La contribución de las defensas estratégicas de la tolerancia a la legitimación del Estado moderno y del Estado liberal

AutorSebastián Escámez Navas
Páginas69-99

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1. Introducción: las consecuencias para la legitimación del estado de la diversificación de las concepciones sobre la vida buena

La1 legitimación del poder político resulta ser un problema político recurrente porque siempre nos encontramos con resistencias, obstáculos o circunstancias que pueden poner en riesgo el reconocimiento de su legitimidad2. Por tal motivo, nunca es del todo cierto que los gobernantes obtengan el consentimiento de los gobernados de conformidad con las normas y principios generalmente aceptados en una sociedad. Todo esto entendiendo “consentimiento” y “gobernados” en términos convencionales, re-

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lativos a un contexto cultural no necesariamente democrático y liberal, si a lo que nos referimos es a la legitimidad como concepto científico-social y no a una concepción normativa de ésta.

Aunque no sea el único factor determinante, el logro de estabilidad y eficiencia por parte de un sistema político o gobernante, así como la capacidad para generar orden, requieren un nivel suficiente de legitimidad. Tal legitimidad suficiente, implica que la generalidad de quienes cuentan como público, esto es, aquellos miembros de la comunidad política que son considerados libres e independientes: primero, se avengan a obedecer; segundo, lo hagan admitiendo que su poder ha sido adquirido y se desempeña en consonancia con las reglas vigentes; y tercero, entiendan aquel poder como algo justificable por emanar de una autoridad válida, ejercitarse con arreglo a prácticas aceptables y servir a un interés común. Este último aspecto de la legitimidad, referido a las ra-zones que justifican la obediencia al poder, presenta un carácter más fundamental incluso que la dimensión jurídico-positiva de la legitimidad. Y es que, aunque el respeto generalizado por el Derecho sea condición de cualquier orden social, la configuración concreta de las normas jurídicas siempre conlleva un componente de contingencia. Contingencia que se hace patente cuando nos encontramos con cambios sociales de entidad que demandan reformar los cánones relativos al origen, modo y finalidad del poder. Es característico de la modernidad que el cambio social sea más continuo, lo cual explica la persistente disputa sobre el poder legítimo en la política posmedieval y la relevancia que adquiere su legitimación filosófica3.

Entre las transformaciones sociales importantes asociadas al advenimiento de la modernidad se encuentra el desarrollo de una mentalidad individualista que desencadenará una dinámica más compleja de diferenciación social: la tendencia a la separación de orden humano y orden natural; de la moral, la política y el arte respecto de la ciencia y la teología. El resultado de este proceso será que la acción humana deje de orientarse por la cosmología o

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lo fáctico, para hacerlo en virtud de criterios determinados por los individuos (el desencantamiento del mundo del que hablaba Weber). Ello estaba en consonancia con un orden socioeconómico configurado a la medida de la burguesía comerciante y financiera, en el cual el ensalzamiento del individuo se originaba y reproducía. Y, claro, la transformación social de la que hablamos se proyectó sobre el que venía siendo soporte principal de la integración social, la religión, dando lugar a la Reforma protestante.

La Reforma vendrá, a su vez, a reforzar el valor del trabajo y su concepción privatista, sosteniendo con ello un contexto social favorable a la aparición de nuevos ideales políticos que terminarán por ofrecer una justificación del Estado al margen de toda teología. Ideales como la existencia de derechos naturales de los individuos previos al establecimiento de la autoridad política y de cuya preservación dependía la legitimidad de aquella; la identificación del fin del Estado con la salvaguardia de tales derechos; la constitución de la sociedad o de la autoridad por contrato racional entre individuos; la igualdad bajo el gobierno de la ley como componente de cualquier orden legítimo; la libertad como el fin supremo de cada individuo; o que la independencia personal requería de una propiedad privada protegida con seguridad bajo el gobierno de la ley4.

A lo anterior se suma la existencia de componentes secularizantes en la teoría luterana del Estado. Entre estos, puede destacarse la idea de que el ámbito del gobierno civil se circunscribe al fuero externo de las personas, la de que la intervención del poder terrenal corrompería la pureza de las creencias religiosas, o la justificación de la obediencia al Derecho sobre la base de un mandato divino dirigido a cada individuo. Muy trascendente fue también la sacralización de la conciencia de las personas por venir conformada según la voluntad de Dios: en particular, la denominada “Reforma radical” hizo causa de la santidad y correlativa

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intangibilidad de la conciencia influyendo poderosamente en el liberalismo anglosajón y el iusnaturalismo holandés.

De la manera expuesta, se fueron configurando los elementos de una legitimación del Estado sobre bases no religiosas, correspondiente a un Derecho centrado en la protección de la discrecionalidad de los individuos antes que en los privilegios tradicionales de estamentos y corporaciones. Todo esto al tiempo que se iba haciendo poco viable fundamentar el poder y el Derecho en una concepción teológica particular en buena parte de Europa, donde el éxito de las creencias reformadas había supuesto la diversificación del credo cristiano. De hecho, la amenaza que para el orden social y la estabilidad del Estado suponían los conflictos asociados a la fragmentación del universo cristiano servirá de argumento para la tolerancia de las sectas minoritarias.

Este tipo de defensa estratégica de la tolerancia conllevaba ya anteponer la primacía del orden y la prosperidad, valores seculares propios de una sociedad burguesa, por encima de la unidad religiosa. No obstante, tal alteración de la jerarquía de valores relativa a la finalidad legitimante del poder político se presentaba como algo excepcional y mediatamente orientado a hacer viable la unidad religiosa. Cabe dudar acerca de la convicción de sus autores al plantearlo de este modo, pero en las justificaciones estratégicas de la tolerancia elaboradas durante los siglos XVI y XVII predominó la idea de la tolerancia como un recurso circunstancial forzado por una situación indeseable y no definitiva. Sin embargo, entender la crisis de la uniformidad religiosa como algo accidental no se compadecía con las condiciones de una sociedad fatalmente afectada por el proceso moderno de diferenciación social, por la creciente fragmentación de las unidades de producción y de los referentes valorativos. Por otra parte, la dinámica tendente a la concentración del poder requerida para la consolidación de los Estados modernos no favorecía una política de intolerancia más que allí donde pudiera resultar funcional, que es tanto como decir allí donde el pluralismo religioso no hubiese arraigado.

Este trabajo se va a ocupar de las citadas justificaciones de la tolerancia de tipo estratégico, las cuales conllevaban interrumpir

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circunstancialmente las actividades represivas destinadas a lograr la unidad de la comunidad política en la fe para no poner en riesgo la integridad de esa misma comunidad. Así entendida, la tolerancia suponía abstenerse de realizar actividades que formaban parte del ejercicio legítimo del poder, en razón a evitar el mal mayor de la caída de un gobernante comprometido con la fuente religiosa de legitimidad. La retirada de prácticas del repertorio de las que resultaban legitimantes del poder se terminará por consolidar, y dejará de entenderse como una solución de emergencia, para apreciarse como un proceder normal, congruente con las nuevas ideas acerca del origen legítimo de la soberanía. Unas ideas que asentaban aquel origen en el consentimiento de los subordinados, en vez de en la voluntad divina. De esta manera, las apelaciones a la razón de Estado para defender la tolerancia de los siglos XVI y XVII reflejan la transformación de las ideas sobre la legitimidad asociadas a la emergencia del Estado moderno. Mi propósito es examinar este conjunto de doctrinas, particularmente las sostenidas por Bodino y los politiques, en el epígrafe segundo, para ocuparme del pensamiento de Thomas Hobbes, en el tercero. Estos nombres nos dan una idea de hasta qué punto la tolerancia entendida como una forma de prudencia política se encuentra asociada a la teoría fundamental del Estado soberano. En el epígrafe cuarto, comentaré la obra de otro pensador básico, éste del Estado liberal, en el sentido de apreciar el lugar que ocupa el razonamiento de tipo estratégico en su canónica defensa moral de la tolerancia basada en el respeto: me estoy refiriendo a John Locke.

Además de su interés histórico, las defensas prudenciales de la tolerancia merecen atención porque han inspirado a teóricos liberales contemporáneos en sus intentos de hallar una fórmula de legitimidad aceptable para sociedades caracterizadas por una pluralidad de visiones de la vida buena. A este efecto, la bien conocida reivindicación de John Rawls de aplicar del principio de tolerancia a la filosofía del Estado resulta paradigmática. A lo largo del trabajo, me referiré a la proyección de las justificaciones prudenciales de la tolerancia desarrolladas

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en la modernidad temprana en el liberalismo político de Rawls. Además, en el epígrafe quinto, haré referencia a otros...

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