El defensor del asegurado

AutorAbelardo hernández
CargoAbogado del Estado. Defensor del Asegurado de MAAF SEGUROS

EL DEFENSOR DEL ASEGURADO

ABELARDO HERNÁNDEZ

Abogado del Estado (excedente)

Defensor del Asegurado de MAAF SEGUROS

I. INTRODUCCIÓN Y BREVE REFERENCIA HISTÓRICA

Iniciar el estudio de una figura de tan próxima creación en nuestro ordenamiento jurídico, como es el caso de la del Defensor del Asegurado, puede entrañar ciertas dificultades. Algunas de estas dificultades tienen su origen en la reciente vigencia de esta institución y en la falta de antecedentes históricos útiles para tomarlos como referencia; otras, son consecuencia de la escasez de las normas que constituyen lo que pudiéramos denominar su régimen legal —como tendremos oportunidad de comprobar—; y, finalmente, también es importante destacar la ausencia de uniformidad en el régimen de funcionamiento de estos defensores, derivada del hecho de que cada Entidad aseguradora que lo tenga nombrado, le dotará de un reglamento que, fuera del respeto a los mínimos legales establecidos, no tiene que coincidir necesariamente con el de otras aseguradoras.

Las anteriores consideraciones nos llevan a advertir que el presente trabajo de aproximación a la figura del Defensor del Asegurado, está inspirado esencialmente en la corta experiencia personal de quien las hace, en tanto titular de esa función en una Entidad aseguradora, si bien evitando detenerse en todo aquello que no sea susceptible de generalización.

De un modo, tal vez inconsciente, al abordar la redacción de estas anotaciones sobre la figura de creación reciente del Defensor del Asegurado, viene a mi memoria la de mayor importancia y trascendencia del Defensor del Pueblo y, por ende, la del Ombusdman. Evidentemente, no pretendo perderme en antecedentes históricos, pues no considero que éste sea el lugar y el momento; sin embargo, creo que el origen de estas instituciones tiene que ver bastante con la que ahora nos ocupa.

En efecto, como es sabido, la aparición del Ombusdman tiene lugar en Suecia, en los albores del siglo XVIII, surgiendo como una especie de contrapeso a las muy amplias atribuciones del Rey, entre las que se comprendía la prerrogativa de legislar, que si bien en algunos casos era compartida esta potestad legislativa regia con el Parlamento, en otros ámbitos (especialmente en el económico y en el administrativo) el Rey disfrutaba de potestad legislativa no compartida con otros poderes. Pues bien, dentro de este marco histórico, como expone FAIREN GUILLÉN (El Defensor del Pueblo —Ombusdman—, Tomo I), la razón originaria de ser de los ombusdmen de los países nordeuropeos se halla, además de en su inclinación y predisposición a no confiar en los Tribunales el control de la Administración, en que algunos cargos públicos disfrutaban de una gran autonomía, en parte motivada por la descentralización administrativa. Esta situación hizo sentir la necesidad de someter a cierta vigilancia y control la actividad de poderes públicos y funcionarios, a través de una institución que pudiera detectar y corregir abusos y errores. Nace así el Ombusdman, término que traducido literalmente al español hace referencia a la «persona que tramita» una petición o queja, aunque sin recibir atribuciones para resolver de modo vinculante la misma.

El Ombusdman, en su significado originario, llega a nuestro ordenamiento jurídico a través de la figura del Defensor del Pueblo, expresamente creada por la Constitución Española de 1978. Si bien, en lo que afecta a determinar si tal institución tiene o carece de antecedentes históricos propios, aunque ÓSCAR ALZAGA afirma que «en cierta medida quepa recordar al Justicia Mayor de Aragón» («La Constitución Española de 1978 —Comentario sistemático—), no puede desconocerse que la institución aragonesa estaba dotada de facultades y prerrogativas resolutorias, de las que, evidentemente, no goza el Defensor del Pueblo.

Como acabamos de decir, excede de nuestro actual cometido detenernos más en considerar antecedentes históricos de las instituciones a que nos hemos referido, y excede mucho más aún el intentar analizarlas, siquiera fuera de modo superficial. Insistimos, ese no es nuestro propósito. El hecho de que hayamos tomado como punto de partida de estas reflexiones, el hito histórico de la promulgación de la Constitución Española (1978), donde se institucionaliza la figura del Defensor del Pueblo, se debe únicamente a la necesidad de destacar que es, a partir de tal momento, cuando en nuestro ordenamiento jurídico, y, por qué no decirlo, en nuestro entramado social, empiezan a surgir Defensores de muy distinta naturaleza: del menor, del soldado, del usuario de banca, del contribuyente, del asegurado y de otras tantas personas, físicas o jurídicas, que, sea por iniciativa del propio legislador, sea a iniciativa privada o cuasiprivada, proliferan con mayor o menor éxito y grado de desarrollo en nuestra sociedad.

II. EL DEFENSOR DEL ASEGURADO EN LA LEY 30/1995 (PERFIL DE LA FIGURA)

El Defensor del Asegurado, como un instrumento legal para mayor protección de los asegurados, se introduce, bien que con carácter potestativo, en la Ley 30/1995, de 8 de noviembre, de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados. En este sentido, se dice en el artículo 63 de la misma que «las entidades aseguradoras podrán, bien individualmente, bien agrupadas por ramos de seguro, proximidad geográfica, volumen de primas o cualquier otro criterio, designar como defensor del asegurado a entidades o expertos independientes de reconocido prestigio, a cuya decisión sometan voluntariamente las reclamaciones o determinado tipo de las mismas, que formulen los tomadores del seguro, asegurados, beneficiarios, terceros perjudicados y derechohabientes de unos y otros contra dichas entidades».

Por el momento, vamos a detenernos en este primer apartado del artículo 63 que citamos. Como hemos dicho, la Ley 30/1995 no exige de modo imperativo (pues, en nuestro criterio, no podría hacerlo) que las entidades aseguradoras designen defensores del asegurado, sino que únicamente les faculta para hacerlo. Ahora bien, lo que a primera vista puede interpretarse como una mera atribución, más bien constituye una invitación para hacerlo, como se deduce de la expresión utilizada por el apartado 3 del artículo 63 citado, cuando dice que «la Dirección General de Seguros... fomentará dichas designaciones».

Citado el antecedente legislativo, y contemplando ahora la institución del Defensor del Asegurado desde la perspectiva de las propias entidades aseguradoras, se nos antoja dicha figura como una necesidad, dictada por los tiempos actuales, en que se demanda una determinada excelencia y calidad de los servicios que se ofrecen a los usuarios y consumidores, y no nos referimos exclusivamente a los asegurados.

En concreto, por lo que a éstos últimos se refiere, no puede desconocerse que la concentración de las aseguradoras en grandes grupos, que en los últimos años se viene produciendo en el sector (y las mayores concentraciones aún por llegar), vienen determinado una cierta industrialización en la prestación de servicios, que inevitablemente llevará a la producción en masa de contratos y de las actividades derivadas de los contratos. De ahí que, si no se adoptan ciertas medidas correctoras, que arbitren un procedimiento que permita al asegurado acercarse a la gran entidad cuando sus intereses lo demanden, el consumidor del servicio tendrá la sensación, y realmente así será, de ser tratado deficiente o inadecuadamente. Por lo que tenderá a sentirse desatendido y, por ello, defraudado.

En efecto, la gran dimensión de las actuales aseguradoras, en un mercado donde parecen no tener cabida las que no cuenten sus pólizas por millones, viene determinando el que dichas entidades tengan que acogerse a una política de racionalización y, en consecuencia, de reducción de gastos, adoptando procesos industrializados, que inevitablemente conducirán a la despersonalización que toda producción de actos en masa lleva consigo. Por ello, pensamos que ha llegado el momento en que se puede afirmar que es conveniente, si no imprescindible, que las aseguradoras arbitren un instrumento de aproximación, que permita a sus clientes personalizar sus quejas, cualquiera que sea su naturaleza, no ante una ventanilla de reclamaciones, sino ante una institución independiente, que las analice y resuelva conforme a unos criterios de equidad a los que más tarde nos referiremos. En este sentido, solamente nos resta aclarar que la Ley 30/1995 admite la posibilidad de que varias entidades tengan un mismo Defensor del Asegurado, y de que pueda recaer tal designación en entidades o expertos independientes, de reconocido prestigio; por lo cual, el Defensor del Asegurado no ha de ser necesariamente una persona física. Pero es más, tampoco es imprescindible, en el caso de recaer el nombramiento en persona física, que se trate de una sola, pues podrán ser varias, pudiendo actuar tanto solidaria como colegiadamente.

No obstante la genérica denominación de «asegurado», es lo cierto que al Defensor pueden dirigirse no solamente los asegurados propiamente dichos, sino también los tomadores del seguro, los beneficiarios del contrato, los terceros perjudicados, así como los derechohabientes de unos y otros. A menos que el Reglamento del Defensor nombrado por la entidad de que se trate, restrinja el ámbito de la legitimación activa precisa para dirigirse al Defensor, cosa que no es deseable, so pena de dejar aguada la institución.

El apartado segundo del artículo 63, antes citado, contiene una regla que nos será muy útil para considerar la naturaleza jurídica y «jurisdiccional» del Defensor del Asegurado. Dice que la decisión del defensor del asegurado favorable a la reclamación vinculará a la entidad aseguradora. Esta vinculación no será obstáculo a la plenitud de tutela judicial, al recurso a otros mecanismos de solución de conflictos ni a la protección administrativa». La norma expuesta nos permite extraer las siguientes conclusiones:

  1. La resolución que dicte...

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