno disfrutaría, igual que el Presidente norteamericano, de una legitimación democrática directa, pues al fin y al cabo nuestras elecciones, formalmente parlamentarias, son realmente presidencialistas. Que no responda, de facto, un Presidente así (ni «su» Gobierno, y aquí aparece otra analogía con el modelo norteamericano) ante el Parlamento es lo que ocurre en el modelo presidencial, y ello no significa que ese modelo no sea demo- crático: al fin y al cabo el Presidente responde ante el pueblo, que lo elige.

Ahora bien, un diagnóstico así sería sumamente engañoso. En primer lugar por los impedimentos constitucionales con que tropezaría, ya que sistema presidencial y monarquía son difíciles de conjugar. Un Presidente del Gobierno con legitimación democrática directa tendería, por la fuerza de las cosas, a desplazar excesivamente al Jefe del Estado, que tiene unas funciones constitucionalmente establecidas y cuyo encaje, con un ejecutivo elegido por el pueblo, podría resultar muy problemático. No en vano la Jefatura del Estado hereditaria ha podido subsistir en el Estado democrático entre otras razones porque se ha residenciado en el Parlamento, y no en el Gobierno, la representación popular, esto es, en la medida en que la Monarquía es «parlamentaria».

Pero, aparte de ello, el diagnóstico seguiría siendo engañoso en cuanto que tampoco se correspondería con la realidad, pues no es cierto que, pese a los obstáculos teóricos antes expuestos, la práctica haya conducido a un sistema presidencial. Ese sistema se basa en la separación de poderes; la práctica política que se ha descrito lleva a lo contrario: a la confusión entre Parlamento y Gobierno, es decir, a la unidad del poder «político», del que estaría separado sólo el poder jurisdiccional. En un sistema presidencial, los ciudadanos eligen al Parlamento, y en otra elección bien distinta al Presidente, con la consecuencia de que, al recibir ambas instituciones de manera independiente la legitimación popular, la coincidencia partidista entre mayoría parlamentaria y Presidente no tiene por qué darse, necesariamente; esa coincidencia, en cambio, es requisito del sistema parlamentario. Pero como la práctica política ha hecho que en este sistema no sea el Gobierno el que esté sometido a la mayoría parlamentaria, sino ésta la que esté dirigida por aquél, se da la paradoja de que, en una estructura constitucio-Page 142nal, como la presidencial, no basada, por principio, en la relación de confianza entre legislativo y ejecutivo, puede haber (y lo hay, de hecho, al menos en el caso norteamericano) mayor control parlamentario del Gobierno que en aquel otro sistema teóricamente sustentado en la confianza y el control. En España el Presidente compone libremente «su» Gobierno; en los Estados Unidos de América los Secretarios de los Departamentos (y otros altos cargos, entre ellos los Embajadores) los designa el Presidente, pero no libremente, ya que tales nombramientos requieren de la aprobación del Senado. Si la comparación la extendemos al control presupuestario y a la eficacia de las comisiones parlamentarias de investigación, la diferencia se acrecienta aún más, a favor del sistema norteamericano y en detrimento del nuestro.

En resumen, nuestra práctica política de la forma parlamentaria de gobierno no parece que haya originado su mutación en una forma presidencial, sino más bien su transformación en un híbrido en el que se reúnen muchos de los inconvenientes de aquellos dos sistemas y muy pocas de sus ventajas. El resultado es una mezcla de presidencialismo incompleto y de parlamentarismo distorsionado, es decir, una amalgama que produce el debilitamiento de la división de poderes y la correspondiente atonía de la democracia parlamentaria como forma de organización política.

c) La función del Gobierno y la función del Parlamento Los rasgos esenciales de nuestra forma de gobierno

Por todo lo que he dicho anteriormente, me mantengo en la valoración que la práctica de nuestra forma parlamentaria de gobierno me merece: creo que esa práctica, aunque ha mejorado en los últimos tiempos, está incurriendo en defectos que pueden llevar a nuestro sistema al riesgo de una crisis, riesgo que convendría atajar cuanto antes. La solución para superar esos problemas no parece, sin embargo, que resida en acentuar los rasgos presidenciales que la práctica ha venido imponiendo, sino en fortalecer los rasgos parlamentarios que esa práctica ha ido debilitando.

Fortalecer los rasgos parlamentarios no significa, por supuesto, debilitar al Gobierno, sino acentuar su control. Tampoco significa exigir del Parlamento lo que éste, hoy, de ninguna manera, puede dar. Por ello conviene aclarar cuáles son, en el presente, las funciones de uno y otro órgano.

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Por obra de una diversidad de causas bien conocidas y que han originado la transformación del Estado liberal del siglo XIX en el Estado social y democrático actual, ni el Parlamento es ya el poder de dirección ni el Gobierno el de mera ejecución. Ahora el reparto esencial de las funciones políticas del Estado es bien distinto: el Gobierno dirige la política y el Parlamento la controla. Nuestra Constitución incluso lo reconoce así expresamente al atribuir al Gobierno la función de «dirección política» (el Gobierno «dirige la política interior y exterior», art. 97 CE) y al Parlamento la función de control (las Cortes Generales «controlan la acción del Gobierno», art. 66.2 CE).

Desde esta perspectiva, resulta congruente que en las elecciones se voten programas de Gobierno y que, de acuerdo con los resultados electorales, sea el Gobierno y no el Parlamento el que dirija la realización de dicho programa. Si ocurriese que la mayoría del Parlamento dejase de estar conforme con el programa gubernamental, lo que procede (lo que el sistema reclama) es el cambio de Gobierno y no la imposición a éste, por el Parlamento, de una política distinta a la suya. Sin embargo, la configuración «constructiva» de la moción de censura hace muy difícil esa solución y, por otro lado, la exigencia de mayoría absoluta en el Congreso para la aprobación de las leyes orgánicas contribuye a aumentar el problema. En resumen: nuestro «parlamentarismo racionalizado» facilita la estabilidad de los gobiernos de minoría, pero también exige que sea el Gobierno el que dirija la política, esto es, el que realice, en la legislatura, su programa; pero la realización de un programa de gobierno difícilmente puede llevarse a cabo en minoría (y no sólo respecto de las materias propias de ley orgánica, aunque en éstas con mayor motivo).

El dilema que entonces se plantea es: o gran parte de la política se hace por acuerdos parlamentarios o se gobierna apoyado en una mayoría absoluta. La primera solución no parece recomendable, primero, porque no sería la querida por la Constitución (una política de acuerdos no es, por principio, una política dirigida por el Gobierno, si es que el consenso es auténtico y no significa la mera aceptación por unos de lo ya decidido por otros), y, segundo, porque significaría sustraer al pluralismo político una buena parte de la política nacional. El consenso ya lo exige la Constitución (mayorías de tres quintos o superiores) para las grandes decisiones estatales (composición de órganos constitucionales y reforma de la Constitución) y no sería conveniente (entre otras cosas porque se defraudaría el significado de las elecciones pluralistas) extenderlo mucho más (salvo para las decisiones de desarrollo de las estructuras básicas constituciona-Page 144les). Por ello, es la segunda alternativa la que parece más correcta, dándose, pues, la paradoja de que nuestra Constitución, que facilita los gobiernos en minoría, requiere, al mismo tiempo, una mayoría parlamentaria para poder gobernar. El sistema, en consecuencia, conduce a que, si un partido no obtiene la mayoría absoluta, deba formarse un gobierno de coalición (en preferencia, creo, a un pacto de legislatura) si es que se quiere cumplir con las exigencias del propio sistema, es decir, con que la política se dirija desde el Gobierno y no desde el Parlamento.

Al Parlamento le corresponde un papel bien distinto, pero no menos importante: controlar la política gubernamental. Es cierto que al Parlamento también le está atribuida, constitucionalmente, la potestad legislativa, a cuyo través se adopta el indirizzo politico estatal en su máxima expresión. Pero también es cierto que la relación estabilizada (y conveniente) entre Gobierno y mayoría parlamentaria hace que la creación de la ley haya de obedecer más a los designios del Gobierno que a la voluntad independiente del Parlamento. Además, por exigencias no sólo de la práctica, sino también de la teoría (más aún, de la norma constitucional), es congruente que ello (con las excepciones antes señaladas) sea así, pues al Gobierno le compete la dirección de la política lo que incluye, sin duda, la dirección de la «política legislativa», puesto que es a través de ella como puede realizar su programa. De ahí que, sin negar la superior importancia de la potestad legislativa desde la perspectiva del conjunto de las potestades estatales, quepa sostener, desde una perspectiva exclusivamente parlamentaria, que la función más relevante que hoy cualifica al Parlamento del presente es, con seguridad, la función de control, en cuanto que a través de ella puede la Cámara desempeñar un papel por sí misma sin la mediación gubernamental, esto es, apareciendo como institución distinta (e independiente) del Gobierno.

Además, esa función es la que podría considerarse, sin exageración alguna, como la «genuina» de la Cámara, la más propia de su naturaleza, puesto que, sin perjuicio de que el Parlamento pueda (y deba) decidir, el Parlamento está, sobre todo (de otra manera no se entendería ni siquiera su misma estructura), para discutir. Esta es (la de debatir, es decir, la de controlar) la función primordial que nuestro Parlamento debe cumplir y que ahora no la realiza con plenitud: de una parte, porque no ejercita debidamente los instrumentos de control que posee; de otra, porque carece de algunos instrumentos indispensables de control, y, finalmente, porque hay sectores de la política (organismos administrativos independientes, entre ellos las autoridades reguladoras, y otros entes públicosPage 145más, que realizan actividad de «Gobierno» o «administración», sin ser dependientes del Gobierno ni ejercer función estrictamente jurisdiccional) que no están siendo objeto de suficiente control parlamentario.

d) Significado del control parlamentario

El Estado constitucional se basa no sólo en la división de poderes, sino también en el equilibrio entre ellos, esto es, en la existencia de una extensa red de controles (jurisdiccionales, políticos y sociales) que impidan el ejercicio ilimitado e irresponsable de la autoridad. El control parlamentario es uno de esos controles: un control de carácter político cuyo agente es el Parlamento y cuyo objeto es la acción del Gobierno y, por extensión, también la acción de cualesquiera otras entidades públicas, excepto las incluidas en la esfera del poder jurisdiccional, que, por principio, es un poder que debe gozar de total independencia respecto de los demás poderes del Estado.

Ahora bien, cabría decir que existen dos significados del control parlamentario. Uno, al que podría llamarse significado estricto, consistiría en entender que el control parlamentario ha de incluir, necesariamente, la capacidad de remover al titular del órgano controlado; su ejercicio se llevaría a cabo mediante la votación de confianza y la moción de censura. Ni que decir tiene que este significado resulta muy escasamente operativo. En primer lugar, porque sólo podría hablarse de la existencia del control parlamentario en los países de forma parlamentaria de gobierno, pero no en los países de forma presidencial, pese a que en éstos el Parlamento desempeña una función innegable de contrapeso, de freno, de fiscalización, en suma, de la actividad gubernamental. En segundo lugar, porque dada la disciplina de partido y el papel que hoy desempeñan los partidos en el Parlamento, el control, en los países de forma parlamentaria de gobierno, sería casi inexistente: se trataría o bien del control de la mayoría sobre sí misma o bien (y más exactamente) del control del Gobierno sobre sí mismo; en definitiva, un autocontrol, que es lo contrario de un auténtico control, en cuanto que éste presupone la distinción real entre controlante y controlado. Más aún, ese control, además de su escasa operatividad, sólo podría efectuarse, en el caso de ciertos Parlamentos bicamerales, en la Cámara a la que correspondiera la exigencia de la responsabilidad política, esto es, en el ejemplo español, en el Congreso de los Diputados y no en el Senado, Cámara esta última que no podría realizar funciones de control parlamentario pese a que el artículo 66 CEPage 146atribuye esa función a las Cortes Generales (lo que quiere decir, sin duda alguna, a las dos Cámaras que las componen).

Parece claro, en consecuencia, que ese significado estricto no resulta útil, debiendo acudirse a otro más amplio, que comprenda en el control parlamentario toda la actividad de las Cámaras destinada a fiscalizar la acción del Gobierno (o de otros entes públicos), lleve o no aparejada la posibilidad de sanción inmediata (esto es, de remoción de los titulares del órgano controlado). Es cierto que la derrota del Gobierno es uno de los resultados que el control parlamentario puede alcanzar, y el hecho de que hoy, por la disciplina de partido, eso sea muy poco probable no lo convierte por ello en un resultado imposible. Pero también es cierto que muy escaso papel tendría esta función parlamentaria de control si sólo se manifestase a través de la remota posibilidad de que el Gobierno perdiese la confianza de la Cámara o si requiriese, para ser efectiva, de la fractura del partido o partidos que forman la mayoría gubernamental.

Además, la derrota del Gobierno, siendo uno (el más fuerte, sin duda) de los efectos del control parlamentario, ni es el único ni el más común. De una parte, el control parlamentario existe en la forma de gobierno presidencial en la que no es posible la exigencia de la responsabilidad política (el impeachment es cosa bien distinta: no tiene por objeto la exigencia de responsabilidad política sino de responsabilidad penal); y ello es así porque el control parlamentario no es privativo de la forma parlamentaria de gobierno, sino de la democracia parlamentaria como forma de Estado. De otra parte, en los regímenes parlamentarios, en los que la responsabilidad política es posible en teoría, aunque improbable en la práctica, la fiscalización parlamentaria del Gobierno se manifiesta por otras muchas vías, aparte de por las que pudieran conducir a su remoción.

La eficacia del control parlamentario no descansa sólo en la sanción directa, sino también en la sanción indirecta; no sólo en la obstaculización inmediata, sino también en la capacidad de crear o fomentar obstaculizaciones futuras, no sólo, pues, en derrocar al Gobierno o, sin llegar a ello, en corregir sus propuestas, sino también en desgastarlo o en contribuir a su remoción por el cuerpo electoral. Esta labor de fiscalización, que el Parlamento realiza (o debe realizar) de manera ordinaria y cotidiana, y que no tiene por objeto derrotar al Gobierno (pretensión difícil de cumplir) pero sí criticarlo, constituye, sin duda alguna, una de las dimensiones más importantes del control parlamentario.

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Entendiéndolo así, el control parlamentario ni siquiera se circunscribe a unos determinados procedimientos, sino que puede operar a través de todas las funciones que desempeñan las Cámaras. No sólo, pues, en las preguntas, inter- pelaciones, mociones, comisiones de investigación, control de normas legislativas del Gobierno (instrumentos más característicos del control) se realiza la función fiscalizadora, sino también en el procedimiento legislativo (crítica al proyecto presentado, defensa de enmiendas, etc.), en los actos de aprobación o autorización, de nombramiento o elección de personas y, en general, en la total actividad parlamentaria. En todos esos casos hay (o debe haber) debate y, en consecuencia, en todos hay (o puede haber) control parlamentario.

Por ello, para comprender mejor el significado actual del control parlamentario (comprensión sin la cual difícilmente puede mejorarse, con realismo, su eficacia), conviene distinguir entre el control «por» el Parlamento y el control «en» el Parlamento. En el primer supuesto, el control se lleva a cabo mediante actos que expresan la voluntad de la Cámara; en el segundo, a través de las actividades de los parlamentarios individuales o los grupos parlamentarios desarrolladas en la Cámara, aunque no culminen en un acto de control adoptado por ésta. En este último caso, aunque no se produzca una decisión de la Cámara con efectos negativos para el Gobierno, no deja de haber control parlamentario, en la medida en que la discusión parlamentaria influye en la opinión pública; el Parlamento, entonces, es el locus de donde parte el control, pero la sociedad es el locus al que principalmente se dirige, puesto que es allí (y no en la propia Cámara) donde pueden operar sus más importantes efectos.

De esa manera, el control parlamentario puede manifestarse, por supuesto, a través de decisiones de la Cámara (adoptadas en el procedimiento legislativo, en actos de aprobación o autorización o en mociones) que son, inevitablemente, decisiones de la mayoría, porque así se expresa (como es obvio) la voluntad del Parlamento; pero también el control puede manifestarse a través de actuaciones de los parlamentarios individuales o de los grupos parlamentarios (preguntas, interpelaciones, intervención en debates) que no expresan la voluntad de la Cámara, pero cuya capacidad de fiscalización sobre el Gobierno no cabe negar, bien porque pueden hacerlo rectificar, o al menos debilitarlo en sus posiciones, bien porque pueden incidir en el control social o en el control político electoral. Y esa labor fiscalizadora del Gobierno, realizada no por la mayoría sino por la minoría, es, indudablemente, un modo de control parlamentario gracias a la publicidad y al debate que acompañan (o deben acompañar) a todasPage 148las actividades de la Cámara. Aquí no hay, pues, control «por» el Parlamento (que sólo puede ejercitar la mayoría y que hoy, por razones bien conocidas a las que ya se aludió, es o puede ser relativamente ineficaz), pero sí control «en» el Parlamento: un control que no realiza la mayoría, sino, exactamente, la oposición.

Esa es la razón por la que ciertos medios de control debieran configurarse como derechos de las minorías, que pueden ser ejercitados incluso contra la voluntad de la mayoría (obtención de información, preguntas, interpelaciones, constitución de comisiones de investigación). Las minorías han de tener reconocido el derecho a debatir, criticar e investigar, aunque, como es lógico, la mayoría tenga al final la capacidad de decidir. Hoy ya no es la clásica contraposición Gobierno-Parlamento la que resulta más relevante, sino la contraposición Gobierno-oposición. Esta nueva contraposición no viene a sustituir enteramente a la vieja y clásica, ya que en la diferenciación entre Parlamento y Gobierno y en la configuración jurídica de ambos como órganos distintos descansa la división de poderes, sin la cual no hay sistema constitucional digno de ese nombre; pero sí plantea determinadas exigencias, entre las que está la atribución de derechos de control a las minorías parlamentarias. El control «en» el Parlamento no sustituye, pues, al control «por» el Parlamento, pero hace del control una actividad de ordinario (mejor sería decir cotidiano) ejercicio en la Cámara.

La distinción conceptual que se ha venido exponiendo, respecto del control parlamentario, corre paralela a otra distinción que, sobre el significado del propio Parlamento, conviene hacer, distinción que se basa en la diferencia entre el Parlamento como órgano y el Parlamento como institución. El Parlamento no es sólo un órgano del Estado que, como todo órgano colegiado, adopta sus decisiones por mayoría, sino que es también una institución cuya significación compleja no puede quedar borrada por el artificio orgánico. Más aún, el Parlamento es la única institución del Estado donde está representada toda la sociedad y donde, en consecuencia, ha de expresarse y manifestarse frente a la opinión pública, a través del debate parlamentario con publicidad, el pluralismo político democrático (es decir, la diversidad de voluntades presente en la Cámara y no sólo una de ellas, aunque sea mayoritaria). Cuando el control se ejercita por la Cámara, como órgano (y por ello a través de las mayorías), se ejercen «competencias» de control. Pero cuando el control se realiza en el Parlamento, como institución, ha de reconocerse a la minoría (parlamentarios individuales y grupos) la capacidad de ejercer «derechos» de control.

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Por ello, el control parlamentario no es eficaz sólo en cuanto permita la limitación del Gobierno, sino también, y sobre todo, en cuanto permita que en la Cámara se manifiesten, con publicidad, la diversidad de voluntades que la componen, capaces de exponer sus programas alternativos y de debatir y criticar públicamente la actuación gubernamental. Esto es, en la medida en que el control se enlace con la dimensión institucional-pluralista del Parlamento. La mayoría puede frenar el control «por» el Parlamento, pero no puede, de ninguna mane- ra (a menos que se destruya el presupuesto básico de la democracia representativa), frenar el control «en» el Parlamento. La mayoría tiene el derecho a decidir, pero las minorías han de tener el derecho a conocer y a discutir.

III Consideraciones finales: mandato representativo y democracia parlamentaria

Dicho todo lo anterior, procede ahora formular algunas consideraciones más generales acerca del mandato representativo en la democracia parlamentaria, en primer lugar, sobre las relaciones entre representación política y sistema electoral, en cuanto que éste constituye el instrumento para articular la representación. En tal sentido, la polémica acerca de cuál de los dos sistemas, el mayoritario o el proporcional, depara una «mejor» representación, me parece que debe relativizarse. De un lado, porque las razones de eficacia para el Gobierno demo- crático en las que suele apoyarse la defensa del sistema mayoritario no resultan contradichas en algunos sistemas proporcionales corregidos capaces también de deparar gobiernos estables; de otro, porque esa estabilidad depende también del sistema de partidos, que no siempre está por completo vinculado al sistema electoral; y, en fin, porque un sistema mayoritario basado en pequeños distritos electorales uninominales no tiene por qué dificultar severamente la representación del pluralismo político.

La ponderación de estos factores debe tenerse en cuenta para la articulación electoral de la representación, de manera que, garantizándose la presencia en la Cámara del pluralismo político que obtenga apoyos electorales significativos, no se impida la existencia de gobiernos estables capaces de realizar las políticas legislativas que, como programa electoral, recibieron el apoyo mayoritario de los ciudadanos. Las fórmulas pueden ser variadas: proporcionalidad corregida, mayoritaria corregida, mixtura de los dos modelos, establecimiento o no de barreras nacionales, etc. En España, además, ha de tenerse en cuenta elPage 150mandato constitucional de que el sistema electoral para el Congreso se atendrá a «criterios de representación proporcional» (art. 68.3 CE) y, para las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, se establecerá «con arreglo a un sistema de representación proporcional» (art. 152.1 CE), lo que no significa exactamente una proporcionalidad pura, aparte de que los propios preceptos constitucionales ya indican determinadas correcciones a ese criterio o principio de la proporcionalidad. Sobre todo ello se pronunciará probablemente el Consejo de Estado al realizar el estudio que, sobre posibles reformas electorales, el Gobierno acaba de encargarle.

Otro problema a tener en cuenta (y que puede ser objeto de ese estudio del Consejo de Estado) es el del ámbito o contenido de la propia elección a representantes, es decir, si es coherente con la representación democrática que los electores no sólo puedan, como es obvio, elegir, sino también seleccionar a aquellos a los que eligen. El sistema actual español (desde la transición política) de listas cerradas y bloqueadas, que sirvió para consolidar a los partidos políticos, sin los cuales no cabe entender la democracia parlamentaria, es posible que deba ser puesto en cuestión y deba debatirse, al menos, la oportunidad (que tiene ventajas e inconvenientes) de sustituirlo por el de listas abiertas o por cualquier otro que no reduzca a la nada, como el de ahora, la capacidad de los electores de seleccionar a aquellos a los puedan elegir. Es cierto que la posibilidad de presentación de candidaturas por agrupaciones de electores y no sólo por los partidos políticos reduce algo el problema, pero ello, por sí solo, no es bastante, a mi juicio, para resolverlo.

Cuestión distinta de las anteriores es ya, en el ámbito parlamentario, pole- mizar sobre la extensión y límites del mandato representativo y, en relación con ello, el de la libertad de voto en la Cámara de los representantes del pueblo. Nuestra Constitución, fiel al sentido clásico de la representación democrática, prohíbe el mandato imperativo (art. 67.2 CE) y, en consecuencia, el representante no puede estar vinculado a instrucciones de sus electores. ¿Ello significa que tampoco a las del partido en cuya candidatura fue elegido? Esta pregunta requiere de una respuesta en dos fases: la primera es que por no seguir instrucciones del partido no puede perder su representación, como determinó clara y correctamente el Tribunal Constitucional al declarar que el abandono o expulsión del partido no podría traer consigo, ope legis, la pérdida del escaño (SSTC 10/1983, 101/1983 y 119/1990); la segunda es que, asegurado ello, la libertad de voto no tiene por qué significar, necesariamente, la erradicación de la disciplinaPage 151de voto dentro del grupo político, que puede hacerse valer mediante sanciones que, eso sí, nunca pueden llegar a la pérdida del escaño o a la pérdida o suspensión de los derechos sustanciales que como parlamentario se tienen.

Aquí, en esta segunda respuesta, nos encontramos ante la necesidad de que se guarde un difícil (pero no imposible) equilibrio entre la libertad de voto y la disciplina de partido (o de grupo político) en el Parlamento. Sin un cierto grado de esta última quebraría el principio de eficacia del Gobierno parlamentario e incluso de legitimidad del mismo, puesto que si bien el Parlamento es el único órgano directamente representativo de la totalidad del pueblo, no cabe olvidar que (aunque indirectamente) el Gobierno, en la forma parlamentaria, también es «representativo», no de la totalidad del pueblo, pero sí de la mayoría electoral que le dio su apoyo. Es posible que en nuestro Parlamento actual el equilibrio no se haya conseguido, y la balanza esté más inclinada a la disciplina de voto que a la libertad de voto, y que quizás sería necesario que, salvo en cues- tiones esenciales del programa político, se diese libertad de voto (como sucede en otras democracias consolidadas) sin poner al parlamentario en la tesitura dramática de no tener más solución que el abandono del grupo si entiende en algún momento que el sentido de la votación que se le impone violenta su conciencia o, incluso, traiciona, a su entender, el programa electoral del partido en cuya candidatura se presentó. Y enlazado con todo ello está el problema del «transfuguismo político», cuyo tratamiento requiere de medidas que no lo fomenten, pero que también, al mismo tiempo, no vulneren las prohibiciones y principios que acaban de señalarse.

No se puede, dadas las limitaciones de espacio de un artículo de revista, entrar en otros problemas, tan actuales como importantes, en la relación demo- cracia-Parlamento (como podrían ser representación-pluralismo y partidos antisistema, límites que impone la representación política a la división del cuerpo electoral en clases de individuos determinadas por condiciones sociales o personales, radical oposición entre democracia y representación corporativa, etc.). Sí, en cambio, aunque sea brevemente, estimo necesario realizar alguna consideración sobre representación política y diferenciación por razón de sexo, diferenciación muy distinta a cualquier otra, en cuanto que es natural y universal, constituyendo la base, precisamente, de la pervivencia del género humano. Quiero aclarar, no obstante, que, al tratar de los efectos electorales de esta diferenciación, sólo me refiero al momento de la elección (no al de la actuación en la Cámara, que ello, a mi juicio, sería muy difícilmente conciliable con la demo-Page 152cracia parlamentaria). La reciente STC 12/2008, al enjuiciar el art. 44 bis de la Ley Orgánica del régimen electoral general, introducido por la D.A. 2ª de la Ley Orgánica 3/2007 para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, declaró la constitucionalidad de la exigencia de que las candidaturas electorales sean equilibradas entre uno y otro sexo, de manera que ninguno de los dos ocupe menos del 40 por 100 de cada candidatura. No es preciso que me extienda más sobre el tema, porque me basta remitirme a la bien elaborada doctrina que en la Sentencia se contiene para fundamentar la constitucionalidad de esa medida de equilibrio electoral.

Nota bibliográfica

La mayor parte de las consideraciones que, de forma sintética, se exponen en el presente trabajo las he venido desarrollando con amplitud (entre otros) en: «El control parlamentario como control político», en Revista de Derecho Político, n.º 23, 1986; «Parlamentarismo y antiparlamentarismo» (estudio preliminar a la obra Sobre el parlamentarismo, de Carl Schmitt), «La función legislativa de los Parlamentos y sus problemas actuales», «Sobre el significado actual del Parlamento y del control parlamentario: información parlamentaria y función de control» y «Sistema parlamentario, sistema presidencialista y dinámica entre los poderes del Estado. Análisis comparado», hoy incluidos en Estudios de Derecho Constitucional, Madrid, 1998, pp. 225-318; Constitución, democracia y control, México, 2002; Aragón Reyes, M. «Gobierno y forma de gobierno: problemas actuales», en El Gobierno. Problemas constitucionales, Madrid, 2005, coord. por Aragón Reyes, M. y Gómez Montoro, Ángel J.

También, destacadamente, Böckenförde, E. W., Demokratie und Repräsentation: zur Kritik der heutigen Demokratiediskussion, Hannover, 1983; Garrorena, A. (dir.), El Parlamento y sus transformaciones actuales, Madrid, 1990; Garro- rena, A., Representación política y Constitución democrática, Madrid, 1991; Kelsen, H., Esencia y valor de la democracia, 1920, edición española con traducción y nota preliminar de J. L. Requejo Pagés, Oviedo, 2006; Rubio Llorente, F., «El control parlamentario» y «El Parlamento y la representación política», hoy ambos en La forma del poder, Madrid, 1997, pp. 185-222; Solozábal Echavarría,J. J., «El régimen parlamentario y sus enemigos», en Revista de Estudios Políticos,n.º 93, 1996.

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