Delitos contra los consumidores (publicidad engañosa, facturación automática fraudulenta). Piratería de servicios de comunicación

AutorJacobo Dopico y Juan Antonio Lascuraín
Páginas447-467

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Por su parte, los delitos de piratería de servicios de comunicación vienen impulsados por una directiva europea justificadamente preocupada por la endeblez del mercado televisivo de pago. Lo de menos es el acceso irregular en sí a un servicio de pago, que también es delictivo en ciertos casos. Lo de más (pena) es la facilitación general del acceso irregular al servicio a través de equipos o programas diseñados o adaptados para posibilitar tal acceso, incluso si tal cosa se hace sin fines comerciales (tipo atenuado). En medio de estos delitos se cuela uno distinto: la alteración del número de un móvil robado para posibilitar su acceso al mercado negro.

I Introducción a los delitos contra los derechos de los consumidores

Caso UPUERE

Carlos Miguel constituyó el 20 de mayo de 1998 la sociedad mercantil Universidad Popular Unión Europea, Regiones Europeas, Open University of Euro pean Union

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S.L. (UPUERE S.L.), de la que era administrador único. Su objeto social era "impartir educación, cultura y formación teórica y práctica a todos los niveles, superior, medio y elemental, en especial en Ciencias de la Salud, así como la creación, instalación y explotación de clínicas y fundaciones".

Para ello se concertó con el British College of Naturopathy & Osteopathy (BCNO Inglaterra), denominado posteriormente British College of Osteophatic Medicine (BCOM) con un acuerdo por el que este último podría reconocer el diploma que se expidiera en UPUERE a los alumnos para poder optar, tras un curso de conversión, a una titulación universitaria oficial británica.

Ante la expectativa de una pronta concreción de dichos acuerdos, Carlos Miguel creó la UPUERE y comenzó su actividad, ofertando sus servicios.

Para comenzar su funcionamiento llevó a cabo una campaña de publicidad en la que hacía constar expresamente que los estudios para el curso "Estudios superiores de osteopatía" estaban homologados por el British College of Naturopathy & Osteopathy (BCNO Inglaterra). En un folleto publicitario se indicaba: "Nuestro programa académico está supervisado y homologado por el colegio británico, British College of Naturopathy & Osteopathy, BCNO, y la realización con éxito del programa permite obtener el Diploma de Osteopatía, DO. Una vez obtenido el Diploma de Osteopatía de BCNO-UPUERE, el alumno podrá continuar con el programa de conversión del BCNO en la UPUERE para obtener el Bachelor of Science in Osteopathy Medicine (titulación universitaria oficial británica, equivalente a las licenciaturas españolas)".

El 1 de octubre de 2002 las autoridades administrativas instaron a UPUERE SL a dejar de emplear el término "Universidad", ya que no cumplía con los requisitos que la Ley Orgánica de Universidades establecía a tal efecto, por lo que el 19 de diciembre de 2003 cambió su nombre a "Centro de Estudios Superiores UPUERE. Open University of Euro pean Unity S.L.".

Motivados por tales expectativas y sobre todo por el hecho de que la carrera de osteopatía carece en España de título oficial alguno, diversos estudiantes comenzaron sus estudios en 1999 y 2000, abonando las correspondientes matrículas, tasas, etc., por cantidades superiores a 10.000 euros cada uno. Cuando ya estaban próximos a finalizar los estudios, en el año 2003, se percataron de que la homologación antes mencionada no se producía de forma mecánica o automática tras superar el expediente académico, sino que era necesario realizar un curso de conversión en Londres pese a que inicialmente se dijo que sería en Madrid. Y en contra igualmente a lo que se indicó, el curso de conversión no tuvo lugar dentro del último curso sino que se inició meses después de la finalización del mismo, con un coste global a cargo del alumno no concretado de forma exacta pero en torno a los 5.000 euros, y con una duración cuando menos de varios meses.

(Extracto de la Sentencia del Tribunal Supremo 1097/2009 de 17 noviembre).

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La protección de los consumidores es una de las columnas fundamentales de las economías contemporáneas. En primer lugar, porque en el intercambio masivo de bienes y servicios, el destinatario final es la parte débil que requiere una protección específica frente a las empresas oferentes. En segundo lugar, porque si no existiese esa protección el consumo podría disminuir o retraerse ante riesgos insuficientemente controlados, lo cual traería consigo consecuencias negativas para la economía. Por ello, el art. 51.1 de la Constitución establece: "Los poderes públicos garantizarán la defensa de los consumidores y usuarios, protegiendo, mediante procedimientos eficaces, la seguridad, la salud y los legítimos intereses económicos de los mismos".

Uno de los aspectos de ese mandato constitucional es la protección penal de los legítimos intereses de los consumidores frente a conductas fraudulentas de los oferentes, mediante la creación de tipos penales como la publicidad engañosa o la facturación fraudulenta.

Todos estos delitos tienen una clara vertiente supraindividual. La conducta típica no consiste en causar un efectivo perjuicio a intereses de un concreto consumidor (al modo de la estafa, por ejemplo), sino simplemente en realizar una conducta idónea para dañar los intereses de los consumidores. De ese modo, con esta específica criminalización se opera un adelantamiento de la barrera punitiva y se adopta la perspectiva del riesgo para el colectivo y no la de la lesión a una concreta víctima.

Es cierto que el art. 287, aplicable -entre otros- a estos delitos, exige como condición de procedibilidad la denuncia de la concreta persona agraviada o de su representante legal, lo cual parece compadecerse más con los tipos contra intereses individuales. Sin embargo, el mismo art. 287 en su apartado 2 exime de ese requisito "cuando la comisión del delito afecte a los intereses generales o a una pluralidad de personas" y éste será el caso más habitual cuando nos refiramos a delitos contra los consumidores (nótese que la afectación a la que se refieren estos tipos es de potencial daño y no de perjuicio efectivo).

Estas técnicas de tipificación permiten perseguir ciertas conductas fraudulentas capaces de perjudicar al colectivo de consumidores sin necesidad de probar si ha habido un concreto perjuicio, ni la cuantía de lo defraudado.

Imagínese el caso de un taxista que manipula el taxímetro o el de una estación de servicio que manipula el contador del surtidor: si hubiese que demostrar cada uno de los concretos fraudes de unos pocos euros cometidos contra cada uno de los posibles

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consumidores dañados, la persecución sería poco menos que inviable. Precisamente por ello el legislador emprende este adelantamiento de la barrera punitiva, que permite una más efectiva protección penal de los derechos de los consumidores.

Desde el año 2010 se prevé la responsabilidad penal de las personas jurídicas por estos delitos (art. 288), lo cual amplifica aún más las vías de protección penal de los derechos de los consumidores frente a este tipo de conductas delictivas.

A continuación analizaremos el llamado delito publicitario y el de facturación fraudulenta. Hay otras figuras que, pese a tener una vertiente de protección de consumidores, es más razonable estudiar en el Tema dedicado a los delitos contra la competencia y el mercado de valores: el delito de detracción del mercado de materias primas o productos de primera necesidad, art. 281 (Tema 9, III.3) y el de fraude de inversores y de crédito, art. 282 bis (Tema 9, IV.5).

II Delito de publicidad fraudulenta
1. Contexto regulatorio y bien jurídico protegido

La actividad publicitaria está sometida a intensa regulación extrapenal en diversas normas: fundamentalmente la Ley General de Publicidad, la Ley de Competencia Desleal y las leyes estatal y autonómicas de defensa de consumidores y usuarios. En este conjunto de normas se recogen distintas clases de consecuencias jurídicas para las conductas de publicidad engañosa, incluyendo sanciones administrativas, acciones de cesación, etc.

Pues bien: de entre todos los casos de publicidad engañosa, el ordenamiento español reserva la respuesta penal para un caso especialmente grave: el fraude publicitario capaz de causar perjuicio grave y manifiesto a los consumidores (art. 282). Así, de entre todas las posibles conductas contrarias a la regulación de la actividad publicitaria, el Código Penal define la conducta delictiva atendiendo a dos factores que definen su específica gravedad:

- por una parte, la peligrosidad del engaño, que ha de ser capaz de llevar a los destinatarios de la publicidad a sufrir un perjuicio grave;

- por otra, el riesgo, que se proyecta sobre un conjunto de sujetos pasivos especialmente protegidos en virtud del mandato constitucional del art. 51.1: los consumidores.

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En nuestro caso UPUERE la peligrosidad el engaño afecta a consumidores, y les expone a perder no sólo el dinero pagado sino también la inversión de tiempo y esfuerzo en un curso que no les reportará nada de lo que desean.

Al mencionar el propio art. 282 que la conducta delictiva es un fraude "capaz de causar perjuicio grave y manifiesto a los consumidores", parece claro que el precepto se dirige a la protección de los derechos de los consumidores mediante la tipificación de un delito de idoneidad o peligro...

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